CAPÍTULO 5
SAN MARTÍN EN ÁFRICA, EN EL ROSELLÓN Y EN PORTUGAL
SUMARIO.- España al finalizar el siglo XVIII.- San Martín no se desprende del tronco europeo a impulso de una simple aventura.- Lo que era el Ejército español en aquel entonces.- San Martín se hizo soldado en la guerra y no en las academias.- Estando en Málaga solicita su ingreso de cadete en el regimiento de Murcia.- Sus guarniciones en Africa y luego en Aragón.- Solidaridad entre los Borbones de Francia y de España.- El Ejército español dividido en tres cuerpos responde a la guerra declarada por la República francesa.- San Martín bajo las órdenes del General Ricardos en el Rosellón.- Después de batirse en Port Vendres, se retira con su regimiento a Colliure.- Manuel Tadeo y Juan Fermín, sus hermanos, hacen la misma campaña.- San Martín llega a los diez y ocho años de edad con tres promociones.- La paz entre España y el Directorio francés.- San Martín a bordo de La Dorotea en el combate del cabo de San Vicente.- Influencia que el mar ejerció sobre San Martín.- La guerra de España contra Portugal.- Después de terminada ella, con su regimiento, de Campo Mayor regresa a Cádiz.- Por rara coincidencia O'Higgins, el futuro director de Chile, encontrábase en Cádiz cuando San Martín partió de allí para dicha guerra.
Ninguna nación del Viejo Mundo poseía al finalizar el siglo XVIII un dominio tan vasto como el que poseía España. Puede decirse que era ella dueña absoluta de islas, de mares y de continentes, y por esta misma razón no pudo escapar al drama social, militar y político que afectó a la civilización en aquel entonces el cambio filosófico de las ideas.
Colocada la Península entre la Europa continental y las porciones de América que formaban su dominio indiano, tuvo forzosamente que soportar los choques violentos que partieron de ambas extremidades, ya para destruir a la Europa monárquica en aquella parte, ya para crear pueblos libres y dar vida a nuevas nacionalidades en el Continente en que estaban asentadas sus colonias. Como resultado del contragolpe sufrido avivóse en ella el instinto conservador de la defensa. España, que no tenía guerras, tuvo que ir a la guerra; pero mientras que al guerrear en su propio solar, guerreaba para defender su trono, y para oponer una valla al despotismo de un César triunfante, al guerrear más allá de los mares lo haría para sofocar en germen la insurrección de aquellas presidencias y virreinatos que se declaraban independientes al amparo de los nuevos principios.
El resultado final de esta lucha no llegó sino después de un largo y doloroso proceso. Presidióla el relampaguear doctrinal en la mente de sus precursores y, a no dudarlo, San Martín impregnóse en su aislamiento peninsular de los postulados pragmáticos de la libertad, cuando para la América esta virtud social y política sólo podía ser una esperanza.
Como lo veremos a su hora, San Martín no se desprendió del viejo tronco europeo a impulso de una simple aventura. Lo hizo porque se sentía dominado por una razón de dignidad y de amor a la especie humana y porque la propia vida que vivía demostróle en el libro abierto de los acontecimientos, que el hombre no cumple su destino si no destruye lo despótico para vivir lo libre. Pero una personalidad semejante, tan completa y tan múltiple, nos resultaría incomprensible si previamente no la estudiásemos en lo que ella tiene de hispánico. No era San Martín el hombre de las decisiones impremeditadas. Era reflexivo hasta en el detalle, y no nos cabe duda que antes de volcarse por entero en el drama de la revolución americana sufrió una reacción evolutiva que hizo primar en él todo lo que era criollo sobre todo lo que era peninsular.
Conviene, pues, que antes de saberlo Libertador y Gran Capitán, lo estudiemos en el medio militar que fue su primer teatro. San Martín, en lugar de hacerse soldado con la revolución, como sucedió con tantos otros jefes desde Bolívar a O'Higgins, fue soldado para la revolución. Este es precisamente uno de sus méritos y esto explica el por qué lo orgánico predominó en él sobre lo impulsivo y siendo un táctico no pudo ni improvisar batallas, ni dejarse arrastrar por la veleidad de los acontecimientos. Gloria es de España -y esto aun cuando pueda creerse una ironía- el habernos dado un soldado de semejante talla; pero gloria es de América el habernos descubierto a un libertador, bajo el uniforme aquel de Teniente Coronel con que se trasladó de Cádiz al Plata el que había cimentado su renombre de pundonoroso y de bravo en batallas campales contra Napoleón.
