Pasar al contenido principal
Instituto Nacional Sanmartiniano

Historia del Libertador Don José de San Martín de Pacífico Otero. Capítulo 12. San Martín substituye a Belgrano en el Ejército del Norte.

Continuamos con la publicación de la obra cumbre del fundador del Instituto Nacional Sanmartiniano. En esta ocasión, "San Martín substituye a Belgrano en el Ejército del Norte." . Por José Pacífico Otero.

« RETROCEDER AL CAPÍTULO 11

« ÍNDICE »

AVANZAR AL CAPÍTULO 13 »

CAPÍTULO 12

SAN MARTÍN SUBSTITUYE A BELGRANO EN EL EJÉRCITO DEL NORTE

SUMARIO.- Momento obscuro en la vida de San Martín.- La Asamblea y la Logia.- San Martín al frente de las fuerzas de la capital.- Ofrece dar con su regimiento un día feliz a la patria.- Desde su llegada al Plata, Belgrano se interesa por conocerlo.- A éste su correspondencia no le quita el tiempo.- Después de su desastre en el Alto Perú, Belgrano vuelve a él sus ojos.- El Triunvirato insiste para que acepte el comando del Ejército del Norte.- Instrucciones que recibe al ponerse en marcha.- Se le nombra Mayor General de aquel ejército.- Antes de designar a San Martín se pensó en Alvear para substituir a Belgrano.- Razones a que obedeció San Martín al resistir el nombramiento.- Belgrano se regocija con la noticia de su partida.- El 26 de diciembre se hace pública ante el ejército su llegada.- Un jefe que retrocede y otro que avanza.- San Martín y Belgrano en Yatasto.- Belgrano notifica al Gobierno que San Martín ha asumido el mando.- Pruebas de que esta substitución le fue impuesta por la autoridad.- Proclama de San Martín.- El 31 de enero principia a reglamentar la vida de su ejército.- Construcción del campo atrincherado de La Ciudadela.- En la disciplina se muestra inflexible.- Punición con que es castigado Dorrego.- El castigo corporal.- Los negros y los pardos en un batallón.- Curso de artillería y de geometría.- Academia para oficiales que funciona en su casa.- Los Granaderos y el batallón Nº 7, plantel de aquel ejército.- San Martín opónese a la partida de Belgrano y presenta un petitorio.- El Gobierno extrema con él, al contestarle, su severidad.- Lo que valía Belgrano según San Martín y lo que valía éste según aquél.- Observaciones de Belgrano a San Martín, dictadas por el patriotismo y por sus creencias.- Su conjuro a un general cristiano.- Carta en que le dice que no debe ignorar que tiene enemigos.- Importa que San Martín lleve la victoria en la mano.- Belgrano postrado por la fiebre.- Un triunfo urdido por la maldad.- Belgrano y San Martín, figuras de diferente grandor.- Un detalle sugerente.

Ni la tradición ni los documentos nos dicen en forma clara y precisa cuáles fueron las actividades desplegadas por San Martín inmediatamente después de San Lorenzo. Su estada en aquella localidad no se prolongó más de lo necesario y dos días después de librado el combate se puso en viaje, rehaciendo el camino que lo había llevado a la victoria para volver al punto de partida, o sea al cuartel de granaderos en el Retiro.

La historia, que se interesa, ya por lo que se vió o ya por lo que no se ve, se pregunta y a justo título: ¿Qué hizo, o qué intentó hacer por aquellos días San Martín? El momento aquel es tan obscuro, que faltando los elementos de juicio, es difícil responder en forma categórica. Sin embargo, y por saberlo tan interesado en la suerte tanto militar como política de la Revolución, no nos colocamos fuera de la verdad si lo suponemos consagrado por entero a los problemas vitales de aquel momento. Cuando salió de Buenos Aires para cumplir la misión defensiva que le confiara el Gobierno, la Asamblea General Constituyente se encontraba en vísperas de su inauguración. El 31 de enero, los representantes de las Provincias Unidas se declaraban reunidos en nombre de la nueva soberanía, y el mismo día 3 de febrero, y horas después que junto a las barrancas de San Lorenzo infligía San Martín a los marinos de Montevideo tan condigno castigo, los asambleístas excluían de todos los empleos eclesiásticos, militares y civiles, a los españoles que no obtuviesen título de ciudadanía en los términos que la ley prefijaba. [1]

Cuando pocos días más tarde regresó a la capital, esta asamblea se encontraba en plena función y elaboraba las leyes de que carecía para su funcionamiento orgánico la democracia. Aun cuando San Martín era más militar que político, la política no le era indiferente y se interesaba por ella como lo demostró fundando aquella logia en la cual don Carlos M. de Alvear entró a figurar como uno de sus colaboradores. La Logia, como la Asamblea, formaba un cuerpo colegiado. Una y otra obedecían a dictados salvadores de la Revolución, pero mientras la Asamblea deliberaba en público, la Logia lo hacía a obscuras, en connivencia con ella sin duda, mas en apariencia distanciada y ajena de la opinión. Al principio, el organismo éste funcionó con gran cohesión y estimulado con un espíritu de unidad. Desgraciadamente al poco tiempo perdió esta característica y dos voluntades o energías quedaron frente a frente combatiéndose con las tendencias más opuestas. El desinterés de San Martín chocó con la concupiscencia de Alvear, y este cisma o divergencia patriótica determinó la formación de dos corrientes, sanmartiniana la una y alvearista la otra, con que se anarquizó esta institución. Carecemos de documentos para precisar la hora en que se acentuó este desacuerdo. La tradición lo hace, sin embargo, remontar a los principios mismos de la Asamblea, y sabemos que amparado por su partido, el representante de la provincia de Corrientes hizo lo imposible para que esta corporación marchase a remolque de sus ambiciones. Fue así cómo Alvear intentó suplantar a San Martín en el gobierno, tanto militar como político, de la Revolución, y dominado por un instinto de poder y de gloria, antepuso lo personal a lo colectivo, y esto mismo con una finalidad incierta y dudosa.

No persiguiendo San Martín ninguna aventura, forzoso le fue chocar con este dictador en germen, sin ciencia para ser un político, sin cualidades para asumir un alto comando, y falto en absoluto de aquella ponderación en que entran como agentes fundamentales el cálculo y la prudencia. Tiradas, pues, las líneas divisorias de estos dos partidos, San Martín y Alvear quedaron, como se verá a su hora, distanciados por este efecto de la fatalidad. El rompimiento guardó la forma de las conveniencias y acaso él comenzaba a diseñarse cuando San Martín retornó a Buenos Aires en el mes de febrero, laureado con su triunfo de San Lorenzo. Con todo, si así sucedía, el desacuerdo tardó todavía en hacerse sentir, y mientras el uno se desazonaba y tocaba todos los resortes para llenar su ambición, el otro lo contemplaba impávido y reconcentrado en sí mismo, esperaba que los acontecimientos resolviesen en este o en aquel sentido esta lucha sorda y pasional de preponderancia.

Una vez en Buenos Aires, San Martín volvió a ponerse al frente de las fuerzas que defendían a la capital; pero ya fuese porque las decepciones políticas principiaban a descorazonarlo, o porque comprendía que, en realidad, sujeto a tales funciones perdía el tiempo, elevó al Gobierno su renuncia. Al parecer, ésta no fue aceptada, y San Martín dejó pasar algunos meses. Al llegar septiembre, se resolvió por hacerlo de nuevo y comenzó su oficio diciendo: «Sólo el bien de la causa que defendemos es el que me mueve a molestar a V.E. por segunda vez sobre mi renuncia del mando de las tropas que me ha confiado.» «El 5 de junio -dice después-, hice presente a V.E. que siendo la caballería el arma principal que debía obrar sobre el enemigo en caso de invasión, creía de absoluta necesidad el ponerme a la cabeza de mi regimiento, tanto por mis conocimientos en esta arma como por la opinión que debo merecer de un cuerpo que he creado y he formado. Así es que, si V.E. quiere esperar ventajas de la caballería, es indispensable el que me ponga al frente de ella y, de consiguiente, la imposibilidad del mando general de las fuerzas y atenciones de la capital. En este supuesto, ruego a V.E. encarecidamente me exonere del mando general de las tropas de la capital para, por este medio, desempeñar mejor mis deberes en beneficio del país

San Martín concluye su renuncia diciendo: «Yo ofrezco a V.E. que con sólo el cargo de mi regimiento podré dar un día feliz a la patria, y yo espero que V.E. no negará una solicitud que no tiene más objeto que el bien de los habitantes de estas provincias». [2]

A no dudarlo, cuando San Martín tomaba esta resolución, era porque a su ojo perspicaz y certero no se le escapaba la gravedad del momento y porque, si la Revolución debía triunfar, esto no lo lograría sirviendo ella de asidero a pasioncillas e intrigas, sino encarando el drama con la conciencia y sanidad que la causa exigía.

