Pasar al contenido principal
Instituto Nacional Sanmartiniano

Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana de Bartolomé Mitre. Capítulo 5. El Alto Perú. 1814

Continuamos con la publicación en línea de una de las obras cumbre de Bartolomé Mitre, su historia de San Martín, un nuevo capítulo mes a mes. En esta ocasión, "El Alto Perú".

« RETROCEDER AL CAPÍTULO 4

« ÍNDICE »

 AVANZAR AL CAPÍTULO 6 »

CAPÍTULO 5

EL ALTO PERÚ. 1814

SUMARIO.- El problema de la revolución argentina. - Las tres tendencias iniciales de la revolución. - La segregación del Paraguay. - Causas de la anarquía de la Banda Oriental. - Etnología y geografía del Alto Perú. - Primera campaña de la independencia en el Alto Perú. - Cotagaita y Suipacha. - La derrota del Desaguadero. - Carácter de la insurrección altoperuana. - La ley de las derrotas y victorias de la revolución. - Las fronteras de la revolución argentina. - Composición del ejército realista. - Debilidad moral del ejército argentino. - Planes de Pezuela. - Los realistas ocupan a Jujuy y Salta - El ejército del Norte se reconcentra en Tucumán. - La guerra de partidarios en el Alto Perú. - Aparición de Arenales. - Atrocidades de Goyeneche y Landívar. - Represalias. - Descripción del Alto Perú. - Campaña de Arenales en Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. - Batalla de La Florida. - Importancia de .estas operaciones.

I

Al recibirse San Martín de los restos del ejercito del Norte, se encontró frente a frente del más arduo y complicado problema de la revolución argentina. Aunque su solución envolvía la unidad política de las Provincias Unidas del Río de la Plata y los destinos de la revolución americana, no había sido hasta entonces señalado siquiera a la observación. Este problema era el desenvolvimiento de su acción militar.

La revolución argentina, vaciada en los moldes de las antiguas divisiones administrativas de la colonia, había surgido con una constitución territorial que le daba una personalidad nacional bien definida; pero dentro de sus lineamientos tenía ya las proyecciones de una revolución más lata y compleja. Tres tendencias marcadas caracterizaron, en consecuencia, su política militante desde sus primeros pasos.

Constituir una nueva nacionalidad dentro de los límites geográficos del virreinato del Río de la Plata, fue la primera. Dilatar su acción, promoviendo la erección de nuevas nacionalidades sudamericanas, y buscar en ellas aliados naturales, era la segunda. La tercera era llevar sus armas más allá de sus fronteras, extendiendo la insurrección y remover los obstáculos que se opusiesen a su expansión. A la tendencia nacional de integrar para la revolución todo el antiguo virreinato, respondían las expediciones militares sobre el Paraguay y Montevideo. Al propósito de constituir una nación aliada, respondían los trabajos diplomáticos y los auxilios bélicos que habían dado por resultado la insurrección de Chile y su alianza ofensiva y defensiva con las Provincias Unidas. A la idea de la propaganda revolucionaria por las armas, respondía la guerra declarada al virreinato del Perú, el cual, en sostén de los fueros soberanos de la metrópoli, negaba a las colonias hispanoamericanas el derecho de darse gobiernos propios, y había substraído las Provincias del Alto Perú al dominio legal del gobierno del Río de la Plata. El ejército del Norte, bajo la denominación significativa de Auxiliador del Perú, respondía a la vez a esta triple exigencia. Su misión había sido y era incorporar las provincias del Alto Perú al sistema político y militar de las del Plata, como parte integrante del virreinato; llevar por este camino las armas triunfantes de la revolución hasta Lima, centro del poder español en Sud América, y por último, convertir el Bajo Perú, como ya lo era Chile, en aliado de la revolución argentina.

Este vasto programa, que diseña claramente desde los primeros días, y que el tiempo ha puesto de relieve, entrañaba el arduo problema social, político y militar que solo el tiempo debía resolver, pero que San Martín tenía que encarar por la primera vez al tomar en cuenta los antecedentes y los medios.

La expedición militar sobre el Paraguay bajo la bandera redentora, fue recibida por su población con las armas en la mano, y aunque aceptó más tarde la insurrección por su propia cuenta, rechazó la unión nacional. El Paraguay obraba lógicamente, y obedecía por instinto a su naturaleza. Miembro atrofiado del virreinato, aunque ligado geográficamente a él por el gran estuario del Plata; producto de una civilización embrionaria injertado en el tronco de una raza indígena, apenas modificada por el espíritu jesuítico, el Paraguay no tenía puntos de contacto con la sociabilidad argentina bosquejada en la cuenca del Río de la Plata. No formaba, por lo tanto, parte de su organismo rudimentario. Su resistencia, que revelaba una solución de continuidad política, determinó en el hecho una nueva nacionalidad por generación seccional. Obedeciendo siempre a la ley de la inercia, se aisló dentro de sus bosques y pantanos, se sustrajo al movimiento general y a los sacrificios comunes, y segregóse de hecho, sin encontrar dentro de sí mismo los gérmenes fecundos de la vida orgánica.

La Banda Oriental del Río de la Plata, es decir, la ciudad de Montevideo y su campaña, formaba social, política y geográficamente un nudo con la comunidad argentina. Las expediciones militares dirigidas por esta parte, fueron siempre precedidas por el alzamiento espontáneo de las poblaciones, que al enrolarse en la revolución, proclamaban la unión nacional. Pero prevaleciendo en la ciudad de Montevideo el elemento español, afirmó sobre sus muros erizados de cañones, la bandera del Rey, y se hizo el centro y el baluarte de la reacción. Esta resistencia, al decapitar el movimiento oriental, lo despojó de su carácter civil, privándole de toda cohesión y de todo elemento de gobierno regular, hasta entregarlo desorganizado a los instintos selváticos de las multitudes desagregadas de la campaña, emancipadas de toda ley y refractarias a toda regla. Tal fue el origen de la anarquía oriental, que exagerando el espíritu de independencia local, hizo política y militarmente ingobernable su revolución. Determinada así esta nueva solución de continuidad, la acción combinada de estas causas y las complicaciones de la política exterior, debían dar con el tiempo el mismo resultado de desagregación que en el Paraguay. Mientras tanto, el asedio de Montevideo se continuaba vigorosamente, con la ciudad defendida por un ejército y una escuadra realistas, y con la campaña oriental sublevada por su caudillo José Artigas a la espalda de los sitiadores, contra la revolución argentina y contra el rey al mismo tiempo, iniciándose así la doble guerra por la independencia y contra la anarquía interna que entrañaba la revolución en sus elementos políticos y sociales.

La propaganda revolucionaria, rechazada en el Paraguay y hostilizada en la Banda Oriental bajo la bandera unificadora del virreinato, triunfaba en Chile bajo los auspicios del derecho internacional, promoviendo allí una revolución que daba origen a una nueva nacionalidad bien diseñada. Empero, este triunfo solo podía ser fecundo a condición de que Chile concurriese con sus nuevos elementos contra el enemigo común, o por lo menos, que encontrase en sí mismo suficientes fuerzas para consolidar su movimiento. Todo presagiaba, sin embargo, que Chile sería vencido en su propio territorio.

En cuanto a las expediciones dirigidas sobre el Alto Perú, habían sido desastrosas, como ya se ha dicho. Por el espacio de cuatro años, el territorio de las cuatro provincias disputadas fue el palenque en que simultáneamente batallaron y alternativamente dominaron insurgentes y realistas. Los unos buscaban al través de ellas el camino de Lima y los otros el de Buenos Aires, para herirse mortalmente en el corazón de su poder. Al fin, los españoles habían quedado dueños del campo, y hacían pesar sobre el país conquistado la dura ley del vencedor.

Las provincias conocidas bajo la denominación genérica de Alto Perú constituían un mundo, una raza y un organismo aparte. Enclavado dentro del doble nudo que forma la cordillera de los Andes en la parte más culminante y céntrica de la América Meridional, y sin comunicaciones fluviales con ninguno de los dos océanos, es un país perfectamente mediterráneo. Sus altiplanicies y sus valles comprendidos dentro de la zona intertropical, ofrecen, en razón de su elevación sobre el nivel del mar, los contrastes simultáneos del invierno perpetuo y de la primavera eterna, y en consecuencia todas las producciones del orbe para alimentar su vida interna en el orden material.