Por lo mismo que España era una potencia continental y transatlántica a la vez, tenía en ese entonces uno de los ejércitos más poderosos del continente europeo. Por desgracia para ella, en las postrimerías del siglo XVIII ese ejército se resentía de defectos capitales que afectaban los unos a su táctica, y los otros a su régimen y a su organización. El ejército, que no bajaba de ciento treinta mil hombres, se dividía en tres clases, una de las cuales la componía el ejército propiamente dicho; la otra, las milicias regimentadas, y la tercera, los cuerpos urbanos, fijos y territoriales. El sistema de reemplazo constituíalo el enganche o reclutamiento voluntario y las quintas y levas consideradas como una especie de reclutamiento forzado.
Las guerras de España contra el Directorio primero, y contra Napoleón después, sorprendieron a este ejército en plena renovación de sus métodos. Hombres como don Manuel Álvarez y el General Pardo Figueroa, habían comprendido que era necesario proceder a la renovación de estos valores educacionales y tácticos y así lo ensayaron. Desgraciadamente, la política se mezcló con lo militar, y las intenciones aquellas quedaron frustradas.
«Después de la guerra de Portugal, en 1802, nos dicen los autores de una memoria histórica que tenemos delante, el inspector don Francisco Negrete, deseando hacer cesar el desconcierto y abusos que se notaban en la escuela de compañía y batallones, encargó a don Joaquín Blake, entonces Coronel del regimiento de la Corona, la formación de un manual de instrucción para toda la infantería y le mandó ensayarlo con los batallones de su regimiento que se hallaban entonces en Getafe. Asistió Negrete a los ensayos y pareció aprobarlos; pero, sin embargo, no se revocó positivamente la orden dada en tiempo de Oquendo y así es que en muchos regimientos subsistía aún la escuela del año sesenta y ocho, en otros se maniobraba según la táctica del noventa y seis, en algunos se ejecutaban las evoluciones del reglamento del noventa y ocho, y el desorden llegó a tal punto que hubo paradas de guarnición en que los soldados de distintos regimientos cargaban el fusil de distinto modo.»
Dice este mismo documento que en tiempo de paz los cuerpos estaban a las órdenes del Capitán General de la región, pero sin formar ejército ni darle conocimiento de su situación interior; y que en tiempo de guerra se formaban con premura brigadas y divisiones compuestas de distintas armas, no teniendo vínculo que el que podían darle los estados mayores formados también con igual premura. Textualmente nos dice: «Los Generales no conocían a los jefes de los regimientos ni podían formar juicio del estado en que se hallaban los cuerpos. Así es que los primeros meses de la guerra estaban destinados a su sangriento aprendizaje, hecho a costa de la vida de los soldados, a costa de la fortuna de los particulares y a riesgo del honor de nuestras armas. Como no había tren para la artillería, al empezar la campaña se formaban por contrata y a precios exorbitantes, brigadas de mulas, que se repartían en número de piezas; pero como los conductores no eran militares, ni los ligaba la obligación, ni los estimulaban las recompensas, solían evadirse al menor riesgo, dejando inactivos y abandonados los cañones. Propúsose varias veces al Príncipe de la Paz el remedio de estos daños que tan caros costaban al Rey y a los pueblos; pero todos los proyectos se estrellaron contra los cálculos mezquinos de una funesta economía y, sobre todo, contra la orgullosa ignorancia, para quien es más fácil condenar y desechar las innovaciones que examinarlas y aprenderlas». [1]
Pero lo grave del mal no estaba sólo ahí. El ejército en cuestión carecía de lo que es fundamental a una institución armada, es decir: no tenía academia. «Después que se cerraron los colegios de Ocaña y Puerto de Santa María, leemos en este mismo documento, la enseñanza de los cadetes quedó confiada en cada regimiento a un oficial, que regularmente se dedicaba a instruirlos en los primeros rudimentos de aritmética y geometría y en hacerles aprender de memoria las ordenanzas generales y la escuela del recluta, de compañía y de batallón, y aun solían olvidar estas lecciones luego que salían a oficiales, ya porque los ejemplos de una fácil y rápida elevación debida a la intriga y no al mérito, les hacía mirar a ésta como inútil, ya porque carecían de medios y aun de tiempo para instruirse.»