El año 1813 se había iniciado auspiciosamente: ya dos victorias, la de él en San Lorenzo y la de Belgrano en Salta -obtenida ésta el 20 de febrero- habían servido para retemplar y dar expansión a la patria. Pero no bastaba vencer en este o en aquel momento. Era necesario vencer una vez por todas y para esto se imponía la creación de un verdadero ejército ajeno en un todo a lo político, austero en su valor, como espartano en su disciplina. Para realizar tamaña empresa no había en el país más que un hombre, y ese hombre era San Martín. Si esto no lo comprendían, o pretendían no comprenderlo los que se habían inclinado hacia la corriente alvearista, había hombres de sentimientos puros e Íntegros como Belgrano, y los que, como éste, si se habían volcado en la Revolución, no era para convertirla en feudo de sus ambiciones, sino en piedra angular de la nueva patria.

Desde la llegada de San Martín al Plata, Belgrano se interesó por conocerlo y por ponerse en contacto con él. Ignoramos cuál fue el punto de partida de esta gran amistad, pero es muy seguro que ella la determinó el deseo que tenía Belgrano de perfeccionarse en la ciencia militar acudiendo a las luces de un maestro tan preclaro como San Martín. Se encontraba Belgrano en Lagunillas, cuando, al dirigirse a San Martín con fecha 25 de septiembre de 1813, le dice: «¡Ay! mi amigo. Y ¿qué concepto se ha formado usted de mí? Por casualidad o, mejor diré, porque Dios ha querido, me hallo de General, sin saber en qué esfera estoy. No ha sido ésta mi carrera y ahora tengo que estudiar para medio desempeñarme, y cada día veo más y más las dificultades de cumplir con esta terrible obligación.»

Al parecer, entre San Martín y Belgrano se habían cambiado ya algunas cartas, y el primero le había aconsejado el uso de la lanza como arma eficaz y necesaria para el combate. Belgrano intentó seguir su consejo, y para imponerla a su ejército, decidió un día ensayarla armando con ella un grupo de sus soldados y presentándose así al enemigo. Con todo, sus subordinados no se apasionaron por ella, y Belgrano tuvo que escribirle a San Martín: «Aun así, no he podido convencerlos de su utilidad; conozco a nuestros paisanos; sólo gustan del arma de fuego y la espada; sin embargo, saliendo de esta acción, he de promover, sea del modo que fuese, un cuerpo de lanceros y adoptaré el modelo que usted me remita

Por ese tiempo habíale remitido San Martín un cuaderno de apuntes, y Belgrano estaba a la espera de otro complemento de aquellas instrucciones. No habiéndolo recibido, o creyéndolo traspapelado, le dice a San Martín lo mucho que esto lo apena, y luego escribe: «La abeja que pica en buenas flores proporciona una rica miel. Ojalá que nuestros paisanos se dedicasen a otro tanto y nos dieran un producto tan excelente como el que me prometo del trabajo de usted por el principio que di en el correo anterior relativo a la caballería. Me llenó y se lo pasé a Díaz Vélez para que lo leyera.» Belgrano concluye: «Crea usted que jamás me quitará el tiempo y que me complaceré con su correspondencia, si gusta honrarme con ella, y darme alguno de sus conocimientos para que pueda ser útil a la patria, que es todo mi conato, retribuyéndole la paz y tranquilidad que tanto necesitamos». [3]

Esta carta estaba escrita, como se ve, el 25 de septiembre, y el 1 de octubre Belgrano era derrotado por Pezuela en Vilcapugio. El 14 de noviembre, otra derrota -la de Ayohuma- caía de nuevo como otra fatalidad sobre el ejército de la patria, y Belgrano se veía obligado a abandonar el Alto Perú y a contramarchar hasta Jujuy al frente de ochocientos hombres, único resto de aquel ejército con que había vencido a Tristán en las batallas de Tucumán y Salta. El avance victorioso que se había iniciado después de esta batalla malogróse del todo. La propaganda revolucionaria, que con Belgrano ya sea había hecho sentir en las provincias del Bajo Perú, sufrió un serio quebranto, y aquella Lima famosa, en la cual Belgrano había clavado su mirada cuando inició tan auspiciosamente esta campaña, perdióse como esperanza y término que ella era, para los ejércitos de la Revolución. No está en el hombre ni el adelantar ni el retardar los acontecimientos. Lima se daría la mano con Buenos Aires; el Plata y el Pacífico se vincularían con parábola victoriosa. Pero esto no bajo la égida de un General abnegado, pero improvisado, sino bajo el comando del Capitán aquél destinado por la Providencia para destacarse en el sur del Continente como el Genio de la guerra.

Belgrano, que sabía que el infortunio es un contratiempo, pero no una deshonra, volvió sus ojos hacia San Martín, y desde Humahuaca, con fecha 8 de diciembre, escribióle: «No siempre puede uno lo que quiere, ni con las mejores medidas alcanza lo que desea. He sido completamente batido en las pampas de Ayohuma, cuando más creía conseguir la victoria; pero hay constancia y fortaleza para sobrellevar los contrastes y nada me arredrará para servir, aunque sea en la clase de soldado, para la libertad e independencia de la patria.»

Belgrano ya estaba informado por ese entonces de la llegada de nuevos refuerzos que se le habían prometido. Esperaba soldados y jefes, y abordando este punto, le dice textualmente: «Si yo permaneciese con el mando, no dude usted que atenderé al Capitán y demás tropas de su cuerpo que viniese. Lo pedí a usted desde Tucumán; no quisieron enviármelo. Algún día sentirán esta negativa: En las revoluciones y en las que no lo son, el miedo sólo sirve para perderlo todo.» «He celebrado -agrega-, que venga el Coronel Alvear, y más ahora que usted me confirma la noticia que tengo de sus buenas cualidades. Mucha falta me han hecho los buenos jefes de división, porque el General no puede estar en todas partes. Uno de ellos faltó a una orden mía y he ahí el origen de la pérdida de la última acción que, vuelvo a decir, ha sido terrible y nos ha puesto en circunstancias muy críticas.» Belgrano concluye con esta declaración: «Somos todos oficiales nuevos con los resabios de la fatalidad española, y todo se encuentra menos la aplicación y contracción para saberse desempeñar. Pueda que estos golpes nos hagan abrir los ojos y viendo los peligros más de cerca, tratemos de otros esfuerzos que son dados a los hombres que pueden y deben llamarse tales». [4]

Apenas se supieron en Buenos Aires los descalabros sufridos por Belgrano con el ejército de su mando, se intentó substituirlo por otro jefe, y don Nicolás Rodríguez Peña, en nombre del Triunvirato, dirigióse a San Martín para que aceptase este nuevo destino. No conocemos el primer oficio que se le dirigió con tal motivo, pero sabemos que San Martín puso sus reparos y que para vencer sus repugnancias, el triunviro citado, con fecha 27 de diciembre de 1813, le escribió en estos términos: «No estoy por la opinión que usted manifiesta en su carta del 22 en orden al disgusto que ocasionará en el esqueleto del Ejército del Perú su nombramiento de Mayor General. Tenemas el mayor disgusto por el empeño de usted en no tomar el mando en jefe, y crea que nos compromete mucho la conservación de Belgrano. Él ha perdido hasta la cabeza y en sus últimas comunicaciones, ataca de un modo atroz a todos sus subalternos, inclusive a Díaz Vélez, de quien dice que para cuidar de la recomposición de armas será bastante activo, y a eso lo ha destinado».

