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Instituto Nacional Sanmartiniano

Historia del Libertador Don José de San Martín de Pacífico Otero. Capítulo 11. San Martín y el Combate de San Lorenzo

Continuamos con la publicación de la obra cumbre del fundador del Instituto Nacional Sanmartiniano. En esta ocasión, en el 209º aniversario del enfrentamiento, "San Martín y el Combate de San Lorenzo" . Por José Pacífico Otero.

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CAPÍTULO 11

SAN MARTÍN Y EL COMBATE DE SAN LORENZO

SUMARIO.- El Triunvirato y la defensa del territorio.- Vigodet y su hora de sobresalto.- San Martín encargado de la defensa de la capital.- Nota al gobierno sobre el plan preparado con dicho objeto.- Paso y los preparativos del enemigo en Montevideo.- Las baterías de Punta Gorda.- Vigodet acude a Zabala y lo pone al frente de una expedición.- El gobierno de Buenos Aires toma sus providencias.- Al frente de sus Granaderos San Martín abandona la capital.- Zabala anclado frente a San Lorenzo.- Cómo San Martín descubrió el intento de Zabala.- De la posta de San Lorenzo al convento que allí tenían los franciscanos.- Encuentro de Robertson con San Martín.- Los preparativos de la obra de muerte.- San Martín sube dos veces al campanario y observa al enemigo.- El desembarco de Zabala y de su tropa.- Los Granaderos, divididos en dos columnas, atacan al enemigo.- Duración del combate.- Bouchard arrebata la bandera realista.- San Martín pone en peligro su vida y lo salvan los granaderos Baigorria y Cabral.- La suerte del Capitán Bermúdez.- El parte de la victoria redactado por San Martín a la sombra de un pino.- Relación que presenta al gobierno señalando la conducta de Bermúdez y de Cabral.-Proposición que no fué desoída.- Robertson y sus oficios de buen samaritano.- San Martín recibe un parlamentario enemigo.- Bizarría de San Martín y de su tropa reconocida por el adversario.- La arrogancia militar de San Martín estimulada por San Lorenzo, según Torrente.- San Lorenzo, más que una victoria, fue un castigo.- Solicitud dirigida a San Martín por el superior del convento franciscano de aquella comunidad.- San Lorenzo, punto inicial de una trayectoria.

El gobierno que surgió al amparo de la revolución patrocinada por San Martín en la forma militar y política que ya queda expuesta, inició su mandato lleno de promesas y de bríos. Su primer anhelo fue el de romper en forma abierta los vínculos que aparentemente unían todavía al virreinato insurrecto con España, y esto no sólo haciéndose fuerte en el terreno de las armas, sino convocando una asamblea que diese forma constitucional al país y dictase la ley fundamental del nuevo Estado. En uno de sus manifiestos los triunviros decían: «El gobierno sería infiel a la confianza del pueblo si no consagrase todos sus esfuerzos a destruir la causa de nuestros pasados males y sofocar el origen de otros nuevos. Una asamblea general con toda la plenitud y legalidad que permitan las circunstancias, a la que concurran los representantes de los pueblos con la extensión de poderes que quieran darles, es sin duda el mejor arbitrio para asegurar la salud de la patria

Consecuente con este propósito y deseoso que esta asamblea pudiese encontrarse en función al llegar el mes de enero, el 13 de noviembre fue designada una comisión a fin de que organizase el sistema electoral que debía dar forma a dicha asamblea y al mismo tiempo, para que proyectase una constitución que fuese motivo de sus deliberaciones.

Pero si la parte orgánica y constitucional absorbía las atenciones del Triunvirato, no la absorbía menos la defensa del territorio y las operaciones ofensivas que dictaminaba la guerra. La atención del país estaba concentrada en dos puntos. Por el Norte lo era el ejército de Belgrano y por el Oeste aquel otro que sitiaba a Montevideo y ante el cual se destacaban como enemigos, no sólo los españoles y portugueses, sino aquellas perturbaciones anárquicas que ya comenzaban a dividir, por razones reales o ficticias, a las armas de la Revolución. Artigas, como se sabe, estaba en desacuerdo con Buenos Aires y a fin de llegar a un acuerdo, éste había nombrado a don Manuel de Sarratea para que lo representase ante el jefe oriental, disgustado por la forma diplomática con que este gobierno encaraba los acontecimientos. Deseoso de terminar la guerra y de que las provincias que ya se definían como el patrimonio geográfico de un nuevo Estado, se viesen libres de enemigos, como en su virreinato, resolvió enviar refuerzos a Belgrano. La victoria de Tucumán, obtenida sobre el ejército realista el 24 de septiembre, se presentaba auspiciosa. La resistencia de este jefe a las instrucciones del Triunvirato depuesto, habían dado un día de gloria a la patria y se excogitaban los medios más eficaces para sacar de esa victoria todas las ventajas posibles.

Por lo que se refiere a la Banda Oriental, se transmitieron allí nuevas instrucciones, y el ejército sitiador, reforzado también con nuevos contingentes, como lo había sido el del Norte del virreinato, comenzó a intensificar sus operaciones. Vigodet vivía una hora de sobresalto y fincaba todas sus esperanzas de éxito en poder darse la mano con Tristán y unidos así, el ejército del Alto Perú con el ejército de Montevideo, caer sobre Buenos Aires y ahogar en su cuna a la Revolución. La victoria de Belgrano sobre Tristán desbarató estos planes y sólo le quedó, como supremo recurso, un golpe de mano y a él acudió en la noche del 30 de diciembre de 1812. Al frente de tres mil hombres, y rodeado de sus mejores jefes, intentó sorprender a los patriotas en su campamento. Eligió como blanco el Cerrito, posición elevada y estratégica que ocupaban los sitiadores; pero, después de pocas horas de combate, sus asaltos fueron rechazados y provocada la derrota no le quedó otro recurso que retroceder y volver de nuevo a su escondite. A raíz de esta victoria patriótica, que se obtuvo el 31 de diciembre al amanecer, Vigodet volvió a encerrarse en la plaza que él creía invulnerable y esperó allí el momento o circunstancia que le fuese propicia para hostilizar con intentos de revancha al enemigo.

Pero retrocedamos en nuestra relación y volvamos a Buenos Aires, para descubrir allí las medidas defensivas que la vecindad de un enemigo semejante inspiró al Triunvirato patriota. Desde principios de 1812, el gobierno de Buenos Aires se ocupó en defender el paso del río Paraná instalando en su costa algunas baterías. Belgrano cumplió, como ya se ha visto, este cometido y fue en las cercanías del Rosario en donde enarboló por vez primera la bandera nacional, y en donde resonaron igualmente por vez primera aquellos cañones con los cuales él se preparaba a defender de nuevo a su patria. Mas la permanencia de Belgrano en aquel sitio fue de corta duración y destrozado el ejército libertador en la batalla de Huaquí, el Gobierno le dio orden de abandonar el Rosario y trasladarse a Tucumán para recibirse allí de aquellos despojos que habían podido salvarse de la derrota y que habían llegado a aquella localidad capitaneados por Pueyrredón.