La colonización del Alto Perú era una mera continuación del sistema de la época de los Incas, complicado con el antagonismo de las razas. La raza europea se había afincado en seis ciudades fundadas en sitios privilegiados, dando por mansión a los vencidos las punas heladas o los valles ardientes, en que reducidos a la condición de siervos de la gleba, trabajaban para sus señores en la agricultura o en las minas. La plebe de las seis ciudades -que representaba la mayoría de la población- se componía de la raza mezclada, raza enérgica, que era el eslabón intermediario de la cadena étnica entre conquistadores y conquistados. Todo el resto del país estaba exclusivamente poblado por la raza indígena, sometida más bien que asimilada a la ley común; sujeta a pagar tributo de capitación, y despojada de todo derecho civil y hasta de toda personalidad social. Dos lenguas indígenas tradicionalmente enemigas se dividían el país, sin confundirse. El idioma de los conquistadores era ininteligible para la masa del pueblo: solo se hablaba por la aristocracia de las ciudades. Era, por consecuencia, un organismo aparte, que si bien podía dentro de sí mismo operar su evolución por la fusión de las razas y el equilibrio de sus elementos constitutivos, apenas tenía punto de contacto con el mundo exterior.

Geográficamente, el Alto Perú era por su estructura la continuación de la región montañosa del Bajo Perú, y etnográficamente una parte integrante de ella por la preponderancia del elemento indígena. Empero, ningún vínculo moral existía entre uno y otro. Por el contrario, físicamente desligado del sistema territorial del Río de la Plata, el Alto Perú estaba moralmente identificado con las Provincias Argentinas, a cuya impulsión y atracción obedecía, aun contrariando a veces las tendencias de su organismo propio. Esto explicará algunas aberraciones aparentes en la recíproca acción histórica de ambos países.

II

Así como en la gran sublevación indígena de Tupac-Amaru, el primer grito fue dado en el Alto Perú, la primera señal del alzamiento de los criollos americanos fue dada por él en 1809 en Chuquisaca y La Paz, un año antes que en Buenos Aires, según antes se apuntó. En ambas ocasiones concurrieron fuerzas del virreinato del Río de la Plata y del Bajo Perú a sofocar estos movimientos. En el de La Paz, hechos con tendencias declaradas de independencia, uno de sus autores, hombre del pueblo, había exclamado al subir al cadalso que el fuego que había encendido no se apagaría jamás, y estas palabras repercutían un año después en el Alto Perú como un grito de redención.

Apenas apagadas aquellas chispas precursoras del gran incendio, estalló en Buenos Aires la revolución del 25 de Mayo de 1810. Su primer objetivo militar fue el Alto Perú, término septentrional del virreinato del Río de la Plata, a fin de establecer allí la nueva autoridad, a la vez de rescatarlo del dominio del virrey de Lima, que lo había declarado anexado a su gobernación para contener el contagio revolucionario. Al efecto, organizó una expedición (junio de 1810), que fuese a llevar su mandato en la punta de sus bayonetas. Habiendo el ex virrey Liniers levantado en Córdoba el estandarte de la reacción, fue atacado y vencido allí por ella, quedando así pacificado todo el territorio que se extiende desde el Uruguay, el Paraná y el Plata hasta la cordillera de los Andes y sus últimos contrafuertes por el norte. Conforme a la teoría que declaraba rebeldes a los que hicieran resistencia a la nueva autoridad nacional dentro de los límites jurisdiccionales trazados por el rey de España, en cuyo nombre gobernaba, Liniers y las cabezas de esta reacción fueron ejecutados como tales. Precedidas por el terror que esparcieron por todo el continente estas ejecuciones, las armas de la revolución avanzaron en son de guerra a reconquistar las provincias del Alto Perú, política y militarmente ocupadas por el virrey del Bajo Perú.

Al tiempo de estallar la revolución de mayo, gobernaba las provincias del Alto Perú el mariscal Nieto, anciano pusilánime que tenía por inspirador al intendente de Potosí, don Francisco de Paula Sanz, de carácter enérgico, y por brazo armado al capitán de fragata don José de Córdoba, contando con 2.000 hombres de tropas regulares para sostener su actitud de resistencia contra la Junta de Buenos Aires. En su apoyo se formó por orden del virrey del Perú un ejército de 4.000 hombres a las órdenes del general Goyeneche, sobre la línea del Desaguadero, linde de los dos virreinatos. Tales eran las fuerzas que se concentraban en la altiplanicie andina para ahogar a la revolución argentina en su cuna.

Dominada la reacción de Córdoba encabezada por Liniers, una división de 500 hombres, a las órdenes del general Antonio González Balcarce, se desprendió de la expedición, con orden de cubrir la frontera de Salta y penetrar al Alto Perú (4 de septiembre de 1810). Este fue el primer núcleo de lo que después se denominó Ejército Auxiliador del Perú. El jefe destinado a mandarlo era un veterano de la escuela rutinaria, que desde los primeros años había militado contra los indios, figurando posteriormente en las guerras contra las invasiones inglesas en 1806 y 1807 y en la de la Península contra las armas napoleónicas. Aunque carecía de la inspiración guerrera, tenía la experiencia que la suplía, y sobre todo un carácter austero y viril que se imponía, Al frente de su pequeña división, con solo dos piezas de artillería, que apenas alcanzaba a la cuarta parte de la fuerza de la vanguardia enemiga, invadió resueltamente al Alto Perú por la Quebrada de Humahuaca y se internó en sus ásperos desfiladeros.

Así que las armas de la revolución se hicieron sentir en la frontera, todo el país de la altiplanicie andina se puso en conmoción. La provincia de Cochabamba fue la primera en levantarse proclamando su obediencia a la Junta popular de Buenos Aires (14 de septiembre de 1810). Su ejemplo fue seguido por la provincia de Oruro. Armados de hondas, macanas y toscos arcabuces de estaño improvisados, los revolucionarios de Cochabamba se pusieron valientemente en campaña, interceptando las comunicaciones entre la línea del Desaguadero y la de la frontera argentina. Esta insurrección desconcertó los planes del virrey del Perú, y obligó a Goyeneche a mantenerse a la expectativa, sin poder llevar sus auxilios a Nieto y a Córdoba, que ocupaban la primera línea amenazada por Balcarce. La vanguardia de Goyeneche, que ocupaba la ciudad de La Paz, destacó una división de 450 fusileros y 150 Dragones, a órdenes del coronel Piérola, que fue completamente derrotado por 1.000 cochabambinos en el campo de Aroma (el 14 de octubre de 1810), armados en su mayor parte de garrotes, lo que dio origen a la famosa proclama: "¡Valerosos cochabambinos! Ante vuestras macanas el enemigo tiembla."

Bajo estos auspicios abrió Balcarce su campaña. Córdoba, que con la vanguardia se había situado en Tupiza, fue sorprendido por su aproximación, y se replegó a las líneas fortificadas de Cotagaita, veintiséis kilómetros a su retaguardia, de antemano preparadas para hacer frente a la invasión. Esta posición, que obstruye el camino que conduce a las cuatro provincias altoperuanas, tiene a su frente por el sur el río de Santiago a Cotagaita, a su espalda una áspera serranía y está dominada en su centro por cuatro cerros que forman un sistema defensivo, la que los realistas coronaron con diez piezas de artillería de pequeño calibre, dificultando sus aproches con trincheras. Es sin embargo accesible por su espalda, por donde se abre una ancha senda, y una marcha de flanco habría bastado para desalojar a sus defensores o estrecharlas sobre el río; pero el general argentino no iba preparado para esta operación complicada, y además carecía de la fuerza suficiente para llevarla a cabo contra fuerzas muy superiores en número y en calidad. El avance había sido una imprudencia; pero una vez empeñado el lance, decidióse a atacarla por el frente con poco más de 400 hombres, un cañón de a 8 y un obús de a 24. Situado a tiro de cañón de las fortificaciones, río de por medio, rompió el fuego de artillería, destacando algunas guerrillas laterales, pero sin la resolución de llevar un asalto. Los realistas se sostuvieron con firmeza en sus líneas, y después de cuatro horas de fuego, los argentinos fueron rechazados, y viéronse obligados a replegarse, sin más municiones que las que los soldados llevaban en las cartucheras (27 de octubre de 1810). Si en aquel momento hubiesen sido perseguidos, su destrucción era segura. Pero los enemigos intimidados, creyeron que la retirada era un ardid de guerra, y permanecieron en la inacción a la espera de un segundo ataque. Pasaron algunos días antes que el irresoluto mariscal Nieto permitiese a su segundo el coronel Córdoba salir con una división de 800 a 1.000 hombres de las mejores tropas con 4 piezas de artillería en persecución de los argentinos, y esto mismo, cuando tuvo la certidumbre de que iban absolutamente desprovistos de municiones.