Cuando estas líneas llegaban a manos de San Martín, éste ya estaba en poder de otros oficios en que se le designaba jefe de la División Auxiliar del Perú, y se le daban a conocer las instrucciones para ponerse en marcha. «Consecuente a los desgraciados sucesos de nuestras armas en el Perú -se le decía en el primero de estos documentos con fecha 3 de diciembre-, se ha resuelto en acuerdo de hoy, nombrar a V.S. jefe de la expedición que debe marchar en auxilio para aquellas provincias, y se compone del primer batallón N.º 7; cien artilleros y doscientos cincuenta granaderos del regimiento a su cargo, debiendo V.S. tomar el mando de estas fuerzas desde el día de la fecha.» Concluye este documento diciendo: «el gobierno espera del celo y actividad de V.S., que tomará las más eficaces medidas para el cumplimiento de tan importante resolución». En oficio aparte se le daban las instrucciones siguientes: «La Expedición Auxiliar del Estado del Perú, que se ha confiado al cargo de V.S., debe empezar la marcha dentro del preciso término de seis días en esta forma: Los artilleros y los granaderos, con las carretillas de municiones y artillería, saldrán en piquetes de a cincuenta hombres por la posta, bajo cuyo concepto se han aprontado los auxilios de caballos y víveres, según se le ha prevenido al administrador de correos; y los infantes se conducirán en carretas». [5]

Varios días más tarde, el 16 de diciembre, el Supremo Poder Ejecutivo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, refrendaba este decreto: «Por cuanto, atendiendo a los distinguidos servicios, adhesión decidida al sistema de libertad, talentos militares, valor acreditado y aptitud conocida del Coronel del regimiento de Granaderos a Caballo, don José de San Martín, ha venido en conferirle el empleo de Mayor General del Ejército Auxiliar del Perú, que servía en comisión el de igual clase del de caballería de línea don Eustaquio Díaz Vélez, concediéndole las gracias, distinciones y prerrogativas que por este título le corresponden». [6]

Pero, antes de proseguir adelante, abramos un paréntesis y tratemos de esclarecer, en la medida de lo posible, un punto en que la ausencia de los documentos nos impide contemplarlo bajo la luz meridiana.

Por carta de Belgrano a San Martín -carta que acabamos de transmitir- sabemos que en septiembre, o acaso antes, de 1813, se tenía resuelto por el Gobierno el envío del Coronel don Carlos M. de Alvear al Ejército del Alto Perú. San Martín se lo había confirmado a su vez, y al hacerlo, no se había contentado con transmitirle la noticia, sino que, al parecer, había ponderado aún sus cualidades. Pero poco tiempo después, Alvear ya no va al Alto Perú, y para auxiliar a Belgrano, el Gobierno se fija y elige a San Martín. Como ya se ha visto, éste estaba dispuesto a auxiliar a Belgrano con sus luces y aun con el envío de una parte de sus granaderos. Mas por razones que expuso a su hora se resistió a aceptar el comando que le ofrecía el Gobierno y que venía a recaer en él después de haber renunciado el que hasta entonces había ejercido sobre las fuerzas de la capital. Queriendo, como quería San Martín a Belgrano, es más que fundado el opinar que ésta, su renuncia, obedecía primeramente a una razón de deferencia por aquel jefe, y, en segundo lugar, a que San Martín no quería en modo alguno lesionarlo. Por otra parte, sabía él que alejándose de la capital, se alejaba del centro revolucionario por excelencia, y dejaba a Alvear un campo libre, y, por lo tanto, con pocos o con ningún obstáculo para que éste maniobrase a su complacencia. Alvear había solicitado y aun había sido designado para dirigirse al Perú y ponerse a las órdenes de Belgrano; pero luego cambió de propósito, y buscando lauros más próximos y fáciles de conquistar, apartó sus ojos de allí y los clavó en Montevideo, cuya plaza lo atraía fuertemente, como lo veremos.

Todo esto, a no dudarlo, lo sabía San Martín, y este conjunto de combinaciones y de intrigas más o menos secretas le hicieron vacilar en aquel momento, y concluyó por oponer a su Gobierno aquella resistencia que luego quebrantó él mismo en interés de la patria y de su disciplina. Aparentemente, la victoria pertenecía en este caso a su rival; pero como sabía San Martín que para definir una supremacía no basta ni la opulencia ni la ambición, solas o reunidas, dejó que este Alcibíades de la nueva democracia llenase su anhelo y se vanagloriase aún de su triunfo. En definitiva, éste no podía ser sino efímero. Era la espada y no la intriga la fuerza llamada a resolver los destinos de la Revolución, y sabía San Martín que a la suya y no a la de Alvear era a la que incumbía tamaña misión.

Fue así como se desató ese nudo gordiano, apretado en la propia logia que fundara San Martín, y en la cual entrara como primer colaborador, éste, su joven y desenvuelto rival. Un año más y Alvear, que, al decir de Paso, era en ese entonces «el favorito del Gobierno», no lo sería de la opinión y caería de su pináculo barrido por las disciplinas dinámicas de la patria que desconfiaba de su sinceridad.

Volviendo, pues, a San Martín, diremos que la sola noticia de su partida fue para Belgrano un motivo de regocijo: «No sé decir a usted -le escribía con fecha 17 de diciembre, desde Humahuaca-, cuánto me alegro de la disposición del Gobierno para que venga de jefe. Vuele usted si es posible. La patria necesita que se hagan esfuerzos singulares, y no dudo que usted los ejecute según mis deseos para que yo pueda respirar con alguna confianza y salir de los graves cuidados que me agitan incesantemente. Crea usted que no tendré satisfacción mayor que el día que logre tener la de estrecharle entre mis brazos y hacerle ver lo que aprecio el mérito y la honradez de los buenos patriotas como usted.» Y pocos días más tarde: «Crea usted que he tenido una verdadera satisfacción con la suya del 6 de este mes que ayer recibí, y que mi corazón toma un nuevo aliento cada instante que pienso que usted se me acerca, porque estoy firmemente persuadido de que, con usted, se salvará la patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto.» «Soy solo –le escribe después-, esto es hablar con claridad y confianza; no tengo ni he tenido quien me ayude y he andado por los países en que he hecho la guerra como un descubridor; pero no acompañado de hombres que tengan iguales sentimientos a los míos, de sacrificarse antes que sucumbir a la tiranía. Se agrega a esto la falta de conocimiento y práctica militar, como usted lo verá, y una soberbia consiguiente a su ignorancia con la que todavía nos han causado mayores males que con la misma cobardía. En fin, mi amigo, espero en usted un compañero que me ilumine, que me ayude, y que conozca en mí la sencillez de mi trato y la pureza de mis intenciones, que Dios sabe no se dirigen ni se han dirigido más que al bien general de la patria y sacar a nuestros paisanos de la esclavitud en que viven

Pasa luego a confesarle su contento por los auxilios que le lleva San Martín, y particularmente por saber que entre éstos se encuentran dos escuadrones de su regimiento, que, según el propio Belgrano, «podrán ser el modelo para todos los demás en disciplina y subordinación». «No estoy así contento –le agrega-, con la tropa de libertos; los negros y mulatos son una canalla que tiene tanto de cobarde como de sanguinaria, y en las cinco acciones que he tenido, han sido los primeros en desordenar la línea y buscar murallas de carne. Sólo me consuela saber que vienen oficiales blancos, o lo que llamamos españoles, con los cuales acaso hagan algo de provecho

Pasa luego a puntualizarle una serie de pormenores. Dícele que los enemigos se encuentran entre Tupiza y Suipacha; que por lo que a él se refiere tratará de engañar a los realistas figurando una defensa para la cual, en realidad, carece él de elementos, pero que procediendo así, podrá obligar al enemigo a que se desprenda de las fuerzas que tiene en Cochabamba. En el sentir de Belgrano «esta provincia se conserva por nosotros hasta el extremo, lo mismo que Santa Cruz, la de Chayanta y parte de La Paz». «En fin, concluye Belgrano, hablaría más con usted si el tiempo me lo permitiera. Empéñese usted en volar, si le es posible, con el auxilio y en venir a ser no sólo amigo, sino maestro mío, mi compañero y mi jefe si quiere; persuádase que le hablo con mi corazón como lo comprobaré con la experiencia constante». [7]