Si apuntamos estos antecedentes y pormenores, no es en modo alguno con ánimo de desacreditar una institución armada que, a pesar de todos estos defectos, fue gloria de la Península. Lo hacemos sólo con el fin de señalar el ambiente militar y docente en que le tocó formarse a San Martín y para concluir con todas las leyendas que lo presentan como un cadete destacado, tan pronto en el Colegio de Nobles, tan pronto en las academias militares.
Como lo verá el lector, la academia o el colegio en que se formó San Martín como hombre de guerra lo fue la guerra misma. Era el 1 de julio de 1789, cuando estando en Málaga dirigió al Conde de Bornos una solicitud para que se le admitiese como cadete en el regimiento de Murcia. En esa solicitud recordaba San Martín que era hijo del Capitán don Juan de San Martín, que estaba agregado al Estado Mayor de dicha plaza y que, a ejemplo de su padre y de sus hermanos, ya cadetes éstos en el regimiento de Soria, deseaba él seguir igual carrera incorporándose en el regimiento de Murcia. A ésta su solicitud acompañó San Martín los documentos del caso -presumimos que entre éstos se encontraba la copia de su partida de bautismo que lo acreditaba nacido en Yapeyú, virreinato de Buenos Aires-, y después de examinados por la autoridad competente tomóse por el Marqués de Zayas esta providencia: «Habiéndome el suplicante hecho constar con la debida formalidad el concurrir en su persona todas las circunstancias que previene Su Majestad en sus reales órdenes para la misión de cadetes, en esta calidad se le formará a don José Francisco de San Martín asiento en el regimiento de infantería de Murcia, cuyo Coronel dará las órdenes convenientes al cumplimiento de este decreto». [2]
Ignoramos la fecha exacta de su incorporación a dicho regimiento, pero sabemos que al poco tiempo de ingresar en Málaga como cadete, pasó de allí a prestar servicio en las guarniciones de África. Es su propia madre quien nos dice que su hijo José «ha hecho tres campañas en la defensa de las plazas de Melilla y Orán» y en su foja de servicios leemos que su destacamento en Melilla duró cuarenta y nueve días.
Su bautismo de fuego recibiólo San Martín, no en Europa, sino bajo el cielo africano, el 25 de junio de 1791. Se encontraba en ese entonces en Orán con una compañía de granaderos cuando se presentaron repentinamente los moros y se hizo necesario contener este asalto. El joven cadete sólo tenía quince años, pero esto no fue obstáculo para que diese pruebas de su valor, y durante treinta y siete días mantuvo la lucha armada a que los defensores de dicha plaza se vieron obligados por el insistente fuego de los asaltantes.