La designación de Belgrano para ponerse al frente del ejército del Alto Perú -este ilustre General ya lo había estado al frente del ejército del Paraguay y acababa de estarlo al frente del de la Banda Oriental-, coincidió con la llegada de San Martín, que dejando España, como ya queda dicho, retornaba a su patria para incorporarse a la Revolución. El Triunvirato le fijó como primer mandato la creación y organización del regimiento de Granaderos a Caballo y lo designó después para que preparase un plan defensivo de la capital, poniéndolo con tal motivo a la cabeza directiva de sus tropas. San Martín comenzó a llenar sus nuevas funciones solicitando de la autoridad un plano de la capital y de sus inmediaciones y suburbios, a pedir la distribución estratégica de las tropas veteranas que en la ciudad se encontraban acuarteladas y a redactar, además, las instrucciones reservadas a las cuales deberían sujetarse los jefes de estos cuerpos en caso de tener que movilizar sus tropas para iniciar su defensa. «La agradable disposición -dice San Martín- que manifiestan los habitantes americanos de esta capital a defender los derechos que tienen jurados, hace esperar felices resultados si a esta masa de pueblo se le da una impulsión útil, tanto para su defensa como para mantener el orden interior, muy expuesto a alterarse en casos extraordinarios». [1]

Al parecer, poca o ninguna atención se prestó al proyecto que él elaboró con tal motivo, pues en víspera de los acontecimientos que vamos a historiar y en momentos en que se acudió a él para conjurar el peligro que surgía por el lado de nuestras vías fluviales, lo vemos salir de su silencio y dirigirse a la suprema autoridad en estos términos: «Acabo de recibir los oficios de V.E., en que me comunica la noticia que da el Comandante del puerto de la Colonia, del paso de diez y seis buques enemigos con el objeto, al parecer, de hacer algún desembarco en nuestra costa del Norte, a fin de que yo tome las medidas más convenientes a la seguridad de la extensión de la costa hasta el puerto de Zárate; como también el parte del Comandante de este puerto y orden del Supremo Poder Ejecutivo a fin de que sea socorrido para sus movimientos militares».

»En esta atención he dispuesto que sin pérdida, marchen cuarenta granaderos más de refuerzo a los cincuenta y dos que había en la Punta, no pudiéndolo verificar de infantería y artillería que creo necesarios, sin que el Gobierno lo disponga, pues mis facultades sólo se limitan al mando de las tropas de la capital, en caso de invasión de los enemigos.» Y antes de concluir: «V.S. me permitirá le haga presente -la nota al parecer carece de fecha y está dirigida al jefe del Estado Mayor-, por si lo tiene a bien hacerlo al Supremo Poder Ejecutivo, que hace meses presenté al mismo un plan de defensa para la extensión de la costa del Norte, reducido a una fuerza de las tres armas situadas en San Nicolás, sin perder de vista los importantes acontecimientos de esta capital, con el objeto de poner a cubierto de toda invasión dichas costas. Estoy bien seguro que sin una fuerza permanente en dicho punto, los enemigos podrán impunemente saquearlas y, al mismo tiempo, tener a esa guarnición en movimientos continuos, de los que se originan gastos bastante crecidos». [2]

Todo esto demuestra que San Martín no permanecía inactivo y que esperando su hora, vale decir, el momento en que pudiese dar una prueba acabada de su valor como de su arte de guerra, contentábase, no sólo con formar soldados, como lo hizo al crear su cuerpo de Granaderos, sino excogitando planes para que la capital de la Revolución y su costa no fuesen el blanco de las piraterías enemigas.

Hacia fines de 1812 supo el nuevo Triunvirato que el gobierno de Montevideo se preparaba para una acción de guerra importante. Allí, como junto a los muros de la ciudad sitiada y aun en todo lo largo del litoral, tenía éste sus espías y por medio de estos informes secretos, sabía lo que Vigodet proyectaba en este como en aquel otro sentido. Era el 25 de diciembre cuando Paso, presidente de aquel Triunvirato, le decía a Sarratea que, por razones de su oficio, se encontraba al frente del ejército sitiador: «Es tal y tan grande la inquietud de mi espíritu a las consideraciones de los riesgos que corre la suerte de nuestra causa, que me trae en continua agitación. Todas las apariencias, noticias de cartas, voces vagas del pueblo, nos anuncian un gran proyecto de Montevideo bastante próximo; por estos datos e indicaciones y por las declaraciones de los pasados, de que usted nos ha avisado, pueda aquél terminar en uno de estos cuatro objetos, a saber: un desembarco en ésta o en alguno de los puntos inmediatos por una combinación de los europeos españoles, según el plan que tengan acordado; una salida general contra el ejército sitiador; una expedición de agua y tierra sobre las baterías de Punta Gorda, Santa Fe o Bajada; otra igual sobre el Uruguay contra el cuartel general u otro punto que nos corte el pasaje libre de nuestras correspondencias y pertrechos.» Y más adelante: «Una salida general sobre ese nuestro ejército puede ser una parte de ese proyecto; pero el apresto de muchos buques, de los cuales hay algunos en Martín García, indica otra operación y no siendo verosímil contraerlos con tanto aparato al solo bombardeo de esta ciudad, es sumamente persuasible que intenten una empresa muy seria en el Paraná o en el Uruguay. Las noticias e indicaciones son generalmente al Paraná, las unas al grueso de seiscientos o setecientos hombres de desembarco y las otras hasta el número de mil doscientos o mil trescientos con el objeto de destruir las baterías, cargarlas y reventarlas. Esta última noticia nos da el doctor don Nicolás Herrera.»

»Sin dar crédito y valor a la magnitud con que se figuran, sobran a excitar mis temores, convencido de que hay un proyecto de mar y debe ser con un objeto importante y fuerza capaz de superar las dificultades que han de acometer.»

En el sentir de Paso la destrucción de esas baterías significaría para la Revolución un desastre. «Si por falta de fuerza competente perdemos las baterías, escribe él, y nos ocupan a Santa Fe y a la Bajada, las consecuencias son las más tristes y funestas. Se pierde toda la artillería destinada al sitio que hay en ellas, se imposibilita el pasaje del grueso tren de la que se está fundiendo, el de la pólvora y cuantos auxilios hay que reducir. Aun la correspondencia del papel se hará más demorosa y correrá algunos riesgos; se imposibilita el sitio de Montevideo absolutamente, sin arbitrio posible, ni tampoco lo hallo para el regreso de esa tropa a esta Banda. Aun cuando no ocupasen o fuesen desalojados de Santa Fe y la Bajada, pueden interceptar los pasajes del río para el transporte de gruesas municiones y tren pesado

Los presentimientos de Paso no tardaron en cumplirse en parte y pocos días más tarde, el 30 de diciembre, Vigodet, como ya queda dicho, caía como de sorpresa sobre el ejército sitiador; pero, derrotado por éste, frustraba en parte la realización de sus planes. Fue entonces que excogitó una nueva aventura y decidióse por aquella excursión que presentía también Paso y cuyos preparativos, por más sigilosamente que ellos se realizaban, no pasaron inadvertidos a los espías patriotas. Para realizar su intento -éste lo era, no sólo el de abastecerse en las costas argentinas, sino el de vengar allí la derrota sufrida en el Cerrito- acudió a un viejo y bravo soldado que le merecía toda su confianza. Era éste un vizcaíno de origen; llamábase Juan Antonio de Zabala, que después de haber servido bajo las órdenes de Liniers, había pasado a militar bajo el mando de Velasco en el Paraguay. Por esta circunstancia encontróse al frente de las tropas que se opusieron al paso de Belgrano y peleó contra éste en Paraguarí y en Tacuarí. Terminada esta campaña, pasó a Montevideo y teniéndolo Vigodet a sus órdenes, lo designó para ponerlo al frente de esta expedición, de la cual esperaba el orgulloso militar un gran resultado.