Un día después, 26 de diciembre, Belgrano hacía pública ante el ejército la próxima llegada de San Martín. «Sepan las tropas, declara en la orden del día, que viene un ejército en auxilio nuestro, de Buenos Aires, sin contar con los grandes auxilios que vienen de los pueblos, todos al mando del señor Coronel de Granaderos don José de San Martín». [8]

A fines de diciembre de 1813 San Martín volvía a abandonar a Buenos Aires como lo había abandonado a principios de ese año para ir a batirse en San Lorenzo y al frente de las tropas de su mando, dirigióse rumbo al Norte en donde lo esperaba Belgrano con impaciencia. [9]

Ignoramos cuál fue su itinerario y cuáles las etapas que realizó en su camino. Lo que sabemos es que Belgrano lo seguía con el corazón y con el pensamiento y que sabiéndolo ya en viaje, escribióle con fecha 2 de enero: «Le contemplo a usted en los trabajos de la marcha, viendo la miseria de nuestros países y las dificultades que presentan con sus distancias, despoblación y, por consiguiente, falta de recursos para operar con la celeridad que se necesita. Deseo mucho hablar con usted, de silla a silla para que tomemos las medidas más acertadas, y formando nuestros planes, los sigamos, sean cuales fuesen los obstáculos que se nos presenten, pues sin tratar con usted, a nada me decido. Que venga usted feliz a mis brazos -concluye Belgrano- son los votos que dirijo al Cielo». [10]

En ese preciso momento, como se ve, un jefe retrocedía mientras el otro avanzaba. Era aquél un General sin reproches, lleno de las mejores intenciones, pero infortunado. Era éste el futuro libertador del Continente, como el vencido de Ayohuma sin engaños y sin doblez en sus propósitos, hombre de guerra y soldado por naturaleza. Para Belgrano la tabla de salvación era San Martín y esto hasta tal punto que, a pesar de sentirse abatido por la fiebre, no se detiene en su marcha y apresúrala para encontrarse con él a la mayor brevedad. El 17 de diciembre, Belgrano llega a las márgenes del río Juramento, e informado de que San Martín se encuentra en sus vecindades, le escribe este billete: «Voy a pasar el río del Juramento, y respecto a hallarse V.S. con la tropa tan inmediato, sírvase esperarme con ella

Según la tradición, el encuentro de San Martín con Belgrano tuvo lugar en Yatasto, la misma localidad en que se encontrara Pueyrredón con Belgrano cuando éste, por orden de su Gobierno, se trasladó al Norte para hacerse cargo de los restos del ejército derrotado en Huaquí. Cuando San Martín se entrevistó con Belgrano, ya le había precedido en su marcha un escuadrón de su regimiento de Granaderos. Éste tenía la consigna de proteger al ejército en su retirada y fue en Salta donde este primer auxilio se incorporó al ejército derrotado. Recordando ese momento, nos dice el General Paz en sus Memorias: «Llegamos a Salta y la ocupamos hasta el mismo día que entró en ella el enemigo, mediando también acaloradas guerrillas, a la vista de la ciudad, en las lomas de San Lorenzo. Ya se nos había reunido un escuadrón de Granaderos a Caballo del regimiento que había formado el entonces Coronel don José de San Martín; no tuvo ocasión de cargar, ni aun de entrar en lo arduo de un combate; pero debo decir que me agradó el continente de aquellos soldados, cuyos oficiales, sin embargo, eran muy novicios. Un Capitán chileno, Ríos, lo mandaba, quien más tarde fue acusado de cobardía en esa misma guerrilla de San Lorenzo a un tribunal secreto del regimiento, sin que yo pueda juzgar de la justicia de la acusación». [11]

El 29 de enero, Belgrano daba a conocer a San Martín en la orden del día como a General en Jefe del ejército y dos días después oficiaba en los siguientes términos a su Gobierno: «Al instante que tuve la satisfacción de leer el oficio de V.E. fecha 18 del corriente, por el cual se ha dignado avisarme haber conferido el mando de General en Jefe al Coronel de Granaderos a Caballo don José de San Martín, permaneciendo yo a sus órdenes, a la cabeza del regimiento N.º 1; le di a reconocer en la orden del día y, en consecuencia, fui a rendirle los respetos debidos a su carácter. Doy a V.E. mis más expresivas gracias por el favor y honor que me ha dispensado accediendo a mi solicitud; y créame que si cabe el redoblar mis esfuerzos por el servicio de la patria, lo ejecutaré con el mayor empeño y anhelo, para dar nuevas pruebas de mi constancia en seguir el camino que me propuse desde que me decidí a trabajar por la libertad e independencia de América

El documento de la referencia demuestra que la substitución de Belgrano no fue obra de San Martín y que la solicitó a su hora el propio interesado. A pesar de saberlo así, San Martín se resistió cuanto pudo a esta substitución y todavía en viaje, insistió para que esto no sucediese. A fin de poner un término a sus escrúpulos y aun a su resistencia, Posadas escribióle con fecha 10 de enero de 1814: «Como ya lo hago a usted descansando de las molestias del viaje, me he resuelto escribirle para rogarle encarecidamente que tenga a bien recibirse del mando de ese ejército que indispensablemente le ha de confiar el Gobierno. Fuera política y vamos al grano. Excelente será el desgraciado Belgrano; será igualmente acreedor a la gratitud eterna de sus compatriotas; pero sobre todo entra en nuestros intereses y lo exige el bien del país que, por ahora, cargue usted con esa cruz. No hay una comunicación por esos pueblos que no se empeñe por semejante medida y hasta el mismo Belgrano la adopta». [12]

La primera providencia de San Martín, al ponerse al frente de aquel ejército, fue la de proclamarlo, y lo hizo en la forma siguiente: «Hijos valientes de la patria: el Supremo Gobierno acaba de confiarme el mando en jefe del ejército; él se digna imponer sobre mis hombros el peso augusto, pero delicado, de su defensa.

»Soldados: confianza, subordinación y valor. Yo, al admirar vuestros esfuerzos, quiero acompañaros en los trabajos para tener parte en las glorias. Yo voy a hacer cuanto esté a mis alcances para que os sean menos sensibles los males.

»Vencedores en Tupiza, Piedras, Tucumán y Salta, renovemos tan dulces, tan heroicos días. ¿La patria no está en peligro inminente de sucumbir? Vamos, pues, soldados, a salvarla». [13]

Esta proclama salía de la pluma de San Martín el 30 de enero, y el 31 principió a reglamentar la vida de su ejército. El pago de éste debía verificarse todos los sábados por intermedio del Capitán o comandante de cada compañía. Dispuso que la orden del día se leyese indispensablemente a la tropa por el oficial de semana a la lista de la tarde y que al día siguiente, todos los oficiales del ejército se presentasen a su casa después de oraciones. «Todo individuo del ejército -dice San Martín- que tenga que hablarme, lo podrá hacer de nueve a once».

San Martín nombró ayudante de campo suyo al Capitán de caballería don Gregorio Aráoz de Lamadrid, y dispuso que el cuerpo de Granaderos a Caballo acampase en los Lules y que su cuartel fuese ocupado por el batallón N.º 7.