Del África, pasó San Martín con su regimiento al ejército de Aragón y fue allí en donde le sorprendió la guerra de España contra el Directorio. Hasta fines del siglo XVIII, como lo hemos visto, el régimen de la autoridad apoyábase en el absolutismo. Los reyes eran considerados como agentes de la divinidad, y más que un principio abstracto y absoluto era la soberanía un privilegio personal y exclusivo de las testas coronadas. Fueron las colonias inglesas de la América del Norte las primeras en dejar sentir lo arbitrario de un tal principio, e insurreccionándose contra la Metrópoli, que las gravaba con impuestos que creían injustos, demostraron que el orden social podía fundamentarse sobre nuevas bases. La Francia, por su parte, era el foco intelectual de las nuevas ideas, y aun cuando en España estas ideas se habían granjeado un cierto proselitismo, triunfaban los absolutistas y rechazaban como peligrosa toda doctrina que ponía en peligro los tronos. Los Borbones de España estaban, además, entrelazados con los Borbones de Francia. Existía así una razón de solidaridad entre esta y aquella Corte, y para conjurar el peligro que se consideraba cercano a los Pirineos, los políticos españoles creyeron que era necesario y aun impostergable el ir a la guerra. Tres ministros, Floridablanca, Aranda y Godoy, sucediéronse en la dirección de este negociado, y aun cuando el segundo fue quien proyectó la coalición de España, Austria, Prusia y Cerdeña para hacer la guerra a los revolucionarios franceses, sólo a Godoy tocóle el ser el ministro de esta beligerancia. Llevado éste al poder más que por sus propios méritos por la intriga y por el favoritismo -sabemos el flaco que por él tenía la Reina doña María Luisa, esposa de Carlos IV-, comenzó su política entablando negociaciones con la Convención. Sabían los miembros del gobierno revolucionario francés, o así lo sospecharon, que el fin que perseguía el ministro de Carlos IV, no era tanto la guerra, ya fuese para hacerla o para impedirla, sino la liberación de Luis XVI, condenado ya al cadalso. Quisieron, pues, impedir el que se llegase a la liberación de un monarca sobre cuya cabeza querían dejar sentir el peso brutal y macabro de la guillotina, y adelantándose a los acontecimientos, el 7 de marzo de 1793, los franceses declararon la guerra a España. Un gesto fue respondido con otro gesto y pocos días más tarde, después de pactar una alianza con Inglaterra, el Rey de España hizo por su parte otro tanto. Los preparativos militares lleváronse a cabo con la celeridad que las circunstancias lo exigían. El ejército español fue dividido en tres cuerpos y escalonado a lo largo de la frontera, desde las provincias vascongadas hasta los Pirineos Orientales, sobre el Mediterráneo. El General Ventura Caro, asumió el comando del primer cuerpo; el del centro, que lo era el de Aragón, le fue confiado a Castel Franco, y el destinado a actuar en Cataluña quedó bajo las órdenes del General Ricardos. La campaña de 1793 puede considerarse en sentido general como favorable para las armas españolas. El General Caro llegó a posesionarse de Hendaya y el General Ricardos llevó su ofensiva hasta penetrar en el Rosellón. Las flotas inglesa y española se dejaron sentir por el Mediterráneo, y Tolón cayó en manos de los coligados.
A San Martín, joven cadete del regimiento de Murcia, tocóle batirse contra los franceses en las diferentes alternativas que tuvo el avance de Ricardos en el Rosellón. Distinguióse de una manera sobresaliente en la defensa de «Torre Batera» y de «Creu del Ferro». Tomó parte en los ataques a las alturas de «San Marzal», como en el que se llevó a cabo contra las «Baterías de Villalonga», en octubre de 1793, y en diciembre de ese mismo año participó en la salida a la «Ermita de San Luc» y en el ataque al reducto artillado de «Banyuls del Mar».
El año de 1793 vínolo a finalizar San Martín conquistando honrosamente sus primeros galones. El 12 de junio firmó Su Majestad en Aragón una real orden nombrándolo segundo Subteniente en el regimiento de infantería de Murcia, y el General Ricardos, que se encontraba en su cuartel general de Thuir, escribió de su puño y letra al pie de este documento: «Cúmplase lo que el Rey manda».
Después de esta ofensiva de Ricardos en el Rosellón, las tropas españolas se retiraron al campo de Bulou y allí fueron sorprendidas por un contraataque enemigo. Por desgracia, en ese momento el ejército del Rosellón acababa de perder su jefe –el General Ricardos fue sorprendido por la muerte en Madrid en momentos en que proyectaba una mayor amplitud para sus operaciones-, y esto comprometió grandemente la suerte de las armas españolas en aquella guerra. Comprobóse entonces lo desventajoso que había sido el ir a la guerra con viejos métodos, y los franceses, que habían adoptado la táctica de Federico el Grande, se encontraron en condiciones ventajosas para decidir de una contienda en la cual no es sólo factor de victoria el valor, sino también la disciplina y la inteligencia. En vista, pues, de su inferioridad táctica, a los españoles no les quedó otro recurso que la retirada. Ésta se hizo en forma honrosa y aun heroica, y en los días 16 y 17 de mayo rechazaron en «Port Vendres» dos ataques vigorosos del enemigo. En ellos tomó parte con su regimiento y se destacó brillantemente en la defensa del Castillo de San Telmo, llave estratégica de aquella posición, el Subteniente José de San Martín. Los españoles no pudieron con todo mantenerse en esa posición y se replegaron sobre «Colliure», donde esperaban encontrarse con la escuadra del Almirante Gravina. No sucedió así y, ausente ésta, los franceses atacaron las trincheras españolas, y después de tres días de duro combate, a los defensores de Colliure -entre los cuales se encontraba San Martín- no les quedó otro recurso que rendirse.