Balcarce retrocedió en orden hasta Tupiza. Noticiado allí de que le venían refuerzos, continuó su retirada costeando la margen izquierda del río Suipacha, y al llegar a la población de este nombre la atravesó, situándose en el pueblo fronterizo de la margen sur, denominado Nazareno. Allí se le incorporaron 140 hombres con dos piezas de artillería, con suficiente provisión de municiones, y decidióse a hacer frente al enemigo a la cabeza de poco más de 600 hombres. Al día siguiente (7 de noviembre de 1810), apareció la división de Córdoba, sobre las alturas del Norte, que coronó con sus columnas, limitándose a desprender por su frente algunas guerrillas protegidas por las acequias del río. El general argentino, que había ocultado el grueso de su fuerza, lo provocó sobre el vado con dos piezas de artillería sostenidas por 200 cazadores. Empeñado el combate de vanguardia, con calculada debilidad por parte de los patriotas, para mantener la ilusión de que carecían de municiones, Balcarce simuló una retirada. Los contrarios, envalentonados, se empeñaron en su persecución, comprometiendo la reserva, y cayeron en una verdadera emboscada, que una sola carga decidió la acción en menos de media hora. Una bandera, 150 prisioneros, 40 muertos y toda la artillería realista fueron los trofeos de esta victoria, la primera y la última de la revolución argentina en el Alto Perú.

III

El triunfo de Suipacha fue la señal de la insurrección general del Alto Perú. La Paz siguió el movimiento de Oruro y Cochabamba, y las fuerzas de estas provincias avanzaron sobre Chuquisaca y Potosí, cuyo pronunciamiento determinaron. El ejército de la revolución, remontado por el entusiasmo de las poblaciones, obligó a los realistas a evacuar las cuatro provincias y a retirarse al norte del Desaguadero. Los indígenas, bendiciendo a los redentores que abolían el tributo, la mita y el servicio personal, se alistaron bajo sus banderas, y desde entonces fueron los más decididos sostenedores de la revolución. Al frente de este movimiento púsose el doctor Juan José Castelli, como representante político y militar de la Junta de Buenos Aires, a ejemplo de los delegados de la revolución francesa, de cuyas máximas terroristas estaba imbuido, y que acababa de presidir en este carácter la trágica ejecución de Liniers y sus compañeros de infortunio. Aplicando en cumplimiento de sus terribles instrucciones la doctrina revolucionaria que declaraba reos de alta traición a los que levantaran armas dentro de su territorio contra la nueva autoridad, hizo ejecutar en la plaza de Potosí a Nieto, Sanz y Córdoba. La guerra a muerte quedó así declarada entre la revolución argentina y la reacción española.

Antes de cumplirse un año de la revolución de mayo, el ejército triunfante en Suipacha, fuerte de 6.000 hombres, acampaba a la margen sur del Desaguadero, sobre las ruinas del antiguo templo del Sol en Tiahuanaco, se extendía por los contornos del gran lago del Chucuito y amagaba al puente del Inca, que defendía el ejército del Bajo Perú mandado por Goyeneche. A la espalda de los realistas, los pueblos impacientes por seguir el ejemplo de Buenos Aires, esperaban el momento más propicio para insurreccionarse como el Alto Perú, y más allá, en todos los dominios de las colonias hispanoamericanas, desde el Ecuador hasta México, la revolución, señora de las costas del Atlántico y del Pacífico, levantaba ejércitos, reunía congresos y daba batallas, proclamando los mismos principios de independencia que la revolución argentina había inscrito en sus banderas. Neutralizada la acción del Paraguay, solo quedaba el virreinato del Perú y la plaza fuerte de Montevideo, como únicos focos de la reacción. Una segunda victoria en tales circunstancias, habría decidido irrevocablemente de la suerte de la revolución sudamericana, como lo han confesado sus mismos enemigos; pero contenida en su avance y perdido su primer ímpetu, tendría necesariamente que retrogradar a su punto de partida, para no volver a encontrar sino desastres por el camino militar, que por entonces recorría en triunfo.

Castelli, en observancia de sus instrucciones, despachó emisarios secretos al interior del Bajo Perú, a fin de preparar su insurrección, encontrando todo el país bien dispuesto. A la vez, abrió negociaciones confidenciales con Goyeneche, quien a la espera de los refuerzos que le venían de Lima, procuró ganar tiempo, haciendo proposiciones inaceptables de transacción. Convencido el representante de la Junta, según sus propias palabras, "que no quedaba más esperanza de conciliación que la que depende de las armas", en vez de dar impulso a las operaciones, siquiera para ocupar posiciones más ventajosas, prestó oídos a unas vagas proposiciones de arreglo hechas por intermedio del Cabildo de Lima, y reabrió una negociación pública con Goyeneche, que dio por resultado el ajuste de un armisticio por el término de cuarenta días, que ha pasado a la historia con el nombre del Desaguadero. El documento de compromiso fue insidiosamente redactado por el general realista (14 de mayo) y ratificado por Castelli y Balcarce con aclaraciones de mera forma (16 de mayo de 1810) que acusan tanta imprevisión en el representante como olvido de los preceptos más elementales de la seguridad en la guerra por parte del general.

El armisticio beneficiaba considerablemente a los realistas, pues importaba entregarles el dominio de la línea del Desaguadero en ambas márgenes, y debía ser, como fue, el presagio de la derrota de los patriotas.

IV

El río Desaguadero, como su nombre lo indica, es un derrame del gran lago Chucuito o Titicaca, que corre de este a sudoeste, y ésta era la barrera interpuesta entre los dos ejércitos beligerantes. Los realistas, sólidamente establecidos, sobre su margen del norte, se habían apoderado del puente flotante del Inca, formado de balsas de paja, que se halla situado a poca distancia del desagüe, y era por entonces el único medio de comunicación entre las dos orillas. Para asegurar este dominio, habían establecido su vanguardia y baterías en las alturas del sur que lo dominan inmediatamente, que se llaman de Vila·Vila, y se prolongan de norte a sur como un eje, cortando el llano que se extiende por esa parte en dos valles, limitado el uno por la laguna al este, y el otro por el Desaguadero al oeste. El que llamaremos valle del Este, lleva en su comienzo el nombre de Azafranal, y en su boca de salida y a los treinta y siete kilómetros, se encuentra al sur del pueblo de Huaqui, donde el ejército patriota se concentró después del armisticio. El del Oeste, lleva el nombre de Jesús de Machaca, que es el mismo de la población que en él se encuentra, y en su origen lleva el de Pampa de Chibiraya, por la parte del Norte sobre el río. Las alturas de Vila-Vila, bastante empinadas y ásperas, solo permiten la fácil comunicación entre los dos valles por un abra de 2.500 metros de extensión, situada a diez kilómetros a vanguardia de Huaqui, que se denomina Quebrada de Yauricoragua.

Con esta descripción se comprenderá fácilmente que, situado el ejército patriota en Huaqui en el punto más abierto del llano, entregaba el dominio de ambas márgenes del Desaguadero al enemigo, el cual, dueño de las alturas de Vila-Vila, tenía en ellos una especie de cabeza de puente, y por sus crestas podía correrse resguardado, ya para dominar ambos valles, ya para interceptar su comunicación por la Quebrada de Yauricoragua, o bien para atacar a los patriotas por su flanco caso de estar reunidos, y aisladamente, divididos en dos campos. Por uno de los artículos del armisticio, se había convenido que los realistas conservarían sus posiciones en Vila-Vila, dando por única razón el ser penosa su traslación. Castelli y Balcarce convinieron en ello, con la salvedad de mera forma, que tal ocupación no se entendiese por nueva demarcación de límites entre los dos virreinatos. Como se ve, generales y políticos no conocían el terreno que pisaban ni lo que tenían entre manos. Muy luego empezaron a comprender lo falso de su posición, y al procurar la enmienda del error, comprometióse más su situación por el modo como se verificó.