Desde su llegada a Tucumán interesóse San Martín en la construcción de un recinto fortificado. Eligió para esto el campo conocido con el nombre de Ciudadela y fueron sus propios soldados los que dieron cima a esta obra. «No puedo discernir hasta ahora, escribe el General José María Paz, el verdadero objeto que tuvo el General San Martín en mandar construir una fortaleza, que estando contigua a la ciudad de Tucumán, se llamó La Ciudadela. El terreno es perfectamente llano y en él se trazó un pentágono regular con sus correspondientes bastiones y de dimensiones proporcionadas. La obra no debía ser costosa, pues trabajaba la tropa y muchos de los materiales se traían gratis por requisiciones que hacía el Gobierno.» «Después de meditar sobre esto -agrega Paz- me inclino a creer que el pensamiento del General fue prepararse para una invasión que podía intentar el enemigo, en cuyo caso, suponiendo que se hubiese concluido la obra de fortificación, la hubiera guarnecido con una parte del ejército, sirviéndole también de depósito para una parte de sus parques y hospitales, mientras con la otra, apoyaba a las milicias para las guerras de partidas que había principiado con suceso y para las que se manifestaban admirablemente dispuestas». [14]

En una de sus órdenes decía San Martín: «Todos los oficiales que no tienen compañía deben concurrir a la trinchera diariamente para ser empleados». Dispone que los oficiales que posean conocimientos de matemáticas se hallen el día 9 de febrero en el Campo de la Victoria y que asesoren con sus luces «a los trabajadores del retrincheramiento que se está construyendo».

En el orden de la disciplina se demostró de una inflexibilidad absoluta. Supo un día que un Alférez de caballería se durmió y no se presentó a los trabajos reglamentarios a su hora; que cuando llegaba la tropa lo hacía con desorden; que otro oficial del mismo cuerpo, Carlos Amézaga, había incurrido en igual delito y que el abanderado de Cazadores don Gregorio Guillén no había cumplido las órdenes recibidas para tener pronto su piquete. Pues bien, cuando se cercioró de que todo esto era verdad, aplicó su correctivo y lo hizo en la siguiente forma: «Hechos tan escandalosos no deben quedar impunes, ni puedo permitir el que por descuido de estos oficiales, sean confundidos los restantes del cuerpo que con satisfacción mía dan cumplimiento lleno a sus deberes. Por tanto, mando sean suspendidos de sus empleos el Alférez de caballería de línea don Pedro Bedoya y el abanderado de Cazadores don Gregorio Guillén, mientras consulto al Gobierno para que sean separados del servicio, y que el Alférez Carlos Amézaga sea arrestado por el término de un mes, apercibiéndole para que cumpla con exactitud sus órdenes

Pero nada en este sentido revela tanto el temple de su carácter como su conducta para con Dorrego. Este era un oficial benemérito, pero se rebeló un día contra el respeto jerárquico y esto le mereció, por parte de San Martín, un severo castigo.

Como se sabe, San Martín reunía a los oficiales en su propia casa y allí les dictaba sus instrucciones académicas. Tratábase una vez de la manera de uniformar las voces de mando, y respondiendo a la pauta y tono fijado por San Martín, Belgrano, que figuraba a la cabeza de estos oficiales superiores, lanzó la suya. Dorrego, que era chacotón y travieso, no pudo contener la risa y lanzóse en una explosión de hilaridad. Esto chocó fuertemente a San Martín y viendo en ello una burla que él no podía tolerar, empuñando en su mano un candelero de bronce que tenía a su alcance dio con él un fuerte golpe sobre la mesa y le dijo por dos veces a Dorrego: «¡Señor Coronel: hemos venido aquí a uniformar las voces de mando!» De más está decir el resultado que produjo a Dorrego esta observación. En el acto dejó de reír y sin otro incidente pudo continuar San Martín su instrucción. Pocas horas más tarde, Dorrego abandonaba a Tucumán y pasaba a Santiago del Estero para cumplir allí, por orden de San Martín, su punición.

En el castigo corporal, sin dejar de ser humanitario, fue tan severo como lo era en el castigo moral. Como eran repetidas las quejas que le llegaban por los insultos cometidos por la tropa a extramuros del cuartel, dispuso que todo cabo o soldado que se encontrase en distancia de tres cuadras fuera de él sin el permiso escrito de sus jefes, fuese castigado con cincuenta palos; con la misma pena debía ser castigado todo soldado y cabo del ejército que sin el correspondiente pase de su Capitán fuese encontrado a caballo por las calles de la ciudad. Pero al mismo tiempo que prescribía el castigo lo regulaba, y el 24 de marzo dispuso, al respecto, lo siguiente: «Por pretexto alguno se castigará a la tropa con azotes y sólo se usará de los palos y para el efecto se usará de varas muy delgadas y que no tengan nudos, debiendo ser reconocidas antes de verificar el castigo». [15]

A todos los negros y pardos que existían en el ejército resolvió agruparlos y alinearlos en un batallón. Sabía por Belgrano que era esta gente maleante, de instintos sanguinarios y rebeldes a la disciplina. San Martín, que era un eximio instructor por naturaleza, propúsose utilizar lo que en esta clase de combatientes había de nuevo y con este fin dispuso el día 10 de marzo que todos ellos, conducidos por un abanderado, le fuesen entregados al comandante del batallón N.º 7, que lo era en ese entonces don Toribio Luzuriaga. Bajo la férula de San Martín los negros entraron por el buen camino y llegaron a ser eximios soldados en la guerra de la Independencia.

Los lunes reservólos San Martín para la revista general de armas. En verano ésta debía tener lugar a las cinco de la tarde y en invierno a las cuatro. «Nada prueba tanto la disciplina, decía a este propósito San Martín, como el cumplimiento de las órdenes que se comunican

El 25 de febrero dispuso la apertura de un curso de artillería y de geometría. Designó para dictarlo al Teniente Coronel don Enrique Paillardelle y dispuso que los oficiales del ejército que quisiesen aprender las matemáticas «sin perjuicio de sus obligaciones» le presentaran una noticia con sus nombres, empleos y cuerpos. «Todos los señores oficiales del ejército -escribe San Martín- deberán tener copiados en esta semana los cuadernos de instrucción que se han dado a los jefes, para presentármerlos en la academia práctica y teórica que conmigo van a principiar.» Esta academia estuvo en función hasta el 22 de abril, inauguróla San Martín el 23 de marzo y en esta última fecha, declaró: «Desde esta noche se suspenden las conferencias con los señores jefes en mi casa y darán principio las de sus respectivos oficiales. En ellas no solamente se tratará de la maniobra de campaña y batallón, sino también el de saber dar un parte de las ocurrencias de una avanzada; el de un reconocimiento; calcular la fuerza del enemigo que se le presente o reconoce; situar un puesto y sus centinelas con relación al objeto de que está encargado y avenidas que tiene que cubrir. Saber hacer una lista de revista; un ajuste de soldados, enseñando a conservar su armamento y hacerle tomar cariño a su fusil. En conclusión, todo lo que pueda contribuir a hacer oficiales llenos de instrucción». [16]

En sus reminiscencias sobre este ejército, recuerda el General Paz que, además de dos escuadrones de Granaderos a Caballo que llevó consigo San Martín, sirvió de plantel a las nuevas fuerzas el batallón N.º 7, en el que San Martín volcó los negros, y que estaba al mando de Luzuriaga. «Venían instruidos –dice Paz- en la táctica moderna; de modo que eran los cuerpos que servían de modelo en las dos armas». [17]

Cuando San Martín salió de Buenos Aires para ponerse al frente del ejército de Belgrano, existía ya nombrada una comisión encargada de enjuiciar a este jefe benemérito por las derrotas sufridas en Vilcapugio y Ayohuna. «Siendo sumamente importante -dice el decreto lanzado en ese entonces- el averiguar los motivos de las desgracias sucedidas al ejército destinado a las provincias interiores en sus dos últimas acciones, al mando del General Belgrano, ha acordado el gobierno dar a V.E. -la comisión la componían el doctor Ugarteche, Álvarez Jonte y Justo José Núñez- la comisión bastante, como le confiere por la presente orden, para que sin pérdida de tiempo proceda a realizar la averiguación competente sobre las referidas desgracias, analizando por todos medios la conducta de los jefes que dirigieron las dichas acciones, qué disposiciones tomaron para conseguir su buen éxito y qué causas hayan influido en su mal resultado.»

El proceso caracterizóse por una extrema lentitud, y a fin de acelerarlo, el gobierno de Buenos Aires, con fecha 5 de febrero, dióle orden a Belgrano para que abandonase Tucumán, entregase el comando de su regimiento al oficial más antiguo y se trasladase a Córdoba.