Zabala llenó su cometido en la mejor forma que le fue posible. Hizo acopio de barcos, reclutó la marinería que debía tripularlos y dispuso, además, preparar sigilosamente la tropa de desembarco, no en Montevideo, sino en la isla de Martín García. Hacia mediados de enero tenía Zabala bajo su comando una flotilla importante de once a quince barcos, toda la tripulación que le hacía falta y, además, una sumaca y dos faluchos para convoyarla.

Pero si Zabala era cauteloso y previsor, lo eran igualmente los patriotas. La noche del 13 de enero desembarcó en las costas de San Fernando un sargento de milicias -Alejandro Rodríguez- que venía de la Colonia; por éste se informó en el acto el gobierno de Buenos Aires de los preparativos de la expedición, del número de barcos que la componían, y de la gente que con el carácter de tropa de desembarco y al mando de Ruiz, estaba allí preparada para subir a las naves y darse a la vela.

En el acto, y a fin de estar pronto para todo evento, comenzó el Gobierno por dirigirse a las autoridades y comandancias militares del litoral, tanto del Uruguay como del Paraná, y en nota especial al gobernador de Santa Fe -lo era don Antonio Luis Beruti-, así como a don Francisco Antonio Latorre, comandante militar de la Bajada, impartiéndoles las instrucciones del caso para que estuviesen sobre aviso y tratasen de reforzar las baterías de Punta Gorda -hoy lo es el paraje conocido con el nombre de Diamante-, uno de los blancos que perseguía esta expedición. Pero la mejor de todas las medidas o providencias fue aquella que obligó a dicho gobierno a dirigirse a San Martín, para que, con sus Granaderos, se encargase de la defensa costera e infligiese al enemigo un severo castigo.

El 28 de enero, San Martín recibía de manos del jefe del Estado Mayor el itinerario que debía seguir, y pocas horas después abandonaba el cuartel del Retiro y al frente del primer escuadrón de su regimiento, se ponía en camino y salía al encuentro del enemigo. [3]

Al mismo tiempo que a San Martín se le impartían tales órdenes, el Comandante don Juan Bautista Morón las recibía para que hiciera otro tanto con una compañía de su regimiento, pero con la consigna de seguir a San Martín y de someterse en un todo a sus instrucciones.

Al decir de un cronista de estos acontecimientos –Justiniano J. Carranza-, San Martín inició aquella jornada amargado por la difamación y la calumnia. Si no se atacaba su competencia de soldado, un rumor infame lo presentaba en ciertos círculos como espía de los españoles. Nada más extraño era, sin embargo, a este jefe preclaro, y él, que nunca había claudicado ante tan vil sentimiento, tampoco iba a claudicar ahora, en que si alguna idea lo llenaba, sólo era la de dar la libertad a su patria.

Dado el calor reinante, San Martín decidió hacer sus jornadas durante la noche. La tropa no se exponía así a los rigores de la canícula y se substraía, además, a la posible vigilancia que sobre ella podían ejercer desde sus naves los realistas que en línea paralela a San Martín, remontaban el Paraná. Cuando San Martín salió de Buenos Aires e hizo su primer descanso en los Santos Lugares, la flotilla española, aprovechando una ráfaga del Oeste, había abandonado ya su fondeadero y por la boca del río lguazú, penetrado en las aguas hondas del Paraná. La tropa de Buenos Aires y los marinos de Montevideo marchaban paralelamente, en apariencia con rumbo incierto uno y otro beligerante, pero en realidad con intenciones y objetivos los más opuestos. En pocos días de marcha descubrió San Martín el verdadero intento de Zabala, e ignorando éste que un militar de su talla lo acechaba desde la costa y lo seguía sigilosamente clavando sus ojos en sus mástiles y en su velamen, le proporcionó la ocasión que aquél buscaba eligiendo como punto de desembarco la localidad costera conocida con el nombre de San Lorenzo.

La llegada o arribo de Zabala a estas aguas fue en la madrugada del 30 de enero. Allí permaneció hasta el día 2 de febrero, en el cual, pocas horas antes de que el sol estuviese en su cenit, se decidió por un desembarco, no en las barrancas que muy pronto se harían famosas, sino en la isla que surgía entre éstas y los barcos que formaban su flotilla. ¿Qué propósito perseguía Zabala con este desembarco? Probablemente el de instruir a su tropa y el de prepararla para un posible combate. Lo que es inequívoco> es que durante las horas que permaneció en dicha isla, hizo practicar a su tropa algunas evoluciones, y que antes de caer la tarde ella se reembarcaba nuevamente, incierta de la triste suerte que le tocaría horas más tarde.

Ésta, como las otras maniobras con que Zabala había señalado su paso por el Paraná, no se le ocultó en modo alguno a San Martín. Desde San Nicolás de los Arroyos había éste redoblado su vigilancia, y para esto había formado un cuerpo de vigías o batidores, los cuales, acercándose a los puntos más estratégicos de la costa, podían anotar, tanto de día como de noche, lo que hacían los barcos, puntos en que anclaban y otros pormenores. Todos estos detalles le eran transmitidos a San Martín lo cual le permitía hacer su composición de lugar. El propio San Martín quiso tomar parte en esta vigilancia, y para poder hacerlo con libertad, acudió a un artificio. En un momento dado cambió su casaca por un poncho y su falucho por un chambergo de paja. De este modo él mismo se acercó a la costa y pudo así, de cuando en cuando, cerciorarse de la verdad de las informaciones que le transmitían sus vigías.

El 2 de febrero, al atardecer, San Martín llegaba con su tropa a la posta de San Lorenzo. Informóse allí -don Ángel Pacheco, portaestandarte del regimiento, le había precedido en la marcha- que Zabala acababa de proceder a una maniobra de desembarco; esta circunstancia, como la de ver anclados entre la costa y la isla los barcos que formaban la flotilla, inspiráronle a San Martín la convicción de que era San Lorenzo el punto en que los españoles harían su desembarco definitivo. En el acto decidió organizar su sorpresa y eligió como punto estratégico para consumarla, el convento de Propaganda Fide, que pertenecía a los franciscanos y que se destacaba como atalaya mística en la llanura.