No en las mismas filas, pero sí en la misma guerra del Rosellón, y a veces en el mismo lugar, se batieron contra la República francesa, junto con San Martín, sus hermanos Manuel Tadeo y Juan Fermín.
Como lo veremos a su hora, uno y otro habían abrazado la carrera militar y realizado en ella grandes progresos. San Martín no les superaba en años; pero, a pesar de ser el más joven, rivalizaba en valentía, en arrojo y en disciplina.
La foja de servicios de Manuel Tadeo como la de Juan Fermín y, como lo veremos igualmente a su hora, la de Justo Rufino, son honrosas, pero lo son igualmente las de José, vale decir, las de este joven soldado que habiendo iniciado su carrera como cadete del regimiento de Murcia, llegaba al grado de segundo Teniente en el mismo cuerpo, después de batirse contra los franceses en el Rosellón, como antes lo había hecho en África contra los moros, y cumpliendo diez y ocho años de edad.
Su escuela no había sido ninguna academia, sino el propio campo de batalla, y viviendo la vida de los campamentos habíase adiestrado en el manejo de las armas, en la táctica, o para vencer o para burlar al enemigo y, sobre todo, en ese espíritu de rigidez y de disciplina que, como soldado, le permitiría más tarde destacarse entre los Capitanes del Nuevo Mundo. La primera página militar de San Martín fórmala así un vivir de cinco años que lo lleva de Málaga a Orán, de aquí a Aragón y que concluye con sus proezas junto al Mediterráneo, en esa parte donde los Pirineos lucen toda su belleza geográfica.
El fracaso de esta guerra por parte de España obligóla, como se sabe, a firmar en Basilea la paz. Esta política de pacificación tenía su principal agente en el ministro Godoy; pero Inglaterra, que veía en este pacto un trastorno o una amenaza a sus planes de hegemonía -la guerra terminaba con una alianza entre los beligerantes-, no tardó en hacer sentir su descontento. Por ese tratado de paz España cedía a Francia la parte de la isla de Santo Domingo que le pertenecía y, en cambio, los franceses evacuaban los territorios que ocupaban en la Península. Firmado el tratado de paz, vino después el pacto de alianza, y ésta se hizo efectiva en San Ildefonso el 18 de agosto de 1796. Sabía Inglaterra que esta alianza iba en detrimento no sólo de su hegemonía, sino de sus intereses, y antes de que los aliados estuviesen en condiciones de hacer una guerra victoriosa, adelantó el golpe, y el 14 de febrero de 1797 su escuadra atacó a la escuadra española en el cabo de San Vicente.
En ese entonces casualmente el regimiento de Murcia, del cual formaba parte San Martín, integraba la dotación de la escuadra española del Mediterráneo y tocóle así tomar parte en un combate que finalizó con la pérdida de cuatro de sus mejores navíos.
Meses más tarde -15 de julio de 1798-, «La Dorotea», fragata en la cual se encontraba embarcado San Martín cuando tuvo lugar el combate del cabo de San Vicente, vióse atacada cerca de Cartagena por el navío inglés «León», artillado éste con sesenta y cuatro cañones. Tanto el comandante como los oficiales y la tripulación de esta fragata se defendieron con gran denuedo; pero vista la inferioridad de sus fuerzas, el triunfo se decidió por el enemigo y el combate terminó con el apresamiento de «La Dorotea».
Un contraste semejante no fue en modo alguno en desdoro de los marinos y soldados españoles, y Su Majestad, en documento público, aprobó «su desempeño y su bizarría». El propio enemigo testimonió «el atrevido valor» y destreza de los que habían salvado el honor español a bordo de «La Dorotea», y San Martín, que figuraba entre la oficialidad que los ingleses reconocían como brava, vino a merecer así el elogio de éstos y el de su monarca.