Mal observado por una y otra parte el armisticio, como que la buena fe no había presidido a su ajuste ni por una ni por otra parte, a los pocos días de firmado, estaba desvirtuado de hecho como preliminar de paz y hasta como compromiso de guerra. Debe decirse en honor de la verdad histórica, que los primeros que la violaron fueron los patriotas, extendiendo sus correrías hasta San Andrés de Machaca al norte del Desaguadero (17 de mayo) , y atacando en Pisacoma un destacamento realista que observaba pacíficamente los caminos de la costa. Goyeneche, por su parte, adelantó entonces sus reconocimientos hasta el terreno intermedio, y trató de sorprender en dos ocasiones los puestos avanzados de los patriotas. Para cubrir su flanco izquierdo, Castelli, de acuerdo con Balcarce, había situado una división de cochabambinos de caballería con artillería, en la pampa o valle de Jesús de Machaca, y hecho construir un puente como diez kilómetros más abajo de el del Inca, a la altura de San Andrés de Machaca, lo que le daba el dominio de la margen norte sobre el flanco derecho y la retaguardia del enemigo. Todos estos preparativos revelaban un plan de ataque, que en efecto había sido acordado en junta de guerra de los argentinos, diez días antes de expirar el armisticio, y debía verificarse a su término o antes para ganar de mano al enemigo, que por su parte se preparaba a hacer lo mismo. Pero por una aberración, que no tiene mejor explicación que las cláusulas imprevisoras del armisticio, el plan se limitaba a ocupar las alturas de Vila-Vila sobre el puente del Inca, tan llanamente cedidas, cuyo desalojo costaría tanto como una batalla, haciendo mientras tanto una mera diversión por el puente nuevo con la columna cochabambina. Con esta resolución y este objetivo, se dictaron en consecuencia las medidas preventivas, tan desacertadamente como el armisticio y el plan de ataque.

V

El ejército argentino, fuerte como de 5.000 hombres, se componía de cinco divisiones. Mandaba la llamada de la derecha el general Juan José Viamonte, y la de la izquierda el coronel Eustaquio Díaz Vélez, compuestas de las mejores tropas de Buenos Aires, y que unidas formaban un total como de 2.500 hombres de las tres armas, predominando la infantería. El centro y la reserva constaban de 2.200 hombres de tropas colecticias, mal armadas y sin espíritu. La división de cochabambinos, de 1.000 a 1.200 hombres de caballería irregular, era una tropa de poca consistencia aunque de bastante brío. Esta masa informe tenía que medirse con un ejército más numeroso, mejor organizado y mejor mandado, y en las posiciones abiertas que ocupaba, su seguridad dependía de su concentración. Fue todo lo contrario lo que hizo, y esto acarreó su pérdida. Ocho días antes de fenecer el armisticio (en la noche del 18 y mañana del 19 de junio de 1811), las divisiones derecha e izquierda, con una batería de artillería a las órdenes de Viamonte y Díaz Vélez, bajo el mando superior del primero, acamparon en la Quebrada de Yauricoragua, con prevención de esperar en ese punto la incorporación del centro y reserva, que según el plan acordado debían marchar reunidos al ataque de la posición de Vila-Vila. El enemigo, que mientras tanto se había reforzado y contaba con 6.500 combatientes, apercibido de los movimientos de los patriotas, se disponía por su lado a traerles un ataque más vigoroso y mejor combinado, aprovechándose de sus faltas.

Al amanecer del día 20 de junio, asomaron simultáneamente por las pampas del Azafranal y de Chibiraya, dos fuertes columnas de ataque realistas, mientras que por las alturas intermedias de Vila-Vila, avanzaba una columna ligera que ligaba sus movimientos, teniendo por objetivo las tres la Quebrada de Yauricoragua. La ocupación de este último punto era la victoria: interceptados los dos cuerpos de ejército de los patriotas, quedaban cortados y dominados, reducidos a batirse aisladamente y en la llanura. Mandaba la columna de la derecha Goyeneche en persona, y la de la izquierda su segundo, el general Ramírez. Su punto de partida había sido el puente del Inca, y al atravesar el río se apartaron y emprendieron una marcha paralela, con el macizo de Vila-Vila por medio, siguiendo la una por entre la costa de la laguna y la serranía (Azafranal), en dirección a Huaqui, y la otra por entre la misma y el Desaguadero (Chibiraya), en dirección a Jesús de Machaca, convergiendo ambas hacia el punto estratégico de Yauricoragua. La operación era bien concebida y fue hábilmente ejecutada.

La columna ligera del centro realista, a órdenes del coronel Pío Tristán, que marchaba por encima de la sierra, desalojó fácilmente de ella y de su falda occidental a las débiles avanzadas que los patriotas tenían a su frente, hasta dominar con sus fuegos la Quebrada de Yauricoragua, mientras que la de la derecha caía sobre Jesús de Machaca, y la de la izquierda se posesionaba de la boca occidental de la ya mencionada quebrada, por donde únicamente podían comunicarse los dos cuerpos de ejército divididos, y atacaba la posición de Huaqui. Las divisiones de Viamonte y Díaz Vélez, que se hallaban acampadas en el fondo de la quebrada, sin haber tenido la precaución de guarnecer convenientemente las alturas que la dominaban, intentaron sostenerse en ella, pero viéronse obligadas a salir a la inmediata pampa de Jesús de Machaca donde formaron su línea de batalla. Por segunda vez intentó Viamonte franquear la quebrada para abrirse comunicación con el cuartel general, pero fue rechazado con pérdida de un batallón y dos piezas de artillería. Mientras tanto, la división de Díaz Vélez con dos piezas, sostenida en segunda línea por la de Viamonte, hacía frente a la división de Ramírez, quien no se mostró en esta jornada a la altura de su merecida fama de buen militar, pues no supo aprovechar el efecto de la sorpresa. Perdió tiempo en inútiles guerrillas, que fueron rechazadas; desplegó su línea bajo el fuego de las dos piezas de artillería de la primera línea patriota, que le causaron bastante daño y lo hicieron vacilar, a punto que, según declaración de los mismos historiadores realistas, su ataque habría tal vez fracasado sin la oportuna aparición de las guerrillas de la columna de Goyeneche, que amagaron el flanco derecho de sus contrarios. Éstos, cargados entonces con más firmeza, se vieron obligados a replegarse en desorden con pérdida de parte de su artillería, 2.500 metros a retaguardia, donde formaron segunda línea de batalla. Eran las 11 de la mañana y hacía cuatro horas que duraba el fuego. Los patriotas, aunque quebrantados y reducidos a 1.600 hombres, mantuviéronse en su nueva posición, muy débilmente hostilizados. Contribuyó a esto la aparición de la fuerte columna cochabambina, que destacada sobre el puente nuevo, para hacer su diversión a espaldas del enemigo, no había acudido al cañoneo, cuando su presencia pudo ser decisiva. Así permanecieron hasta el anochecer, en que las tres divisiones emprendieron una retirada desordenada en dirección a Oruro, dispersándose en gran parte. La división de Cochabamba salvó al menos algunos de los cañones.

La suerte que cupo al cuerpo de ejército bajo las órdenes del representante y del general en jefe, fue más desastrosa y menos gloriosa aún que la de Jesús de Machaca. Situado en Huaqui, con su reserva escalonada a retaguardia a distancia de más de diez kilómetros de la boca oriental de la Quebrada de Yauricoragua, acudió desordenadamente a defender el punto estratégico amenazado para buscar su incorporación con las divisiones destacadas, que en aquel momento se batían en la pampa opuesta; pero encontró ya ocupada la quebrada de comunicación por la columna de Goyeneche, bien establecida en las alturas dominantes. Desde ese momento, y antes también, la batalla estaba del todo perdida. Balcarce, sin embargo, después de una fatigosa marcha de más de una hora, procuró organizar la resistencia en una estrechura del terreno, apoyando su derecha en la laguna y su izquierda en un morro que ocupó con guerrillas, situando su reserva a retaguardia de su flanco izquierdo. Apenas tuvo tiempo de formar en batalla y cambiar algunos cañonazos. La primera línea, al amago de una carga de flanco, se desorganizó, arrojando sus armas o pasándose al enemigo, y los dispersos envolvieron en su fuga a la reserva, armada en su mayor parte de chuzos.

VI

La derrota del Desaguadero, que decidió la suerte de la primera campaña de la revolución, y obligó al ejército argentino a evacuar el Alto Perú, no quebrantó la energía de la provincia de Cochabamba. Los restos de sus tropas, remontadas con nuevos voluntarios, se hicieron fuertes en su territorio y dieron todavía una nueva batalla en el campo de Sipe-Sipe (agosto 13 de 1811), en que fueron derrotadas. El país quedó dominado por las armas del Rey, pero no domado. Dos nuevas derrotas en una segunda invasión, en los campos de Vilcapugio y Ayohuma (1813), no pudieron extinguir el fuego que alimentaba en las clases ilustradas el sentimiento de confraternidad americana, y en las clases populares, especialmente entre los indígenas, el odio contra sus antiguos opresores. Así es que, tanto en 1811 como en 1813, al evacuar el país las tropas derrotadas de la revolución a las órdenes de Belgrano, mientras una parte de la población los acompañaba en su retirada, la otra se mantenía en armas a espaldas del enemigo triunfante, esterilizando sus victorias y paralizando su avance.