Lo raro del caso es que los mismos españoles se habían fijado en este convento, ya para descansar, ya para acercarse a sus muros, y acampados allí, llevar a cabo su plan de abastecimiento y de correría. Muy lejos estaba de ellos el sospechar que allí se refugiaban sus enemigos, y que, en cambio de la acogida cordial que descontaban por parte de sus moradores, se encontrarían con una carga militar que pondría fin a los propósitos agresivos de esa expedición. Para llegar al convento había dos puntos perfectamente diseñados en la barranca. Era el uno el conocido con el nombre de Bajada de los Padres, y distaba del convento como unas trescientas varas, y el otro, el llamado Bajada del Puerto, a poca mayor distancia que el primero. Pero antes de entrar en lo fundamental de este relato, detengámonos en la posta de San Lorenzo, y anotemos los pormenores anecdóticos que allí tuvieron lugar la víspera del combate, y en que se destaca San Martín con un vivo relieve. Por esa época se encontraba en el Río de la Plata un viajero inglés, Juan P. Robertson, y habiendo abandonado pocos días antes Buenos Aires, se dirigía por cuestiones de negocios a Asunción del Paraguay. Casualmente, la noche misma en que San Martín llegaba allí con sus granaderos, Robertson se preparaba para ponerse de nuevo en viaje, y una circunstancia del todo fortuita vino a vincularlo con aquél, y esto hasta tal punto, que sin ser soldado ni en modo alguno beligerante, resultó un testigo precioso del combate en que San Martín derrotó a los españoles. Lo que sucedió en aquella posta es de sumo interés para la historia, y deseosos de que el relato transmitido por Robertson no sufra menoscabo documental alguno, preferimos transcribirlo en su integridad, antes que fraccionarlo y privarlo así del valor histórico que no puede darle nuestra pluma: «Por la tarde del quinto día -dice Robertson- llegamos a la posta de San Lorenzo, distante como dos leguas del convento del mismo nombre, construido sobre las riberas del Paraná, que allí son prodigiosamente altas y empinadas. Allí nos informaron haberse recibido órdenes de no permitir a los pasajeros seguir desde aquel punto, no solamente porque era inseguro, a causa de la proximidad del enemigo, sino porque los caballos habían sido requisados y puestos a disposición del gobierno, listos para ser internados o usados en servicio activo al primer aviso. Yo sabía que los marinos en considerable número estaban en alguna parte del río, y cuando recordaba mi delincuencia en burlar su bloqueo, ansiaba caer en manos de cualquiera menos en las suyas. Todo lo que pude convenir con el maestro de posta fue que si los marinos desembarcaban en la costa, yo tendría dos caballos para mí y un sirviente y estaría en libertad de internarme con su familia a un sitio conocido por él, donde el enemigo no podría seguirnos. En ese rumbo, sin embargo, me aseguró que el peligro proveniente de los indios era tan grande como el de ser aprisionado por el de los marinos; así es que Scylla y Caribdis estaban lindamente ante mis ojos. Había visto ya bastante en Sudamérica para amilanarme ante peligrosas perspectivas. Antes de vestirme hice el ajuste de cuentas con el maestro de posta, y cuando quedó arreglado, me retiré al carruaje transformado en habitación para pasar la noche y pronto me dormí. No habían pasado muchas horas cuando desperté de mi profundo sueño a causa del tropel de caballos, ruido de sables y rudas voces de mando, a inmediaciones de la posta. Vi confusamente, en las tinieblas de la noche, los tostados rostros de dos arrogantes soldados en cada ventanilla del coche. No dudé estar en manos de los marinos. «¿Quién está ahí?» -dijo autoritariamente uno de ellos-. «Un viajero», contesté, no queriendo señalarme inmediatamente como víctima confesando que era inglés. «Apúrese -dijo la misma voz-, y salga». En ese momento se acercó a la ventanilla una persona cuyas facciones no podía distinguir en lo obscuro, pero cuya voz estaba seguro de conocer cuando dijo a los hombres: «No sean groseros. No es enemigo, sino, según el maestro de posta me informa, un caballero inglés en viaje al Paraguay.»

Al llegar a esta altura del relato nos dice Robertson que los hombres se retiraron y que el oficial que los había así observado se acercó a la ventanilla. Él pudo entonces discernir sus «finas y prominentes facciones», al mismo tiempo que se apercibía de otros rasgos, como de su metal de voz. Fue entonces cuando salió de su pasividad, y dirigiéndose al oficial que tenía delante, le dijo: «Seguramente usted es el Coronel San Martín; si así es, aquí está su amigo, Mr. Robertson

«El reconocimiento -continúa éste-, fue instantáneo, mutuo y cordial, y él se regocijó con franca risa cuando le manifesté el miedo que había tenido, confundiendo sus tropas con un cuerpo de marinos. El Coronel entonces me informó que el gobierno tenía noticias seguras de que los marinos españoles intentarían desembarcar esa misma mañana para saquear el país circunvecino y especialmente el convento de San Lorenzo. Agregó que, para impedirlo, había sido destacado con ciento cincuenta granaderos a caballo de su regimiento; que había venido, andando principalmente de noche, para no ser observado, en tres noches desde Buenos Aires. Dijo estar seguro de que los marinos no conocían su proximidad, y que, dentro de pocas horas, esperaba entrar en contacto con ellos. «Son doble en número, añadió el valiente Coronel, pero por eso no creo que tengan la mejor parte de la jornada

»Estoy seguro que no -dije yo. Y descendiendo sin dilación empecé con mi sirviente a buscar, a tientas, vino con que refrescar a mis muy bien venidos huéspedes. San Martín había ordenado que se apagaran todas las luces de la posta, para evitar que los marinos pudiesen observar y conocer así la vecindad del enemigo. Sin embargo, nos manejamos muy bien para beber nuestro vino en la obscuridad, y fue literalmente la copa del estribo; porque todos los hombres de la pequeña columna estaban parados al lado de sus caballos ya ensillados y listos para avanzar, a la voz de mando, al esperado campo de combate.»

»No tuve dificultad -concluye Robertson- en persuadir al General que me permitiera acompañarlo hasta el convento. «Recuerde solamente -me dijo- que no es su deber ni oficio pelear. Le daré un buen caballo, y si ve que la jornada se decide contra nosotros, aléjese lo más ligero posible. Usted sabe que los marinos no son de a caballo».

»A este consejo prometí sujetarme, y aceptando su delicada oferta de un caballo excelente, y estimando debidamente su consideración hacia mí, cabalgué al lado de San Martín, cuando marchaba al frente de sus hombres en obscura y silenciosa falange». [4]

Después de llegar a la posta de San Lorenzo y de reposar allí, cambiando al mismo tiempo de caballada, San Martín reunió sus granaderos y se puso en marcha hacia el monasterio. Según el propio San Martín, o la persona que en su nombre escribiera los apuntes relacionados con San Lorenzo, encontrados en su archivo, eran las diez de la noche cuando él y su tropa llegaron a la puerta de aquél. ·Era ésta, no la portería del convento, sino la puerta trasera que daba entrada a la quinta y que por estar cubierta por la masa arquitectural de la fábrica, escapaba a la vigilancia de los enemigos. San Martín y sus granaderos comenzaron por apearse de sus caballos y cerrando inmediatamente el portón, se acuarteló en esos claustros seráficos para entregarse, como lo dice Robertson, «a los preparativos de la obra de muerte».