¿Qué actitud observó San Martín en estas circunstancias? Conociendo, por una parte, la inocencia de Belgrano [18], y sabiendo, por otra, que su colaboración era insubstituible por la de ningún otro jefe, se opuso a la partida de Belgrano y la resistió elevando al Gobierno un alegato. «He creído de mi deber -escribe San Martín, con fecha 13 de febrero de 1814-, imponer a V.E. que de ninguna manera es conveniente la separación del General Belgrano de este ejército; en primer lugar, porque no encuentro un oficial de bastante suficiencia y actividad que le subrogue en el mando de su regimiento; ni quien me ayude a desempeñar las diferentes atenciones que me rodean con el orden que deseo instruir la oficialidad, que, además de ignorante y presuntuosa, se niega a todo lo que es aprender y es necesario estar constantemente sobre ellos para que se instruyan, al menos de algo que es absolutamente indispensable que sepan.» Después añade: «Me hallo en unos países cuyas gentes, costumbres y relaciones me son absolutamente desconocidas y cuya topografía ignoro; y siendo estos conocimientos de absoluta necesidad, sólo el General Belgrano puede suplir esta falta, instruyéndome y dándome las noticias necesarias de que carezco -como lo ha hecho hasta aquí-, para arreglar mis disposiciones, pues de todos los demás oficiales de graduación que hay en el ejército, no encuentro otro de quien hacer confianza, ya porque carecen de aquel juicio y detención que son necesarios en tales casos, ya porque no han tenido los motivos que él para tener unos conocimientos tan extensos e individuales como los que él posee. Su buena opinión entre los principales vecinos emigrados del interior y habitantes del pueblo es grande; que a pesar de los contrastes que han sufrido nuestras armas a sus órdenes, lo consideran como hombre útil y necesario en el ejército, porque saben su contracción y empeño y conocen sus talentos y su conducta irreprensible. Están convencidos prácticamente que el mejor General nada vale si no tiene conocimientos del país donde ha de hacer la guerra, y considerando la falta que debe hacerme, su separación del ejército les causará un disgusto y desaliento muy notables y será de funestas consecuencias para los progresos de nuestras armas. No son éstos unos temores vagos, sino temores de que hay ya alguna experiencia, pues sólo el recelo de que a su separación del mando del ejército se seguiría la orden para que bajara a la capital, ha tenido y tiene en suspensión, y como amortiguados, los espíritus de los emigrados de más influjo y séquito en el interior, y de muchos vecinos de esta ciudad, que desfallecerán del todo si llegan a verlo realizado. En obsequio de la salvación del Estado, dígnese V.E. conservar en este ejército al Brigadier Belgrano». [19]

Difícilmente podía haberse presentado en aquel entonces, en pro de Belgrano un petitorio más justo y más bien fundado. Sin embargo, la intervención de San Martín no prosperó, y su digno colaborador tuvo que abandonar Tucumán, cumpliendo las órdenes perentorias de su Gobierno, para trasladarse a Córdoba y luego a Buenos Aires, en donde, como era de esperar, fue sobreseída su causa.

El propio Gobierno extremó su nota de severidad con San Martín, y en oficio escrito el 2 de marzo, y contestando a la carta que en pro de Belgrano le escribiera aquél el 13 de febrero, se le dice «que en lo sucesivo no se demore el cumplimiento de las órdenes que emanan de este Gobierno, como ha sucedido en la que da mérito a esta contestación». [20]

«La separación del mando en jefe del General Belgrano -dice Paz-, fue un mal que ha pagado muy caro la República; no porque el General San Martín no fuese digno de reemplazarlo, y con ventaja, si se atiende a sus superiores conocimientos militares, sino porque habiéndose éste separado también a los pocos meses, dejó un vacío inmenso que no pudo llenar el General Rondeau. Si el General Belgrano hubiese continuado, o si hubiese vuelto a reemplazar al General San Martín, es seguro que nuestras armas no hubieran sufrido reveses vergonzosos y nuestros ejércitos no se hubiesen desquiciado, dejando en el Alto Perú el recuerdo de escándalos numerosos y acabando con el crédito que habíamos adquirido». [21]

Pero la adversidad es la piedra de toque de las almas selectas. No las tenía más grandes la patria en aquella hora, y San Martín y Belgrano, en tres meses de contacto, sellaron la alianza épica y la alianza moral más ejemplar que tuvo nuestra Revolución. Unidos, como separados, comulgaron en un común propósito, y el paralelismo que los unía era la libertad y la patria. En el concepto de Belgrano, San Martín valía por todo un ejército, y muerto aun, podía hablar todavía como el Cid. A su vez, San Martín opinaba de éste diciendo que podía carecer de la ciencia de un Moreau o de un Bonaparte, pero que, a pesar de esta deficiencia, «era lo mejor que se tenía en América». Fue ésta una amistad modelo, una amistad que no quedó librada al vaivén de las disputas y que hubiera sido aún más ventajosa a la patria de haber podido actuar, uno y otro, vale decir, San Martín y Belgrano, en el mismo plano y en el mismo sitio épico que duró la Revolución.

La verdadera amistad, sin embargo, no ciega, y así como es aliciente y apoyo, es luz y consejo. San Martín era un genio; pero no conocía a fondo ciertas idiosincrasias de la multitud como las conocía Belgrano, y cuando éste lo creyó oportuno, basado primero en la superioridad de sus años -San Martín había nacido en 1777 y Belgrano en 1770-, y luego en aquel conocimiento cabal de los pueblos en que se hacía la guerra, le puso reparos a algunas de sus disposiciones y principalmente a aquella relativa a los duelos. [22]

Cuando esto sucedía, Belgrano ya se había alejado de su lado y se encontraba en la ciudad de Santiago del Estero en vísperas de trasladarse a Córdoba, que era la de su confinamiento. Estando allí, oyó contra esta disposición de San Martín los primeros rumores, y fue tan leal para con el jefe ausente, que en lugar de confirmarlos, los desautorizó con admirable prudencia. «Me lo han preguntado varios vecinos -le escribe a San Martín- asombrados, y a todos he contestado que lo ignoro y aun disuadiéndoles.» Entra luego en materia y le puntualiza a San Martín las observaciones que le dictan su fe patriótica y sus creencias. Textualmente le dice: «Son muy respetables las preocupaciones de los pueblos y mucho más aquellas que se apoyan, por poco que sea, en cosa que huela a religión. Creo muy bien que usted tendrá esto presente y que arbitrará el medio que no cunda esa disposición, y particularmente que no llegue a noticia de los pueblos del interior. La guerra allí no sólo la ha de hacer usted con las armas, sino con la opinión, afianzándose siempre ésta en las virtudes naturales, cristianas y religiosas; pues los enemigos nos la han hecho llamándonos herejes, y sólo por este medio han atraído las gentes bárbaras a las armas, manifestándoles que atacábamos la religión

»Acaso se reirá alguno de éste mi pensamiento; pero usted no debe llevarse de opiniones exóticas, ni de hombres que no conocen el país que pisan; además, por este medio conseguirá usted tener el ejército bien subordinado, pues él, en fin, se compone de hombres educados en la religión católica que profesamos y sus máximas no pueden ser más a propósito para el orden

»Estoy cierto de que en los pueblos del Perú la religión la reducen a exterioridades todas las clases, hablo en lo general; pero son tan celosos de éstas, que no cabe más; le aseguro a usted que se vería en muchos trabajos si notasen lo más mínimo en el ejército de su mando que se opusiese a ella y a las excomuniones de las paces

»He dicho a usted lo bastante -continúa Belgrano--; quisiera hablarle más, pero temo quitar a usted su precioso tiempo y mis males tampoco me dejan; añadiré únicamente que conserve la bandera que le dejé y que la enarbole cuando todo el ejército se forme; que no deje de implorar a Nuestra Señora de las Mercedes, nombrándola siempre nuestra Generala, y no olvide los escapularios a la tropa; deje usted que se rían; los efectos le resarcirán a usted de la risa de los mentecatos que ven las cosas por encima