La opinión pública siempre estuvo de parte de la revolución así en la victoria como en la derrota. Pero el movimiento de opinión del Alto Perú era orgánicamente débil como idea y como acción. Sin los elementos necesarios para darle forma y cohesión política, la insurrección de las masas carecía de unidad, de plan y por consecuencia de eficacia militar. Con fortaleza para resistir y morir estoicamente en los campos de batalla y en los suplicios, y aun para triunfar algunas veces casi inermes, las muchedumbres insurreccionadas del Alto Perú ofrecen uno de los espectáculos más heroicos de la revolución sudamericana. A pesar de tantos y tan severos contrastes, no se pasó un solo día sin que se pelease y se muriese en aquella alta región mediterránea.

Los desastres sucesivos de las armas argentinas en el Alto Perú, si bien no destruyeron la solidaridad de causa, aflojaron los vínculos morales que unían sus provincias a las del Río de la Plata, contribuyendo, además de las causas que hemos señalado, los acontecimientos que sobrevinieron más tarde. En 1814 aún perseveraban las provincias del Alto Perú en su unión política con Buenos Aires, y mantenían en alto los pendones de la insurrección en su propio territorio, a la espera del regreso de sus libertadores. Del éxito de esta nueva campaña iba a depender la unidad política del antiguo virreinato. Una nueva derrota debía producir una nueva solución de continuidad como en el Paraguay y la Banda Oriental, y determinar la creación de una nueva nacionalidad. San Martín la presentía por este camino, o por lo menos consideraba la victoria difícil y muy costosa para los objetos inmediatos de establecerse sólidamente en ese terreno, sacando de él recursos para ir adelante, y estéril para el objetivo final, por cuanto, según él, “la separación de las Provincias Altas y de las Provincias Bajas, era un «hecho demostrable", y sus intereses no tenían la menor relación”. Ésta fue su primera intuición del plan de campaña continental que descubrió por otro camino diametralmente opuesto en su punto de partida, aunque paralelo en su trayecto.

En los cuatro años que iban corridos de la revolución, se había repetido (y debía repetirse constantemente) un hecho que no podía escapar al ojo observador de San Martín.

El movimiento revolucionario iniciado en Buenos Aires el 25 de Mayo, se había propagado sin violencia por las vastas llanuras de la cuenca del Plata que se desenvuelve entre el Atlántico y los Andes. En el punto en que empiezan a levantarse por el norte las montañas que la limitan del Alto Perú, el movimiento se había detenido como la onda que tropieza con un obstáculo, conservando su impulsión inicial. Hasta allí la revolución argentina era una ley normal que se cumplía por su propia virtud. Más adelante tenía que atravesar desfiladeros, trepar alturas y penetrar a otra zona; tenía que avanzar en son de guerra, imponerse por las armas y mantenerse combatiendo, a condición de triunfar siempre porque hasta allí únicamente alcanzaba la acción eficiente de las fuerzas vivas de su organismo político y social. Así, desde los primeros días de la revolución, las fronteras de la nacionalidad argentina empiezan a diseñarse geográfica, política y socialmente, por la naturaleza del suelo, por la homogeneidad de la raza, y la atracción o repulsión latente de los elementos constitutivos de la colectividad, que se agrupan según sus afinidades. El mapa administrativo del antiguo virreinato no coincidía ya con el de la revolución social de las Provincias Unidas, y ni aun siquiera con el de la dominación de sus armas.

Por dos veces los ejércitos argentinos habían penetrado triunfantes al Perú, y por dos veces retrocedieron despedazados hasta el límite en que la oleada revolucionaria de Mayo se detuvo, recobrando nuevas fuerzas al retroceder. A su turno, toda vez que los españoles vencedores traspasaron ese límite, fueron completamente vencidos, viéndose obligados a retroceder a sus antiguas posesiones para rehacerse. Este hecho sincrónico, que se había repetido tres veces (y que se repetiría normalmente por nueve veces consecutivas), parecía en efecto obedecer a una ley fatal, y debía necesariamente reconocer una causa y tener su razón de ser.

Estudiando militarmente estos antecedentes históricos, para deducir de ellos una regla y trazar un plan de campaña a la revolución armada, el nuevo general del ejército del Norte tenía que resolver ante todo: si era posible, y dado que fuese posible, si era militarmente aceptado llevar por tercera vez la ofensiva al territorio del Alto Perú, para convertirlo de nuevo en teatro de la guerra sudamericana, y si el camino del Alto Perú era el itinerario estratégico indicado para llevar ventajosamente las armas de la revolución hasta Lima, objetivo de las operaciones. Estas cuestiones, al parecer puramente técnicas, envolvían el arduo y complicado problema social, político y militar que hemos señalado antes. De su solución pendían los destinos de la America del Sur, y solo un genio observador, paciente y metódico podía preverla, prepararla y realizarla: Este genio fue el de San Martín.

San Martín comprendió que la revolución estaba militarmente mal organizada, que sus ejércitos carecían de solidez, que las operaciones no eran el resultado de un plan preconcebido, y que la guerra, que para algunos debía terminar en la primera batalla ganada, recién empezaba. Las últimas derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, atribuidas por la generalidad a circunstancias casuales, así lo demostraban. Él había aprendido en un largo aprendizaje en la escuela de la experiencia que no es la fortuna ciega la que decide del éxito de las batallas. Al comparar las fuerzas respectivas de los ejércitos beligerantes con esta base de criterio, las victorias y las derrotas de la revolución tenían una explicación natural. Toda vez que las fuerzas materiales se habían chocado, el triunfo fue de la inteligencia y de la sólida organización. Toda vez que intervinieron dos fuerzas morales sometidas a la disciplina, la revolución había triunfado.

El ejército que por dos ocasiones había derrotado a los ejércitos argentinos, primeramente a las órdenes de Goyeneche, últimamente a las de Pezuela, y subyugado en ambas las provincias del Alto Perú, estaba organizado con elementos puramente americanos, que tenían espíritu y cohesión. Componíanlos en su mayor parte naturales de la sierra del Bajo Perú. Sus soldados eran frugales, infatigables en las marchas, fieles a su bandera, subordinados a sus jefes y siempre compactos en el fuego. Hablaban la misma lengua, eran de la misma raza mezclada del país en que combatían, cuyo clima es una continuación del suyo, y las asperezas y privaciones de las montañas les eran familiares. Todas estas circunstancias daban a las tropas españolas una gran superioridad sobre las argentinas en aquel terreno.

La organización militar, la inteligencia de los generales y la implacable energía del conquistador, siempre estuvo de parte de los realistas en las campañas del Alto Perú. Por el contrario, la inteligencia, el vigor de la iniciativa y la victoria siempre estuvo de parte de los argentinos cuando combatieron en su propio territorio, dentro del perímetro de las fronteras que la revolución había trazado. Huaqui, Vilcapugio y Ayohuma habían sido simplemente el choque de las fuerzas morales y materiales de la revolución combinadas. De aquí provenía que cada uno de los ejércitos se considerase de antemano vencido allí donde había sido varias veces derrotado, o que se aventurase con zozobras en el territorio dominado por su enemigo. El recuerdo de sus recientes contrastes los perseguía como un fantasma aterrador.

La revolución vencida por las armas, triunfaba por la opinión en uno y otro teatro. Los ejércitos del Rey habían derrotado a los ejércitos patriotas en el Alto Perú, pero no habían conseguido domar el espíritu público. Dueños del campo de batalla, los realistas se sentían paralizados en medio de un país enemigo, en que, hasta la sumisión pasiva y el silencio mismo de los vencidos, era para ellos una amenaza muda que los alarmaba. En vano ensayaron el rigor más despiadado para vencer esta resistencia que estaba en la atmósfera. Los suplicios se levantaron en todo el territorio dominado por las armas del Rey, clavándose cabezas de insurgentes a lo largo de los caminos; los bienes de los emigrados fueron confiscados y vendidos en pública subasta; las poblaciones fueron saqueadas; se crearon comisiones militares que bajo el título de tribunales de purificación eran agentes de venganza, y hasta se vendieron como esclavos a los dueños de viñas y cañaverales de la costa del Perú, los prisioneros de guerra de las últimas jornadas. No por esto desmayó el espíritu varonil de los pueblos del Alto Perú. La resistencia pasiva era indomable, la insurrección cundía a la menor señal, y hasta los toscos indios armados de macanas, de hondas y de flechas se lanzaban estoicamente a una muerte casi segura con la esperanza de que pronto serían vengados.