La primera de sus providencias fue la de distribuir la tropa y de tenerla pronta para darle, en momento oportuno, su consigna. Destacó después doce granaderos -los únicos que, según su propia confesión, tenían carabina- y los destinó para que defendiesen la entrada del convento atrincherados tras de su puerta principal. Con el resto formó dos compañías o alas de ataque, y después de reservarse él el comando de la que debía salir de aquel escondite trágico, como salieron los soldados homéricos del legendario caballo de Troya, colocó la otra bajo las órdenes del Capitán Bermúdez, «bravo oficial -dice San Martín-, pero novicio aun en la carrera». No contento con estos preparativos, creyó de necesidad absoluta el de constituirse en vigía, y aprovechando el excelente mirador que le brindaba el monasterio, subió al campanario en compañía de alguno de sus oficiales y de su amigo Robertson, y con ayuda de su anteojo de noche, clavó sus ojos en el horizonte y trató de darse cuenta de las maniobras y propósitos que en ese momento evidenciaba el enemigo.

Según nos lo cuenta Robertson, entre los pocos oficiales que allí acompañaban a San Martín, se encontraba él. Desde la primera vez que subió a esas alturas, el futuro héroe pudo cerciorarse de que el desembarco español iba a ser una cosa efectiva. Su vigilancia y observación le permitieron llegar a contar el número de soldados que pasaban de los buques a los botes, y de éstos a la barranca. En un momento dado, interrumpió esta vigilancia, y bajando del campanario, procedió a distribuir la tropa y a fijarle su última y definitiva consigna.

Realizado esto, volvió a subir a su mirador, y llenado su cometido, bajó nuevamente pronunciando esta frase: «Ahora en dos minutos más estaremos sobre ellos, sable en mano.» Ya en ese entonces San Martín había vuelto a vestir su uniforme de Coronel, y montado sobre su caballo, se dirigió a la tropa proclamándola en estos términos: «Espero que tanto los señores oficiales como los granaderos, se portarán con una conducta tal cual merece la opinión del regimiento

En ese momento, el Comandante Zabala y su tropa habían completado el desembarco, y perfectamente uniformada, a paso militar y al redoble de sus tambores, se dirigía hacia el convento con la absoluta convicción que dentro de poco serían recibidos cordialmente por sus moradores. Los españoles traían consigo dos piezas de artillería, y si no una banda militar, los instrumentos suficientes -pífanos y tambores-, para realzar su marcialidad, y además, custodiada por sus bayonetas, la bandera, que pronto iba a quedar como trofeo en manos de los patriotas.

Cuando San Martin los supo ya a la distancia que su táctica le indicaba apta para la carga -dícese que los españoles se encontraban a doscientos metros poco más o menos del convento-, sus granaderos volvieron a salvar los umbrales del portón por donde habían entrado, y dividiéndose en dos columnas, desenvainados los sables, lanzáronse sobre los realistas oblicuando sobre la línea derecha e izquierda, respectivamente. El primero en llegar a presentarse ante los españoles, fue San Martín. Zabala, que no esperaba semejante encuentro, sintió el choque de la sorpresa, pero reaccionó en el acto. Lanzó vivas al Rey y trató de resistir lo mejor que pudo a la carga intrépida y valerosa de los granaderos. Muy pronto convencióse de que la resistencia no le daría la victoria y trató de ponerse en salvo volviendo a buscar el paso barrancoso por donde momentos antes había subido a la llanura aquella muy confiado en sí mismo.

El plan de San Martín estaba calculado para concluir con los españoles en forma fulminante. Desgraciadamente, Bermúdez, que era el jefe de la otra columna de ataque, se lanzó a un rodeo mayor que el descripto por San Martín y sus granaderos, y cayó sobre el flanco izquierdo enemigo cuando el combate ya se había empeñado e iniciado el desbande. Con todo, su presencia no careció de oportunidad, y al verse el jefe realista atacado por dos columnas inflamadas por el mismo brío, formó cuadro para hacer menos vergonzosa la derrota. Esta maniobra militar no le dio el resultado apetecido. En ese instante tocóse a degüello, y rotas por una nueva carga las líneas enemigas, los sobrevivientes al desastre emprendieron la fuga, cargados valerosamente por los granaderos.

Contrariamente a lo que dice Carranza, el combate no duró las dos horas que él apunta, sino breves instantes. Los patriotas no lanzaron un solo tiro, no emplearon más que sus sables y sus lanzas, y fue así como la caballería argentina, creada por San Martín, demostró su eficacia en ese día en que los españoles fincaban su éxito en sus fusiles y en sus bayonetas. Fue aquel, no un combate de posición, sino un entrevero en que atacantes y atacados llegaron a la lucha cuerpo a cuerpo. Eran las ocho de la mañana, poco más o menos, cuando se pronunció la derrota, y al alejarse de aquel sitio, los españoles dejaron en el campo de combate cuarenta muertos, catorce prisioneros, doce heridos, sin contar a Zabala que también lo estaba, y que, con muchos otros, fue a recibir su curación en la flotilla. Los trofeos que recogieron los patriotas fueron una bandera, dos cañones, más de cuarenta fusiles, ocho pistolas, ocho espadas y ciento noventa y dos piedras de chispa. La bandera les fue arrebatada a los españoles por un alférez del regimiento -Hipólito Bouchard-, quedando muerto en este encuentro el oficial que la tremolaba. Además de Zabala, quedaron gravemente heridos los oficiales realistas Marury y Martínez. Los patriotas sólo dejaron en poder de los derrotados un solo prisionero, siendo quince el número de sus muertos y veintisiete el de sus heridos. San Martín fue el primero en ponerse en contacto con el enemigo, y, por ende, el primero también en poner en peligro su vida. Él no lo dice en su parte, pero sábese que en el momento en que se acercaba a la línea enemiga él y sus granaderos, fueron recibidos con disparo de metralla. La bala hirió de muerte a su caballo, y al rodar por el suelo, un oficial español -alguien dice que era el mismo Zabala- se acercó a él y trató de ultimarlo con un hachazo. Con un movimiento de cabeza, San Martín desvió el golpe, pero no pudo impedir que el arma fuese a apoyarse en su mejilla izquierda, causándole una herida que felizmente fue de poca gravedad. Pero lo peligroso de este episodio no finalizó ahí. Para los realistas era San Martín una presa preciosa, y un obscuro soldado quiso realizar lo que no había podido hacer el primero, y empuñando su bayoneta, se lanzó sobre él dispuesto a clavársela en el pecho. Fue entonces cuando llegaron al lado de San Martín dos granaderos -Juan Bautista Baigorria y Juan Bautista Cabral- y mientras el primero empuñaba la lanza, para herir con ella al obscuro soldado que intentaba concluir con la vida de su jefe, Cabral se apeaba de su caballo y extendiendo sus brazos cerraba con ellos a San Martín y lo ponía en salvo. Desgraciadamente, en ese momentos dos balas enemigas dieron en el blanco, y Cabral rodó a su vez herido de dos balazos en el pecho.

Menos afortunado en esto que San Martín, lo fue el Capitán Bermúdez, a quien aquél designara para cargar sobre los realistas al frente de la segunda columna de granaderos. No contento Bermúdez con el desbande que produjo su carga, se lanzó en persecución de los fugitivos y llegó al borde de la barranca cuando muchos de ellos se precipitaban por allí buscando la salvación en los botes. Fue entonces que partió del lado opuesto una bala enemiga -al parecer un grupo de fugitivos había buscado su refugio en una zanja- y esta bala hirió una de sus rodillas. Catorce días después se le hacía la amputación de la pierna, pero con tan mala suerte que Bermúdez dejó de existir.