Por esa época, informóse San Martín de la muerte de su progenitor. El 4 de diciembre de 1796 el Capitán don Juan de San Martín, retirado ya en la plaza de Málaga, pasó a mejor vida; acaso el joven Teniente del Regimiento de Murcia tuvo que resignarse a esta orfandad sin acompañar de cerca en su último trance al hombre que para darle una carrera honrosa no había omitido desvelos.
El tiempo que San Martín permaneció a bordo de «La Dorotea» -un año y días- sirvióle para familiarizarse con el mar, ese elemento tan educador del carácter como de la moral. El mar fue siempre para San Martín un punto de seducción y vino a ejercer sobre él una influencia tal, que los primeros ensayos de sus gustos artísticos consagrólos a las marinas. Sábese que además de haber sido un buen dibujante, era un buen colorista, y que solía decir que en caso de indigencia, dibujando · marinas podría ganarse la vida.
Es el caso de preguntarnos si su amor por el mar no nació precisamente cuando, en su calidad de cadete, y a bordo de la flota española, hacía sus correrías navales sobre las aguas azuladas del Mediterráneo.
En 1801 tocóle a San Martín tomar parte en la guerra de España contra Portugal. En política rara vez el interés cede de sus derechos, y así como invocando el interés se hacen las alianzas, invocando ese mismo principio se las anula o se las repudia. Analizando los acontecimientos de aquella época, alguien observa que con la misma facilidad con que Portugal marchaba a remolque de Inglaterra, España marchaba a remolque de Francia, cuando ésta se encargaba de fijarle sus directivas. Es así como «si por el tratado de San Ildefonso el Gabinete español pudo aliarse con el Gabinete inglés, ahora su alianza ya no lo es con Londres sino con París». Esto se explica si se tiene en cuenta que ésa fue la hora en que un nuevo César despuntaba en el horizonte. Bonaparte ya no es el simple General de Brigada del sitio de Tolón, o de las campañas de Egipto y de Italia, es el jefe supremo de una nación que lo ha revestido con el carácter de Cónsul, y que le prepara el camino para colocar sobre su frente los laureles del emperador.
Ese César, al subir al poder, encontróse con una coalición de Estados que obstaculizaba su política, y ensayó pactar la paz con Inglaterra y con Austria, dado que Francia no tenía en ese momento otro aliado que España.
Maniobrando con el genio que le era peculiar, logró Napoleón hacer, a principios de 1801, la paz que le convenía, pero sólo Inglaterra resistióse a ella y quedó frente al déspota simbolizando la imposición. Aun cuando en ese momento no era Godoy el ministro de Carlos IV -sucesivamente lo habían sido Urquijo y Cevallos-, fue él quien manejó los entretelones de la política y de la Cancillería española. Como consecuencia de estas tramitaciones, el 29 de enero de 1801 firmóse un tratado por el cual Carlos IV obligábase a dirigir al Gobierno portugués un ultimátum para que abandonase su alianza con Inglaterra. Por otro convenio, firmado en Aranjuez, el 13 de febrero del mismo año, acordóse la formación de cuatro escuadras con el propósito de obrar la una sobre el Brasil o sobre la India, la otra para atacar a Irlanda, la tercera para reconquistar la isla de la Trinidad, y la cuarta para maniobrar en el Mediterráneo. Como Portugal resistióse a la comunicación española, se decidió la guerra, y por voluntad de Napoleón fue designado para el mando supremo del ejército el ministro Godoy, que ya ostentaba pomposamente el título de Príncipe de la Paz.
Godoy era un diplomático, pero no un militar. La guerra, pues, bajo su comando, resultaba una cosa absurda, pero esto poco importaba, dado que este comando era puramente decorativo y la guerra no la haría él, sino el ejército.