En tal situación, el general español sin poder retroceder ni atreverse a avanzar, se limitó a mantenerse con un pie en la frontera del Alto Perú y otro en la de Salta. Distribuyó convenientemente una parte de su ejército para asegurar las comunicaciones por su retaguardia, situó su cuartel general en Tupiza, y avanzó su vanguardia hasta Salta, a la espera de refuerzos del Bajo Perú para emprender operaciones decisivas. Esto no hizo sino empeorar la situación. Mientras el país que quedaba a su espalda se insurreccionaba de nuevo y atacaba su retaguardia, otro país animado de decisión no menos indomable se levantaba en masa a su frente, resuelto a disputarle el terreno, y atacaba su vanguardia en Salta.

Bajo la protección de estos dos levantamientos populares, el ejército patriota reconcentrado en Tucumán, se reorganizaba y se reforzaba, sirviendo de reserva a las guerrillas de Salta, e impedía que el enemigo acudiese con todo su poder a sofocar las insurrecciones del Alto Perú. Sin estas diversiones el ejército derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, habría sido batido nuevamente o tenido que retroceder ante la vanguardia triunfante del enemigo, aun con San Martín a su cabeza y el refuerzo que éste trajo de Buenos Aires (700 hombres). Así lo comprendió el mismo San Martín, y por eso desde el primer momento (bien aconsejado por Belgrano en esto), todo su plan de campaña se redujo a fomentar la insurrección del Alto Perú y dar organización y consistencia a la guerra de partidarios por la parte de Salta.

Después nos ocuparemos detenidamente de la guerra de partidarios en Salta. Por ahora nos contraeremos a las insurrecciones del Alto Perú en 1814 a espaldas del enemigo, una de las páginas más brillantes y menos conocidas de la revolución argentina.

VII

El general Belgrano, después de la derrota de Ayohuma, y al tiempo de evacuar el territorio del Alto Perú (diciembre de 1813), había dejado como gobernador de Cochabamba y comandante general de las armas patriotas a retaguardia del enemigo al coronel don Juan Antonio Álvarez de Arenales. Al mismo tiempo, nombró gobernador de Santa Cruz de la Sierra al coronel Ignacio Warnes, subordinándolo en lo militar a Arenales. Solo dos hombres del temple de Arenales y Warnes podían encargarse de la desesperada empresa de mantener vivo el fuego de la insurrección en las montañas del Alto Perú, después de tan grandes desastres, completamente abandonados en medio de un ejército fuerte y victorioso, y sin contar con más recursos que la decisión de poblaciones inermes y campos devastados por la guerra.

Arenales es, por sus antecedentes, por su carácter típico y por la originalidad de sus hazañas, uno de los hombres más extraordinarios de la revolución argentina. Aunque nacido en España, habíase educado en Buenos Aires, y se decidió con ardor por la causa americana desde el 25 de Mayo de 1810. En esta época, tomó parte de la revolución que estalló en Chuquisaca, de la que fue nombrado comandante de armas. Perseguido a consecuencia de éste suceso, permaneció prisionero en las casamatas del Callao hasta que en 1812 las Cortes de Cádiz abrieron las puertas de su prisión. Al tiempo de la batalla de Tucumán hallábase en la ciudad de Salta, donde encabezó un pronunciamiento patriota, que inmediatamente sofocado, fue, para él, origen de nuevas persecuciones. Incorporado al ejército del general Belgrano en 1812, antes de la batalla de Salta, le acompañó en su expedición al Alto Perú, manteniéndose durante toda la campaña sobre el flanco del enemigo en Cochabamba, y cooperó con inteligencia y energía al éxito de las operaciones. Era Arenales un estoico por temperamento, que se trataba a sí mismo con más dureza que a los demás. Austero en sus costumbres, tenaz en sus propósitos y de una actividad infatigable, reunía las virtudes civiles del ciudadano, los talentos del administrador, y a una voluntad inflexible en el mando, una cabeza fértil en expedientes en medio de las circunstancias más difíciles de la guerra. En su rostro adusto jamás se reflejó la sonrisa, ni las impresiones del dolor físico. Sus ademanes severos y bruscos, su mirada siempre seria, su cabeza casi cuadrada como la de un león domesticado y sus facciones incorrectas que se destacaban enérgicamente en un óvalo prolongado, daban autoridad a su persona y a sus mandatos imperativos, no obstante cierto aire cómico y vulgar que contrastaba con su habitual gravedad. Bajo esta rústica corteza se escondía un alma ardiente, llena de bondad nativa, más apasionada por el deber que por la gloria, y que parecía buscar sus acres goces y encontrar su equilibrio en medio de los peligros y trabajos. Tal era el gobernador de Cochabamba, destinado a insurreccionar el Alto Perú a retaguardia del enemigo victorioso, cuyas cualidades, aunque notables, no prometían ciertamente al precursor y al maestro de una escuela de partidarios en Sud América.

San Martín, informado por Belgrano de estos antecedentes y del carácter de Arenales, se puso en comunicación con él, y despachó sucesivamente dos expediciones en su auxilio, remitiéndole armas y municiones al cargo de oficiales destinados a ayudarle en sus operaciones. Al mismo tiempo escribía al gobierno: "Mi objeto es promover la insurrección de los naturales del Perú y hacer al enemigo la guerra de partidarios, a cuyo efecto le he dado (a Arenales) instrucciones sobre el modo como debe hostilizar al enemigo."

Casi al mismo tiempo que San Martín promovía la guerra de partidarios por el frente y la retaguardia del enemigo, y expedía a Arenales las instrucciones de que se ha hecho mención, firmaba con mano firme una sentencia de muerte que se liga naturalmente con los sucesos del Alto Perú de que venimos ocupándonos.

Durante la permanencia de Belgrano en el Alto Perú, tomóse prisionero en Santa Cruz de la Sierra al coronel español Antonio Landivar. Había sido éste uno de los agentes más despiadados de las venganzas de Goyeneche, y en consecuencia el general le mandó formar causa "no por haber militado con el enemigo en contra de nuestro sistema (dice en su auto), sino por las muertes, robos, incendios, saqueos, violencias, extorsiones y demás excesos que hubiese cometido contra el derecho de la guerra''. Reconocidos los sitios en que se cometieron los excesos y levantaron los cadalsos por orden de Landivar, se comprobó la ejecución de 54 prisioneros de guerra, cuyas cabezas y brazos habían sido cortados y clavados en las columnas miliarias de los caminos. El acusado declaró que solo había ajusticiado 33 individuos contra todo derecho, alegando en sus descargos haber procedido así por órdenes terminantes de Goyeneche, las que exhibió originales.

He aquí en extracto algunas de las órdenes de Goyeneche: “Potosí, diciembre 11 de 1812. Marche Vd. sobre Chilón rápidamente y obre con energía en la persecución y castigo de todos los que hayan tomado parte de la conspiración de Valle Grande, «sin más figura de juicio» que sabida la verdad militarmente.” Otra: “Potosí, diciembre 26 de 1812. Tomará las nociones al intento de saber los generales caudillos y los que les han seguido de pura voluntad, «aplicando la pena de muerte a verdad sabida sin otra figura de juicio». Defiero a Vd. todos los medios de purgar ese partido de los restos de la insurrección que «si es posible no quede ninguno».” En 5 de diciembre de 1813 se reitera la misma orden, y a 11 del mismo mes y año, contestando a Landivar, le dice Goyeneche: “Apruebo a Vd. la energía y fortaleza con que ha-aplicado la pena ordinaria a unos y la de azotes a otros, y le prevengo que a cuantos aprehenda con las armas en la mano, que hayan hecho oposición de cualquier modo a los que mandan, convocado y acaudillado gente para la revolución, sin más figura de juicio que sabida la verdad de sus hechos y convictos de ellos, los pase por las armas. Apruebo la contribución que acordaba imponer a todos los. habitantes que han tomado parte en la conspiración, o la han mirado con apatía o indiferencia”. Por último, en varios otros oficios tanto Goyeneche como su segundo el general Ramírez, escriben a Landivar: “Solo creo prevenirle que no deje un delincuente sin castigo a fin de fijar el escarmiento en los ánimos de esos habitantes.”

En vista de esos descargos, la defensa fue hecha con toda libertad y energía por un oficial de Granaderos a caballo, quien refutó con argumentos vigorosos las conclusiones del fiscal de la causa, invocando el principio de fidelidad que debía a sus banderas aun cuando fuesen enemigas, y la inviolable obediencia que debía a sus jefes, tratando de ponerlo bajo la salvaguardia de los prisioneros de guerra. Tal es la causa que con sentencia de muerte fue elevada a San Martín el 15 de enero de 1813, y que él con la misma fecha mandó ejecutar, escribiendo de su puño y letra "cúmplase'', sin previa consulta al gobierno, como era de regla.