El triunfo de San Lorenzo repercutió en Buenos Aires como el eco de una clarinada. Era la primera victoria con la que se consagraba el dominio terrestre y fluvial de la Revolución en las costas del Paraná, y la primera vez que en su patria de origen el vencedor de Arjonilla y de Bailén revelaba el poder destructor de su sable.

El parte de la victoria, redactado, según la tradición, a la sombra de aquel pino que aun existe, y que nosotros hemos tocado con nuestras propias manos, llegó a Buenos Aires el 5 de febrero y su anuncio fue saludado con los cañones de la Fortaleza.

San Martín se expresaba así: «Tengo el honor de decir a V.E. que el día 3 de febrero los granaderos de mi mando, en su primer ensayo, han agregado un nuevo triunfo a las armas de la patria. Los enemigos, en número de 250 hombres, desembarcaron a las cinco y media de la mañana en el puerto de San Lorenzo y se dirigieron, sin oposición, al colegio de San Carlos, conforme al plan que tenían madurado. En dos divisiones de a sesenta hombres cada una, los ataqué por derecha e izquierda; hicieron, no obstante, una esforzada resistencia, sostenida por los fuegos de los buques, pero no capaz de contener el intrépido arrojo con que los granaderos cargaron sobre ellos sable en mano; al punto se replegaron en fuga a la bajada, dejando en el campo de batalla cuarenta muertos, catorce prisioneros, de ellos doce heridos, sin incluir los que se desplomaron y llevaron consigo, que por los regueros de sangre que se ven en las barrancas considero mayor número. Dos cañones, cuarenta fusiles, cuatro bayonetas y una bandera que pongo en manos de V.E., y la arrancó, con la vida, al abanderado, el valiente oficial don Hipólito Bouchard. De nuestra parte se han perdido veintiséis hombres, seis muertos y los demás heridos. De este número son el Capitán don Justo Bermúdez, y el Teniente don Manuel Díaz lez, que, avanzándose con energía hasta el borde de la barranca, cayó este recomendable oficial en manos del enemigo».

»El valor e intrepidez que han manifestado la oficialidad y tropa de mi mando, los hace acreedores a los respetos de la patria y atenciones de V.E. Cuento, entre éstos, al esforzado y benemérito párroco doctor don Julián Navarro, que se presentó con valor, animando con su voz y suministrando los auxilios espirituales en el campo de batalla. Igualmente lo han contraído los oficiales voluntarios don Vicente Mármol y don Julián Colvera que, a la par de los míos, permanecieron con denuedo en todos los peligros. Seguramente el valor e intrepidez de los granaderos hubiera terminado en este día de un solo golpe las invasiones de los enemigos en las costas del Paraná, si la proximidad de las bajadas, que ellos no desampararon, no hubiera protegido su fuga; pero me arrojo a pronosticar sin temor que este escarmiento será un principio para que los enemigos no vuelven a inquietar a estos pacíficos moradores

Al darlo a conocer en La Gaceta, el redactor oficial de esta publicación acompañólo de los comentarios entusiastas y elogiosos que el vencedor y los vencedores se merecían: «Loor y gratitud -decía el redactor de dicho periódico- a estos dignos defensores de la patria, que en el primer ensayo de sus fatigas militares han dejado la memoria de sus heroicos esfuerzos en los corazones de sus conciudadanos, y en el ánimo de los enemigos de la libertad, la idea del temor y del escarmiento. Éstos recordarán con espanto el 3 de febrero de 1813, y los patriotas consagrarán este glorioso día a la admiración que inspira el valor de los héroes». [5]

Antes de finalizar el mes de febrero, San Martín se dirigió de nuevo a su gobierno para hacer un acto de justicia reparadora con los granaderos que en San Lorenzo habían honrado la patria con el sacrificio de sus vidas. Textualmente, decía: «Como sé la satisfacción que tendrá V.E. en recompensar las familias de los individuos del regimiento, muertos en la acción de San Lorenzo, o de sus resultas, tengo el honor de incluir a V.E. la adjunta relación de su número, país de su nacimiento y estado. No puedo prescindir de recomendar particularmente a V.E., a la viuda del Capitán don Justo Bermúdez, que ha quedado desamparada con una criatura de pecho, como también a la familia del granadero Juan Bautista Cabral, natural de Corrientes, que, atravesado por dos heridas, no se le oyeron otros ayes que los de ¡Viva la patria!; muero contento por haber batido a los enemigos; efectivamente, a las pocas horas feneció, repitiendo las mismas palabras

La proposición de San Martín no fue desoída, y el 6 de marzo, el gobierno refrendó el siguiente decreto: «Considérense a las viudas de los valientes soldados que han rendido su vida en defensa de la patria y escarmiento de piratas agresores, con las pensiones asignadas según sus clases y muy particularmente a la viuda del Capitán Bermúdez. Fíjese en el Cuartel de Granaderos un monumento que perpetúe recomendablemente la existencia del bravo granadero Juan Bautista Cabral en la memoria de sus camaradas, y publíquese el presente oficio con este decreto y la adjunta nota en la Gaceta ministerial para noticia y satisfacción de los interesados, tomándose razón en el tribunal de cuentas». [6]

Pero así como San Martín era un Capitán valeroso que sin piedad alguna cargó sobre los realistas cuando fue necesario para ejecutar un castigo, lo era humanitario y compasivo cuando tras del guerrero debía darse a conocer el hombre de corazón. Para demostrar hasta qué grado lo fue en estas circunstancias, no basta recordar la deferencia y magnanimidad con que trató a los vencidos. En esto fue su colaborador y ejerció los oficios de un buen samaritano el viajero aquel que estaba a su lado y que ya conocemos con el nombre de Robertson. En la noche, antes del combate, y estando en la posta de San Lorenzo, Robertson había abierto ya sus maletas de provisiones y ahora volvió a abrirlas para refrigerar con ellas a vencedores y vencidos. San Martín aceptó la ofrenda. Españoles y criollos comieron el pan y bebieron el vino que se complacía en poner en manos de San Martín este hijo de Albion, y mientras este ágape de refrigerio se llevaba a cabo, Robertson subía de nuevo a su diligencia y se despedía de San Martín para proseguir su viaje. «Dándole un cordial adiós -nos dice él-, abandonó el teatro de la lucha con pena por la matanza, pero con admiración por su sangre fría e intrepidez

Un mes más tarde, Robertson llegaba a Asunción, capital del Paraguay, y ante sus pupilas inquietas renacía el panorama de guerra que había contemplado y la hora aquella en que los granaderos de San Martín, con éste a la cabeza, «hicieron su obra de muerte».