La carta de Belgrano termina con este conjuro: «Acuérdese usted que es un General cristiano, apostólico, romano. Cele usted de que en nada, ni aun en las conversaciones más triviales, se falte al respeto de cuanto diga nuestra Santa Religión. Tenga presente no sólo a los Generales del pueblo de Israel, sino al de los Gentiles, y al gran Julio César, que jamás dejó de invocar a los dioses inmortales, y por sus victorias en Roma se decretaban rogativas

Tres meses más tarde le escribe nuevamente y principia su carta haciéndole alusión a ciertas disposiciones que Belgrano ya conoce, pero que algunos oficiales, violando el sigilo reglamentario, las han divulgado con detrimento de la consigna. Estas disposiciones no eran otras que las mismas o las equivalentes a las que dictara San Martín en Buenos Aires, cuando formó su regimiento de Granaderos. [23] Miraban ellas al honor, a la moral y a la disciplina del soldado; pero al proponerlas a algunos de los cuerpos que no eran el de Granaderos, surgieron ciertas resistencias que no les dieron entrada. Es precisamente haciendo alusión a estas disposiciones, que Belgrano le escribe: «Sé lo que usted me dice relativo a las constituciones de su cuerpo, y aun la noche de mi salida las leí a los oficiales del N.º 1, pues yo también las hice copiar. Usted no debe ignorar que tiene enemigos y que así éstos como otros ociosos, se deleitarán en sindicar cuanto usted haga, aun lo más indiferente. Parece que era de interés de los oficiales reservarlo, pero éstos, que al fin son americanos españoles, habrán sido los primeros a publicarlas, y vuelvo a repetir a usted lo que le dije en la mía, como amigo que soy suyo.» [24]

Por el contenido de esta carta presumimos que San Martín le había hablado ya de alguna ofensiva, en proyecto o próxima a ser ejecutada, pues Belgrano le dice: «Si usted no cree que tiene el ejército bien disciplinado y en el mejor pie de subordinación, no haga movimiento alguno y esté a la defensiva. Si no hay recursos, pedirlos al Gobierno, y que se busquen hasta en el seno de la tierra. Si usted llegase a perder la acción, lo que Dios no permita, ¿cederíamos todo al enemigo por falta de dineros? No; pues si entonces se habían de hacer todas las diligencias por ellos, que se hagan ahora

«Importa mucho -le dice después- que la victoria, si es posible, se lleve en la mano, y esto sólo se consigue con aquellos medios. Además, debe usted ir prevenido para conseguir los frutos de ella y que no le suceda lo que me ha sucedido a mí con la de Salta por las precipitaciones.» Le puntualiza Belgrano algunos pormenores técnicos para el éxito de la jornada; pero se recuerda que San Martín es un maestro y que no necesita lecciones, y reaccionando en el acto, le escribe: «Mas, estoy hablando con un General militar, que yo no lo he sido ni lo soy; pero mi deseo de la felicidad de las armas de la patria y de la gloria particular de usted me obligan a ello. Aumente usted su ejército, doctrínelo bien, gaste mucha pólvora con él y muchas balas; satisfágase usted del honor de sus oficiales y prevéngase de cuanto necesita, o para aprovecharse venciendo, o para retirarse perdiendo, y entonces póngase en marcha. Hágase usted sordo como Fabio a cuanto se diga de dilación contra usted y cualquier otra cosa, que las armas de la patria serán felices en sus manos y luego los que lo maldigan ahora le bendecirán. Si yo hubiera hecho esto no nos veríamos ahora como nos vemos.» Belgrano concluye: «Crea usted que es tal mi deseo de sus aciertos, que quisiera ser un hombre capaz de darle todas las luces que son necesarias para ello. La tranquilidad y respeto de la patria penden de usted, mi amigo». [25]

Cuando estas líneas salían de su pluma, la fiebre lo tenía inmovilizado, y Belgrano no podía continuar su viaje. Ansiaba, con todo, poder responder de su conducta ante sus jefes; pero ansiaba, al mismo tiempo, «batirse con esa indecente canalla», así lo dice él, que sólo por castigo del Cielo pudo arrollarlo; y esto, aunque fuese de simple soldado, bajo el comando y las órdenes de San Martín.

Por mucho tiempo -y la especie se difundió a base de lo que dijera Paz en sus Memorias- creyóse que el retiro de Belgrano lo había solicitado San Martín. Las cosas no sólo no pasaron así, sino que San Martín hizo lo imposible para retener a Belgrano a su lado, y dejólo partir cuando la orden superior fue más poderosa que sus deseos.

A la hora presente se reconoce ya que fue aquello obra de la inquina de los enemigos que tenía Belgrano. Esta inquina fue satisfecha, pero San Martín se privó de un precioso colaborador y desviado Belgrano de su ruta, esterilizaron su acción en lo militar para esterilizarla luego Belgrano en lo diplomático.

A pesar de este triunfo urdido por la maldad, la amistad de San Martín y Belgrano no sufrió eclipse y prolongóse a través de todas las luchas y vicisitudes. Ignoramos si después de estos tres meses de convivencia bajo la misma tienda de campaña, uno y otro tuvieron la oportunidad de encontrarse nuevamente cara a cara. Presumimos que no; pero lo que es verdaderamente evidente e histórico, es que a partir de esa hora, creció entre ellos la común estima, y juntos -aunque en teatros opuestos- colaboraron por el triunfo definitivo de la causa de Mayo.

Belgrano siguió a San Martín con vivo interés en su trayectoria. Su aplauso llególe cordial después de Chacabuco, como después de Maipú, y le hubiera llegado igualmente efusivo y desbordante a raíz de Lima, si, para ese entonces, el Cielo no le hubiera arrebatado de entre los vivos.

Desgraciadamente, dos meses antes que San Martín se hiciese a la vela, para hacer efectiva la liberación del Perú, Belgrano fallecía en Buenos Aires en momento en que la capital de la Revolución era presa del caos y tres gobernadores se sucedían en ella, impotentes para dominar esa vorágine de desorden.

Uno y otro, el vencedor de San Lorenzo y el creador de la bandera argentina, son figuras de diferente grandor, pero que se armonizan y se complementan. Belgrano no fue un genio, mientras que San Martín sí lo fue. En ambos, sin embargo, el desinterés fue regla directiva y en ambos privó la patria como el acicate supremo de sus móviles.

Tiene Belgrano de particular, que no siendo soldado de profesión -era, como ya se ha visto, abogado por razón de su carrera- se hizo por tal razón de las circunstancias y porque así servía a su patria. Mucho aprendió al lado de San Martín, y debido a este aprendizaje, cuando por segunda vez, y después de su fracaso diplomático en Europa, volvió a ponerse al frente del Ejército del Norte, implantó en él los métodos y la disciplina que implantara a su hora el General San Martín.

Antes de terminar, recordemos un detalle que para la historia es de lo más sugerente: Después de escrita la carta que acabamos de transcribir en sus principales pasajes, Belgrano le dice a San Martín: «Por una carta que recibí anoche de Buenos Aires, relativa a las negociaciones con Montevideo, me confirmo más y más en mi opinión, y por lo que me ha referido Ramírez de A ... con respecto a usted. No hay que moverse con el todo sin ir bien asegurado. Así lo exige la felicidad de la patria y así también lo exige la de usted, por quien Belgrano es capaz de hacer cuanto esté a sus alcances en todas ocasiones[26]

¿Quién es el personaje A ... y qué ha dicho respecto a San Martín ? Evidentemente, el personaje no es otro que Alvear. Pero lo que dijo pronto lo sabremos por deducción. Es del todo evidente que en ese momento se proyectaba una ofensiva, y que ésta debía ser concordante con la de Alvear sobre la de Montevideo. Pero lo particular no está en sólo la ofensiva; lo particular está en que esa ofensiva tenía sus corolarios y éstos están relacionados con las aspiraciones secretas y no secretas de don Carlos de Alvear. No valía, pues, la pena, que San Martín se lanzase contra Pezuela para que las ventajas de su ofensiva las aprovechase otro. A eso tendía el sobrino de Posadas y eso es lo que supo San Martín a su hora, como lo veremos al explayar esta materia en el capítulo siguiente.