Al justificar la necesidad y urgencia de este proceder, San Martín escribía al gobierno: “Aseguro a V.S. que a pesar del horror que tengo a derramar la sangre de mis semejantes, estoy altamente convencido de que ya es absoluta necesidad el hacer un ejemplar de esta clase. Los enemigos se creen autorizados para exterminar hasta la raza de los revolucionarios, sin otro crimen que reclamar éstos los derechos que ellos les tienen usurpados. Nos hacen la guerra sin respetar en nosotros el sagrado derecho de las gentes y no se embarazan en derramar a torrentes la sangre de los infelices americanos. Al ver que nosotros tratábamos con indulgencia a un hombre tan criminal como

Landivar, que después de los asesinatos cometidos aún gozaba de impunidad bajo las armas de la patria, y en fin, que sorprendido en un transfugato y habiendo hecho resistencia, volvía a ser confinado a otro punto en que pudiese fomentar, como lo hacen sus paisanos, el espíritu de oposición al sistema de nuestra libertad, creerían, como creen, que esto más que moderación era debilidad, y que aún tememos el azote de nuestros antiguos amos.”

Este grito vibrante del criollo americano, debía resonar por largos años en los campos de Salta y repercutir en las montañas del Alto Perú, obligando a los antiguos amos a reconocer a los partidarios como a soldados regulares y a tratar a los revolucionarios como a individuos amparados por el derecho de gentes.

El proceso de Landívar da una idea del modo como se hacía en aquella época la guerra en el Alto Perú. Verdad es que las guerrillas sueltas, que por la independencia con que obraban unas de otras se denominaban republiquetas, respondían a su vez con tremendas represalias, y marcaban su trayecto con cabezas cortadas que colocaban clavadas en altas picas a la orilla del camino que debían recorrer los realistas. Según la expresión de un historiador contemporáneo del mismo país, “la guerra tomaba cada día un aspecto más horrible; pero las escenas de sangre a nadie aterrorizaban. Cinco años de combates y suplicios acostumbraron a los habitantes del país a ver con serenidad las calamidades de una lucha encarnizada: nadie temía verter su sangre, y todos deseaban derramar la de sus contrarios”. Tal era la guerra en que iba a tomar parte Arenales, acaudillando la quinta insurrección de la heroica Cochabamba.

No se comprenderían bien las operaciones militares que van a seguirse, respecto de las cuales nada se ha escrito hasta hoy, sin echar antes una ojeada sobre el terreno en que van a desenvolverse.

El Alto Perú se divide en tres regiones, comprendidas entre dos cadenas de montañas, que forman el doble nudo de la cordillera de los Andes, de que hemos hablado antes. Entre ambas cordilleras se desenvuelven horizontalmente a 4.000 y 4.400 metros sobre el nivel del mar las grandes mesetas conocidas en la geografía con la denominación de llano boliviano. La cordillera occidental corre paralela al mar Pacífico dominando terrenos áridos y despoblados, desde el desierto de Atacama (que es una altiplanicie) hasta los primeros valles de la costa del Bajo Perú. El llano central, región poblada aunque inclemente, es el camino natural entre la República Argentina y el Bajo Perú, y había sido el teatro de las operaciones de los ejércitos en las dos anteriores campañas. La cordillera oriental, dominada por los más altos picos de los Andes cubiertos de nieves perpetuas, es, por el contrario, un verdadero paraíso intertropical. A su pie, por la parte de poniente, se extiende el risueño valle de Clisa, donde se asienta la ciudad de Cochabamba, que comunica con el llano central por cuestas de fácil acceso, y con Chuquisaca por los valles que se suceden en la misma dirección hacia el sudeste. Al naciente de esta cordillera y a espaldas de Cochabamba, se encuentra el Valle Grande, situado entre los últimos contrafuertes de los Andes por esta parte, que determinan el sistema hidrográfico que va a derramar sus caudales en el Amazonas. Más al nordeste está situada Santa Cruz de la Sierra, en medio de una vasta llanura cubierta de selvas vírgenes. Los confines de esta región son los territorios de Mojos y Chiquitos, que se inclinan gradualmente hasta el nivel de las aguas del océano Atlántico, lindando con el Brasil, el Paraguay y el Gran Chaco Argentino.

Con esta explicación se comprenderá bien que dominando el ejército realista el llano central y los valles circunvecinos al poniente de la cordillera oriental, la posición de Arenales en Cochabamba era insostenible con los escasos elementos de que podía disponer, y que solo le quedaba franco el camino del Valle Grande a sus espaldas. Por este camino podía ponerse en contacto con Santa Cruz de la Sierra, a cuyo frente se hallaba Warnes, y abrir comunicaciones con las Provincias Argentinas por la parte del Chaco. A la vez podía tomar por la espalda a Chuquisaca o a Cinti, con solo faldear los contrafuertes de los Andes al naciente, dejando a Santa Cruz a sus espaldas, y marchar siempre por llanuras al abrigo de bosques y desfiladeros.

VIII

En la imposibilidad de sostenerse en Cochabamba, Arenales emprendió su retirada a los 15 días de la batalla de Ayohuma (29 de noviembre), al frente de 60 fusileros, cuatro cañones de pequeño calibre, algunos pocos jinetes y una inmensa muchedumbre armada de honda y macanas que cubría la retaguardia y los flancos. Al principio trató de sostenerse en el inmediato valle de Mizque; pero, vivamente perseguido, tuvo que trasponer la cumbre de la cordillera oriental y situarse en las vertientes del naciente. Alcanzado en el pueblo de Chilón, consiguió rechazar a sus perseguidores, y continuó su marcha al Valle Grande con el objeto de hacerse fuerte allí, abriendo sus comunicaciones con Santa Cruz de la Sierra.

En Valle Grande, Arenales aumentó sus fuerzas, formando un batallón de infantería con 165 fusiles y dos escuadrones de caballería, y se le incorporaron algunos caudillos con sus partidas sueltas. La insurrección se propagó por todos los valles inmediatos de la cordillera oriental. Alarmado Pezuela con este movimiento que se producía a retaguardia, desprendió una columna de 600 veteranos con tres piezas de montaña al mando del activo coronel Blanco, comandante militar de Oruro; dándole orden de pacificar el país, batir a Arenales, subyugar a Santa Cruz y ocupar por el Rey los territorios de Mojos y Chiquitos. En su marcha, encontró Blanco seis cabezas clavadas en señal de desafío por las guerrillas francas que dominaban los valles inmediatos.

El día 4 de febrero se encontraron, en San Pedrillo, Blanco y Arenales. Después de tres horas de reñido combate, en que la victoria hubo de declararse por los patriotas, una parte de la tropa bisoña de Arenales huyó poseída de un pánico súbito, quedando los realistas dueños del campo y de la artillería cochabambina, sin que la mortandad por una ni otra parte fuese considerable. Blanco mandó pasar por las armas a los prisioneros, y en señal de triunfo cortó la cabeza de tres jefes insurrectos tomados con las armas en la mano. La guerra a muerte continuaba.

Blanco, que solo había avanzado con una parte de sus fuerzas (300 hombres), se replegó a Chilón (70 kilómetros), para reforzar y volver a tomar de nuevo la ofensiva. El infatigable Arenales (como le llaman los historiadores españoles) se replegó a su vez hacia la frontera de Santa Cruz de la Sierra con los restos de sus fuerzas, llevando en cargueros su armamento y municiones de reserva. Allí se puso en comunicación con Warnes, y auxiliado por él, se rehizo prontamente en el pueblo de Abapó, sobre el Río Grande o Guapoy, sin abandonar del todo los desfiladeros de la cordillera. En todo el mes de marzo tuvo reunidos bajo su bandera 204 infantes armados de fusil y carabina, logrando montar con gran trabajo cuatro piezas de artillería del calibre de 1 y 2, con lo cual se dispuso a disputar al enemigo la entrada a Santa Cruz.

Warnes, aunque había auxiliado a Arenales desconoció su autoridad militar; y separando de él sus fuerzas, formó una división como de 1.000 hombres de las tres armas. Situóse con el grueso de ella en Horcas (a 90 kilómetros de la capital), adelantando su vanguardia a los pasos de la Herradura y Petacas en la cordillera, que se consideraban inexpugnables, en razón de ser dos escaleras talladas en la montaña, por donde no sin peligro puede descender un hombre a pie, especialmente por el de Petacas.