Cuenta la crónica que al día siguiente del combate, los españoles, faltos de víveres frescos para alimentar a sus heridos, optaron por enviar a San Martín un parlamentario y que eligieron para dicho objeto al mismo Zabala. Éste abandonó el buque en que se había refugiado después de la derrota, escaló los barrancos teñidos todavía con la sangre de los heridos y después de cruzar la pampa aquella en que se había producido el entrevero, se presentó a San Martín, quien no sólo lo recibió con los cumplidos del caso, sino que lo invitó a un suculento desayuno, animado él por la más sincera cordialidad, y concluido éste, como realizado el propósito de su entrevista, Zabala se reembarcó nuevamente siendo ya la hora de siesta, gratamente impresionado por la acogida que le había dispensado su vencedor. Cuéntase igualmente que antes de despedirse de San Martín, Zabala se dejó llevar de su expansión y le declaró que el propósito que perseguía con su crucero era el de burlar la vigilancia de las baterías de Punta Gorda -estas baterías las había construído Holemberg, el oficial aquel que había llegado al Plata en 1812 en la caravana presidida por San Martín- e interceptar, por este modo, el comercio entre el Paraguay y Santa Fe. Se esperaba para esto una noche propicia, y sólo ocasionalmente y con el fin de hacerse de víveres, se había procedido a ese desembarco en San Lorenzo. Pero, cierta o no cierta esta versión, es un hecho que Zabala quedó profundamente reconocido a San Martín, y cuéntase aún que, a partir de ese momento, juró «servir a las órdenes de aquel militar cuya feliz estrella preveía».

Derrotado Vigodet en 1814, Zabala dejó Montevideo y cuando San Martín se encontraba en Mendoza se le presentó allí para ofrecerle sus servicios. Por razones de delicadeza y de pundonor, el intendente de Cuyo rehusó aceptarlo, pero magnánimo como siempre y conocedor de las brillantes cualidades que adornaban a Zabala, concluyó por ponerlo bajo sus auspicios acordándole una modesta pensión.

Los realistas no pudieron desconocer la bizarría con que San Martín obtuvo tamaña victoria, y don Rafael Ruiz, jefe de las tropas de desembarco, así lo testimonió cuando escribió su parte. «Por derecha e izquierda del monasterio, dice él al reconstruir el combate, salieron dos gruesos trozos de caballería formados en columna y bien uniformados que a todo galope, sable en mano, cargaban despreciando los fuegos de los cañoncitos que principiaron a hacer estragos en los enemigos desde el momento que los divisó nuestra gente. Sin embargo, de la primera pérdida de los enemigos, desentendiéndose de la que le causaba nuestra artillería cubrieron sus claros con la mayor rapidez, atacando a nuestra gente con tal denuedo que no dieron lugar a formar cuadro.» Ruiz concluye su parte, diciendo: «Ordenó Zabala a su gente ganar la barranca, posición mucho más ventajosa, por si el enemigo trataba de atacarlo de nuevo. Apenas tomó esta acertada coincidencia, cuando vio al enemigo cargar por segunda vez con mayor violencia y esfuerzo que la primera. Nuestra gente formó, aunque imperfectamente, un cuadro por no haber dado lugar a hacer la evolución, la velocidad con que cargó el enemigo

Un historiador español, Mariano Torrente, no puntualiza los pormenores de este combate, pero declara que la Marina española antes de San Lorenzo contaba el número de sus triunfos por el número de sus empresas; pero que a partir de ese desembarco en aquel paraje «chocaron con un jefe tan afortunado y valiente como San Martín y tuvieron que cederle el honor de la victoria» [7]

En el propio sentir de este historiador, San Lorenzo estimuló en San Martín «la arrogancia militar», y lo incitó a lanzarse a nuevas empresas.

Esta victoria, como se ve, no fue una gran victoria en el sentido militar propiamente dicho. Con un entrevero de cuatrocientos hombres, entre atacantes y atacados, se libra combate, pero no se libra una batalla. Hay triunfos, sin embargo, que, siendo pequeños en apariencia, lo son grandes por sus efectos trascendentales, y esto sucedió con San Lorenzo, combate en el cual con sólo dos cargas San Martín liquidó al enemigo en un brevísimo espacio de tiempo. Con todo, nada lo hinchó, ni nada le permitió clasificar de victoria lo que a su entender -la modestia fue siempre en San Martín un rasgo fundamental- era sólo un «escarmiento».

En realidad, el nombre es apropiado y exacto. Los españoles eran incorregibles en sus piraterías. Abordaban las costas patriotas y las saqueaban. El terror había comenzado a posesionarse de ellas; era necesario, pues, así como se hace con los niños malhumorados e incorregibles, aleccionar a los saqueadores una vez por todas. De esto se encargó San Martín y a fe que con tanto éxito que después de la sableada aquella de San Lorenzo, ni en el Paraná ni en sus vecindades volvieron a aparecer estos emisarios de Vigodet. El castigo era trascendental, y si no tanto como el de una batalla, lo suficiente para poner al enemigo en guardia y hacerle saber que la patria, como luego lo cantó el poeta, poseía ya al domador de lo hispano.

Aparte de ser un triunfo neto y cabal, es San Lorenzo el triunfo precursor de otros mayores. No era el sable de San Martín un sable bisoño, ni carecía de temple. Los ejércitos de la Península lo habían visto ya relucir con brillo en Arjonilla, en la Cuesta del Madero y en Bailén. Faltaba sólo que lo viera su patria, y el ensayo épico resultó tan auspicioso, que a partir de esa hora, San Martín quedó consagrado como el primer soldado de la Revolución. Inspirar confianza es ya un éxito y San Martín la inspiró cabal, amplia y sin medida, no sólo en la familia militar, encargada de defender a la patria, sino aun en la familia mística que oraba por su triunfo. Evidenciáronla, no sólo los criollos que, a pesar de su monacato, sentían la patria; evidenciáronla los mismos religiosos peninsulares, y dos días después del triunfo, el Superior del convento de San Lorenzo le dirigía a San Martín una solicitud para que éste a su vez interpusiera sus servicios en pro de aquella comunidad. «Este colegio, escríbele a San Martín fray Pedro García, hablando por sus principales individuos, juntos para el presente objeto, dice: que cuando en las circunstancias de aflicción de estos días en nada pensó tanto como en aliviar a los necesitados heridos de la patria y subvenir a los sanos de ella, tuvo la gustosa satisfacción de hacer palpables, no sólo a V.E. y a todos sus oficiales, sino también a sus mejores soldados, los sentimientos de adhesión y amor de que está animado. No sólo el santo y apostólico ministerio de su instituto, con los principios de religión, lo estimularon a ello, como lo han estimulado hasta aquí en cuantas ocasiones se ha ofrecido, sino también la penetración que todos y cada uno de los individuos de esta casa tenemos de la justa causa que se está sosteniendo. Y cuando a tan poderoso motivo se junta el debido agradecimiento a las estimaciones y distinciones de honor y confianza que constantemente he recibido del paternal, piadoso y justo Superior Gobierno, ninguna otra remuneración apetece que ver la continuación de estas causas de su placer. En cuya inteligencia no tiene V.S. que escuchar más las voces de su religioso y compasivo corazón, para repetir sus instancias caritativas en cuanto a satisfacer los intereses que tan gustosamente ha expedido este colegio para el socorro de su tropa; porque si cuanto resta se hubiera gastado totalmente, no daría otra contestación que la insinuada y sólo añadiría el dulce placer de haberlo todo consumido en el más oportuno remedio de la patria que se lo pudo ofrecer.» «Gozosa esta comunidad, continúa el solicitante, con la victoria conseguida a la puerta de su domicilio y satisfecha de haber estado pronta y con alguna aptitud para tal efecto y sus resultas, suplica a V.S. únicamente que, para sello de las complacencias más gustosas de esta familia religiosa y su posible seguridad, contribuya, si lo tiene a bien, para que el Superior Gobierno la certifique de su confianza y por ella mande que esta comunidad no se entienda jamás comprendida en los decretos que universalmente se expidan, si algunos expidieren contra europeos, no viniendo expresamente declarados los que componen este colegio, cuyos sentimientos son tan unos con los de la patria y cuyo actual Gobierno, como ha hecho ver en las indudables pruebas por palabras y obras que a todos son notorias desde aquel principio que en la instalación de la Primera Junta la congratuló por escrito, cuya contestación reserva con el debido aprecio». [8]