« RETROCEDER AL CAPÍTULO 11

« ÍNDICE »

AVANZAR AL CAPÍTULO 13 »

[1] El decreto en cuestión mereció del Redactor de la Asamblea estos comentarios: «Los que miran con observación este decreto conocerán la necesidad en que se funda y la justicia que lo ha inspirado. La posteridad encontrará en él la prueba más relevante de la moderación americana cuando vea que, después de tres años de revolución, aun se expide un decreto para remover de los empleos a los mandatarios españoles y alejar de sus manos toda influencia en la administración. No ha habido pueblo sobre la tierra que al levantarse de la esclavitud no haya pronunciado un decreto de muerte y exterminio contra sus antiguos opresores, olvidando en la explosión de su cólera toda máxima capaz de comprometer la seguridad de su empresa. De aquí nacen los horrores y desastres que tantas veces han hecho retrogradar a los pueblos en el camino de su libertad, inspirándoles al fin una tímida conformidad con su destino. Sólo nuestra historia ofrecerá rasgos singulares que desmientan el espíritu del hombre. Oprimidos hasta el abatimiento y ultrajados con todo el orgullo que engendra la fuerza, era de esperar que la sangre de los injustos fuese el primer indicio de la revolución; pero, lejos de este doloroso extremo, los españoles europeos han continuado hasta hoy en sus empleos con peligro de la administración, con abuso de nuestros sufrimientos y el odio de los más dignos americanos. Todos clamaban por esta reforma y la moderación resistía su cumplimiento, a pesar de que algunos ejemplos habían mostrado ya el peligro en la tardanza.» Redactor de la Asamblea, pág. 3.

[2] Archivo de San Martín, vol. ll, pág. 18.

[3] Archivo de San Martín, vol. II, pág. 24.

[4] Archivo de San Martín, t. II, pág. 26.

[5] Archivo de San Martín, t. II, pág. 142.

[6] Archivo de San Martín, t. II, pág. 151.

[7] Archivo de San Martín, t. II, pág. 27

[8] Archivo de Belgrano, t. V, pág. 298.

[9] Según un historiador, Alvear acompañó a San Martín hasta la salida de la ciudad. Cuando éste ya se había alejado, acercándose a sus amigos y acompañando a la risa el contento, les dijo : «Ya cael hombre». «Las palabras textuales -escribe Mitre- fueron más enérgicas y dichas en portugués por vía de gracejo: «Já se f . o homem». Ver: Historia de Belgrano, tomo II; pág. 275.

[10] Archivo de San Martín, t. II, pág. 32.

[11] Memorias póstumas, t. I, pág. 175.

[12] Archivo de San Martín, vol II, pág. 53.

[13] Archivo de Belgrano, vol. V, pág. 303.

[14] Memorias póstumas, t. I, pág. 186.

[15] Archivo de Belgrano, t. V, pág. 329.

[16] Archivo de Belgrano, t. V, pág. 343.

[17] Memorias stumas, t. I, pág. 181.

[18] Vilcapugio y Ayohuma.

[19] MITRE: Historia de Belgrano, vol. II, pág. 284.

[20] Archivo de San Martín, t. II, pág. 23.

[21] Memorias póstumas, vol. I, pág. 168.

[22] Belgrano nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1770 y fueron sus padres don Domingo Belgrano, natural de Onella, en Italia, y doña Josefa González, nativa de Sgo. del Estero. La ocupación del progenitor de nuestro héroe era la de comerciante y como le tocó actuar en tiempo del monopolio, Belgrano mismo nos dice que pudo adquirir riquezas y vivir en comodidad. Esmeróse grandemente en la educación de sus hijos, y a este hijo, Manuel, después de haber hecho sus estudios de gramática, latinidad y otras facultades en Buenos Aires, lo mandó a España para seguir allí la carrera de leyes. Belgrano estudió en la Universidad de Salamanca y graduóse en la de Valladolid, y ya abogado, retornó a su país natal para ejercer allí el puesto de secretario del Consulado. Más que el estudio de las leyes, interesóle a Belgrano el estudio de los idiomas vivos, el de la economía política y el de derecho público; conocimientos que entonces estaban en boga. Cuando estalló la Revolución Francesa, se encontraba en España. El drama ése influyó fuertemente en su espíritu juvenil, y comenzaron a germinar en su corazón las ideas de libertad y de igualdad, opuestas a la sumisión y despotismo entonces reinantes.

Por raro capricho del destino, en momentos en que él se impregnaba en estos gérmenes revolucionarios, iniciábase allí en la carrera de las armas ese otro criollo, nativo como él del virreinato argentino y destinado por la Providencia para romper con su espada el nudo hispánico de la dominación. Uno y otro, es decir, San Martín y Belgrano, sintieron la libertad en la edad temprana, pero sólo pudieron servirla eficazmente cuando la América se insurreccionó para entrar en el goce natural y legítimo de sus derechos.

Era Belgrano, al decir de un amigo que lo conoció hasta en la intimidad de sus afecciones, «un hombre de talento cultivado, de maneras finas y elegantes». Su honradez era del todo acrisolada, perseguía el juego como el robo en su ejército y cuidaba de la fortuna pública como si fuera la suya. Balbín nos dice que era de regular estatura, de pelo rubio, de cara y nariz finas, de color muy blanco, pero ligeramente sonrosado. Su andar era casi siempre corriendo, no dormía más que tres o cuatro horas, y a medianoche hacía la ronda de su ejército, acompañado siempre de un ordenanza. Textualmente nos dice: «Era tal la abnegación con que este hombre extraordinario se entregó a la libertad de su patria, que no tenía un momento de reposo. Nunca buscaba su comodidad. Con el mismo placer se acostaba en el suelo o sobre un banco, que en la mullida cama». En el sentir de éste, Paz no está en lo cierto cuando nos dice que, después de su retorno de Inglaterra, llegó Belgrano a su patria con un cambio en sus gustos, en sus maneras y aun en sus vestidos. «Se presentaba -nos dice Balbín, haciendo alusión a su segunda permanencia en el Ejército del Norte- aseado como lo había conocido yo siempre, con una levita de paño azul, con alamares de seda negra, que se usaba entonces, su espada y gorra militar de paño. Su caballo no tenía más lujo que un gran mandil de paño azul sin galón alguno, que cubría la silla y que estaba yo cansado de verlo usar en Buenos Aires a todos los jefes de caballería. Todo el lujo que llevó al ejército fue una volanta inglesa de dos ruedas, que él manejaba con un caballo y en la que paseaba algunas mañanas acompañado de su segundo, el General Cruz; esto llamaba la atención porque era la primera vez que se veía en TucumánArchivo de Belgrano, t . I, pág. 245.

[23] Nos dice Paz que San Martín intentó generalizar en los cuerpos de su mando una institución privada y secreta que ya funcionaba en el regimiento de Granaderos; pero que no lo consiguió «porque, a la verdad, tenía graves inconvenientes». Después de enumerar las cláusulas de estas disposiciones y que son, poco más o menos, las mismas que ya conocemos, nos dice que los oficiales de su cuerpo, reunidos en asamblea, les pusieron las observaciones del caso y las resistieron por los inconvenientes que presentaban. Textualmente escribe: «Sea que el General San Martín no quería una cosa distinta de la que se había establecido en su regimiento, sea que pesase el mérito de las observaciones que se hicieron, sea, en fin, otra cualquiera causa, lo cierto es que no se volvió a tratar del asunto y que jamás se llevó a efecto. Ignoro lo que sucedió en los otros cuerpos, pero el hecho es que en ninguno se plantificó y que el de Granaderos quedó como único depositario de su bizarra institución, la que allí mismo se debilitó mucho y, según pienso, cayó en desuso a virtud de sus propios inconvenientes, cuando el General San Martín dejó de estar al frente del cuerpo.» Memorias póstumas, t. I, pág. 181.

[24] Archivo de San Martín, t. II, pág. 44.

[25] Archivo de San Martín, t. II, pág. 46.

[26] Archivo de San Martín, t. II, pág. 47.