La guerra fue declarada a Portugal el 27 de febrero, por Carlos IV, y después de reunir un ejército de 60.000 hombres, distribuyólo Godoy en tres cuerpos, para que atacasen Portugal, el uno, por el Norte; el otro, por el Sur, y el tercero, por el centro, siguiendo la línea del Tajo. Esta guerra fue tan cómica como breve. Los españoles se apoderaron de Olivenza, de Zuromena, de Arronches, de Campo Mayor y de otras plazas, pero todo esto con muy poca sangre.
Bonaparte había dado orden para que un cuerpo de ejército, al mando del General Leclerc, marchase a la frontera portuguesa por Ciudad Rodrigo; pero mantenido a retaguardia, ese cuerpo poco hizo y apenas si se inició en las operaciones de la guerra. Seis meses después de iniciada ésta, Portugal aceptaba la imposición de sus enemigos, y después de un armisticio que se firmó el 6 de junio de 1801, firmóse un tratado de paz con España y otro con Francia. Por el primero de estos tratados, Portugal se obligaba a ceder sus puertos a los ingleses y a entregar a España la plaza de Olivenza. Por su parte, el rey de España se comprometía a respetar en su integridad los dominios portugueses sin excepción ni reserva.
Aun cuando el pacto éste, como la forma con que Godoy convino la paz, contrarió a Napoleón, el acontecimiento fue celebrado en Badajoz con mucha pompa y fue entonces que los soldados, acaso más por ironía que por cumplimiento, presentaron a la reina María Luisa, de quien Godoy era favorito, como trofeos de aquella campaña, varios gajos de naranjos, recogidos en los huertos portugueses. Es por esto que dicha guerra pasó a la historia con el dictado de «Guerra de los Naranjos».
En esta campaña tocóle a San Martín tomar parte en sus principales operaciones desde que se abrieron las hostilidades -mayo 29 de 1801- hasta que se firmó la paz. Figuraba en ese entonces con el grado de Segundo Ayudante, en el Batallón de Voluntarios de Campo Mayor, y como tal, asistió al asedio y toma de la plaza de Olivenza, que fue, si no la única, la sola operación destacada de esta guerra.
Sus fojas de servicios nos hablan ya por ese entonces de su valor, de su disciplina y de su capacidad. Todas le son altamente elogiosas, y sabemos por ellas que concluida esta campaña, regresó a Cádiz, y que allí quedó hasta que la epidemia de 1804 -epidemia que hizo grandes estragos en toda la comarca- puso a prueba sus sentimientos de hombre y su disciplina de soldado.
Cuando estos acontecimientos tenían lugar, encontrábase en Cádiz -rara coincidencia del Destino-- amargado por su orfandad y cavilando sobre su suerte futura, otro criollo, joven aun, y que, aun cuando no tenía, como San Martín, la espada al cinto, amaba la gloria y sentía las emociones de las cosas épicas. Era éste don Bernardo O'Higgins, natural del reino de Chile, quien después de haber comenzado su instrucción en Lima, como lo veremos a su hora, la había completado en Richemond, junto al Támesis. O'Higgins nos cuenta -así lo dice en carta a su padre- que tuvo la fortuna de ver desfilar los regimientos españoles que partían de Cádiz para iniciar las operaciones de esta guerra, y que fue causa para él de viva emulación el no poder figurar entre aquellos que, al paso de tambores y banderas desplegadas, marchaban en busca de una muerte gloriosa. No sospechaba, entonces, el que esto escribía, que entre los emulados por él se encontraba el futuro libertador de su patria, y que el que en ese momento era sólo un oficial del Regimiento de Campo Mayor -no de Murcia, como dice Vicuña Mackenna- dentro de poco cruzaría el mar, y por sus proezas en América se convertiría en el Primer Capitán del Nuevo Mundo.
[1] Historia de la Guerra de España contra Napoleón Bonaparte. Madrid, 1818.
La obra ésta fue escrita y publicada por orden de Su Majestad y fueron autores varios jefes superiores, reunidos en comisión bajo las órdenes del ministro de la Guerra.
La obra quedó incompleta y sólo se publicó su primer tomo. Actualmente son raros sus ejemplares y, por lo tanto, su adquisición muy difícil. El que hemos consultado nos lo facilitó el General don Juan Arzadun, eminente publicista y gran admirador del Libertador americano.
[2] Archivo de San Martín, tomo I, pág. 56.
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