Como se ve, la patria no era ya una esperanza; era una realidad, y San Martín surgía como su fuerza o entidad auspiciosa. La trayectoria de este héroe sería continental. Sus victorias lo llevarían del Plata a Cuyo y de aquí a los Andes, y desde Valparaíso, dominando al Pacífico, hasta los muros de Lima; pero esto no haría olvidar a San Lorenzo, punto inicial de su trayectoria. La piedra fundamental de sus triunfos está ahí y es por esto que siendo pequeño como triunfo -dado lo reducido de su teatro y de sus beligerantes-, no lo es considerado en sí y en su trascendencia.

 

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[1] Archivo de San Martín, vol. II, pág. 13.

[2] Archivo de San Martín, vol. II, pág. 13.

[3] Según las instrucciones escritas, que le fueron entregadas al ponerse en viaje, San Martín estaba autorizado para que, sin restricción alguna, tomase las medidas que estimara convenientes para mejor dirección de la empresa y desempeño de su cometido. Textualmente se le dice: «Podrá circular órdenes a todos los jueces de los partidos, alcaldes, comandantes militares y hacendados del tránsito para que le franqueen todos los auxilios de caballadas, reses y cualesquiera otros que necesitare para la expedición».

»Si los enemigos no hubiesen desembarcado y avistasen los buques, estará a la observación de sus movimientos, y en el caso de que bajasen, regresará sin perderlos de vista, verificando caminos, si hubiese, hasta llegar a Punta Gorda. Si los enemigos hubiesen desembarcado y hecho alto en algún punto de la costa y la fuerza fuese superior y decidida a batirse con los que los ataquen, podrá pedir auxilios al teniente gobernador de Santa Fe, bajo la calidad de devolverlos en caso de que pasando de Punta Gorda los buques para arriba, se tema intenten un desembarco en aquel punto, y entonces le aumentará de la fuerza que lleva, el refuerzo que crea conveniente

En estas instrucciones se le dice a San Martín que «en el caso en que él vea que los marinos españoles se encuentran empeñados en destruir las baterías de Punta Gorda, o en desembarcar en la costa opuesta por el Paso del Rey, esperará el resultado para decidirse a regresar, observándolos si vienen río abajo, o pasar a Santa Fe a auxiliarla en el caso previsto». Concluyen estas instrucciones diciendo: «En cualquier lance imprevisto que no se haya prevenido en esta instrucción, dejan al discernimiento y conocimientos militares del Coronel don José de San Martín tomar las medidas que estime oportunas para la seguridad de la empresa de honor de las armas de la patria».

Estas instrucciones están datadas en Buenos Aires el 18 de enero de 1813, y al día siguiente se le hace saber al gobernador de Santa Fe que San Martín se pone en marcha, con las tropas de su mando y que tenga a su disposición «los botes, balandras y canoas que pudiesen reunirse para facilitar con prontitud el transporte de la referida tropa». En igual fecha, y en otro oficio dirigido a San Martín, se le dice: «El gobierno descansa en el celo infatigable de U.S., y espera el mejor resultado a los intereses de la patria».

[4] Cartas sobre el Paraguay. Traducción de Carlos A. Aldao, pág. 134.

[5] Al pie de su parte anota San Martín estos pormenores: «El comandante de la escuadra enemiga me ha remitido un oficial parlamentario solicitando le vendiese alguna carne fresca para sustentar a sus heridos, y en consecuencia he dispuesto se facilite media res, exigiéndole antes su palabra de honor de que no será empleada sino con este objeto».

»Siguen trayendo más muertos del campo y de las barrancas, como igualmente fusiles.» Y luego: «He propuesto al oficial parlamentario si el comandante de la escuadra quiere canjear al único prisionero don Manuel Díaz Vélez». Según la relación presentada el 25 de febrero al gobierno por el comandante José Zapiola, los granaderos muertos en la acción de San Lorenzo fueron los siguientes: «Jenuario Luna, Juan Bautista Cabral, Basilio Bustos, Feliciano Silva, Ramón Saavedra, Blas Vargas, Ramón Anador, José Márquez, Domingo Pourteau, José Manuel Díaz, Julián Alzogaray, Domingo Soriano Gurel, Juan Mateo Jelves y José Gregorio. Todos eran solteros, menos Ramón Saavedra, que era casado. Luna, Bustos y Gregorio eran de San Luis; Cabral y Salvas, de Corrientes; Saavedra, de Santiago del Estero; Anador y Soriano Gurel, de la Rioja; Márquez y Díaz, de Córdoba; Jelves, de Buenos Aires; Alzogaray, de Chile, y Pourteau, de Saint Godin, localidad del departamento de la Alta Garona en los Pirineos. A la lista de estos muertos hay que agregar el nombre del Capitán Justo Bermúdez, que a consecuencia de sus heridas falleció en San Lorenzo el día 14 de febrero. Todo esto hace un total de 14 soldados muertos y un oficial, o sean quince bajas.

»Aun cuando no fueron heridos se distinguieron en este combate el Teniente don Mariano Necochea; el Alférez don José Fernández de Castro; el portaestandarte y ayudante en comisión don Manuel Escalada; el cadete don Pedro Castelli; el soldado don Juan Esteban Rodríguez ; los oficiales voluntarios Vicente Mármol y Julián Colvera, y el cura párroco de la capilla del Rosario, que luego regresó a Buenos Aires con San Martín, don Julián Navarro

Dice San Martín que la compañía de granaderos Nº 11 (ver: San Martín, Su Correspondencia, pág. 115) no pudo llegar, por falta de caballos para su transporte, hasta el día siguiente de la acción.

[6] Lo dispuesto por el gobierno se cumplió a la letra, y pocos días después, sobre la gran puerta del cuartel del Retiro, se colocó . un cuadro destinado a perpetuar este acontecimiento, y en el cual se grabó la siguiente leyenda: «Juan Bautista Cabral murió heroicamente en el campo de honor». Mientras existió el regimiento de Granaderos, cuando se pasaba revista por la tarde en la primera compañía del escuadrón a que Cabral había pertenecido se le saludaba llamándolo por su nombre. Cuando éste resonaba, el sargento más antiguo daba esta respuesta: «Murió en el campo del honor, pero existe en nuestros corazones. ¡Viva la patria, granaderos! »-Ver: Revista de Buenos Aires, tomo 4, pág. 568.

[7] Historia de la Revolución Americana, t . I, pág. 34 5.

[8] JUAN ESTEBAN GUASTAVINO: San Lorenzo, pág. 224.