Al mismo tiempo que estas operaciones preparatorias tenían lugar, se sublevaban en favor de los patriotas los indios del Chaco a lo largo del Pilcomayo; los caudillos Cárdenas, Padilla y Umaña insurreccionaban al partido de la Laguna en la provincia de La Plata, y se conmovían de nuevo las poblaciones a espaldas de Blanco. Éste, aunque vencedor en San Pedrillo, no se atrevía a atacar a Arenales con sus 600 veteranos, limitándose a guardar el Valle Grande y a mantener en jaque a Santa Cruz. Para contrarrestar esta nueva insurrección, Pezuela se vio obligado a desprender otra columna de más de 500 hombres al mando del coronel Benavente, a efecto de obrar en combinación con la de Blanco, para operar en el distrito contiguo de Tomina, a fin de tomar entre dos fuegos a los insurrectos de la Laguna. No obstante las ventajas parciales que obtuvieron ambas columnas en Pomabamba (19 de marzo), cuya población fue reducida a cenizas; en Tarabita (el 11 de abril), en Molle-Molle (el 13 del mismo mes), y en Campo Grande (21 del mismo), Benavente quedó tan debilitado, que se vio forzado a mantenerse a la expectativa: mientras que Blanco, diezmado por las fiebres intermitentes, tuvo que evacuar el Valle Grande, y a principios de abril, replegarse a Mizque, cuyas poblaciones se habían insurreccionado de nuevo, cortando sus comunicaciones.

Como se ve, no habían transcurrido aún tres meses después de la derrota de Ayohuma, y ya la obscura insurrección de Cochabamba y Santa Cruz se convertía en una verdadera guerra, que ocupaba la cuarta parte del ejército enemigo, amenazaba su retaguardia y paralizaba, en consecuencia, sus movimientos. Luego se verá la influencia decisiva que ella tuvo en el éxito final de la campaña.

Al sentirse en Tomina la aproximación de la columna de Benavente que obraba en combinación con la de Blanco, Arenales acudió en auxilio de Umaña, sobre cuyo campamento se reconcentraban las fuerzas enemigas. Hallándose en los Sauces (Tomina), tuvo parte que Blanco tomaba de nuevo la ofensiva y corriéndose por uno de sus flancos, había forzado los ásperos pasos de Herradura y Petacas, y desalojado la vanguardia de Warnes en estos puntos (11 de abril). A consecuencia de este contraste, la división de Warnes se dispersó en gran parte y sus restos se pusieron en retirada buscando la incorporación de Arenales. Sabedor éste de lo ocurrido, marchó personalmente a proteger el movimiento retrógrado de Warnes, a quien encontró a los 45 kilómetros acompañado de dos compañías de pardos y morenos, una compañía de naturales montados y un piquete de fusileros mestizos, en todo como 300 hombres.

Reunidas las fuerzas de Arenales y Warnes componían un número casi igual al del enemigo. En consecuencia, resolvieron tomar la ofensiva y atacar a Blanco, que se había posesionado de la ciudad de Santa Cruz, después de sostener un combate en la Angostura. Blanco, por su parte, alucinado por su triunfo, destacó 200 hombres en persecución de los dispersos, destinó 80 hombres a la custodia de la ciudad, y con el resto que alcanzaría a 600 hombres, de los cuales 300 eran de infantería de línea, marchó en busca de Warnes y Arenales. Aleccionado Warnes con sus recientes reveses, se había subordinado por el momento a la autoridad de Arenales, reconociendo la superioridad de sus talentos militares. En consecuencia, Arenales dispuso, de acuerdo con él, atraer a Blanco, a un sitio reconocido de antemano, donde debía ser necesariamente batido.

La posición que ocupaban los patriotas les permitía maniobrar con ventaja y libertad. Hallábanse en el punto preciso en que se dividen los dos grandes sistemas hidrográficos del Amazonas y del Pilcomayo; tenían sobre uno de sus flancos los últimos contrafuertes de la cordillera; marchaban por el llano y al abrigo de selvas espesísimas que eran solo transitables por angostos desfiladeros, de manera que podían cubrir sus movimientos, prever de antemano el camino preciso que traería el enemigo, y esperarlo o detenerlo donde mejor les conviniese. Sobre esta base Arenales arregló su plan.

En 24 de mayo se descubrieron por la primera vez las fuerzas realistas, en Pozuelos. Los patriotas ocupaban la boca de un desfiladero de bosque, por el cual continuaron su retirada con toda seguridad ocultando su fuerza, y dejaron a su entrada una partida de observación para cubrir la retaguardia y atraer al enemigo a la emboscada. El 25 al amanecer, llegaron al lugar denominado La Florida, en el Río Piray.

El Río Piray (que no debe confundirse con el del mismo nombre, perteneciente al sistema del Amazonas) tiene su origen en la cordillera de Tomina: corre del oeste al este y es de poco caudal. En el punto elegido por Arenales se levantaba sobre su margen derecha una barranca como de dos metros de elevación; a su pie corría el río dilatándose en una playa; a su frente se extendía una ancha planicie; a derecha e izquierda dos cejas de un bosque coronaban la barranca; al centro un descampado, y a retaguardia, hacia el sur, el pueblo de La Florida que debía dar su nombre al memorable combate de ese día. Arenales situó su artillería en el descampado. A uno y otro costado emboscó su caballería, tomando Warnes el mando de la derecha con la división de Santa Cruz y el comandante Diego de la Riva, el de la izquierda, con la de Cochabamba. Al pie de la barranca y bajo los fuegos de la artillería, abrió una trinchera, que disimuló con ramas y arena; allí emboscó su infantería formada en ala y rodilla en tierra. Su fuerza total alcanzaría a 800 hombres. En esta disposición esperó el ataque.

A las once y media del mismo día 25 de mayo, se sintió un tiroteo en el desfiladero del bosque fronterizo por donde debía desembocar el enemigo: era la avanzada patriota que se replegaba disputando el terreno. Un cuarto de hora después, asomó la cabeza de la columna realista en actitud de combate y precedida de guerrillas. Esta columna la componían 300 hombres de infantería de línea y como otros tantos de caballería, bien armados de carabina, lanza y sable y dos piezas de artillería.

Al desembocar al llano, Blanco desplegó en batalla y adelantó sus guerrillas por los costados, apoyándolas con fuertes reservas de caballería, con el objeto de tomar a los patriotas por la espalda, y rompió el fuego con sus piezas de a 4. En seguida hizo avanzar su infantería con fuegos sobre toda la línea. En ese momento, abrió su fuego la artillería patriota por encima de su infantería atrincherada, que permanecía oculta según las órdenes de Arenales: Blanco siguió impávido su carga. Al entrar el enemigo a la playa del Norte y vadear sus primeras guerrillas el río, la infantería emboscada hizo una descarga general, y puesta súbitamente de pie avanzó sobre el humo a paso de ataque, suspendiéndose los fuegos de la artillería para no ofenderla. El avance fue tan gallardo y la evolución se ejecutó con tal rapidez, y fue tan oportunamente apoyado por un destacamento de flanqueadores que Arenales desprendió por la izquierda, que el enemigo, completamente envuelto, se puso en derrota, quedando en poder de los patriotas su artillería y muerto en el campo el coronel Blanco.

Lanzado Arenales en persecución de los fugitivos, se adelantó imprudentemente del grueso de sus fuerzas. Un grupo que huía volvió caras, cargó sobre él y lo postró en tierra, dejándolo allí por muerto, traspasado de catorce heridas, de las que tres le cruzaban el rostro. Conducido en hombros de sus soldados al campo de la victoria, sin proferir una queja, pudo consolarse de sus heridas al contar los trofeos. · Dos banderas, dos cañones, 200 fusiles, 100 muertos, 99 prisioneros estaban en poder de los patriotas, con solo la pérdida de un muerto y 21 heridos incluso el mismo Arenales.

Ésta fue la jornada de La Florida que salvó a Santa Cruz de la Sierra, y determinó la retirada del ejército realista en · Salta, según se verá a su tiempo. Sus partes no han sido publicados jamás y el nombre dado a una de las principales calles de Buenos Aires en conmemoración de ella, es todavía un enigma para muchos. Por esta hazaña, Arenales fue elevado al rango de general y se decretó un escudo de honor con esta: inscripción: "La patria a los vencedores de La Florida".

IX

No caben en nuestro cuadro histórico las operaciones y combates posteriores. Empero, consignaremos brevemente sus principales sucesos para volver a tomar el hilo de nuestra narración.

Apenas restablecido Arenales de sus heridas marchó con su división a posesionarse nuevamente del Valle Grande. Encontrándose con una división enemiga de 200 hombres, la derrotó en Postrer Valle (el 4 de julio), causándole grandes pérdidas y tomó 30 prisioneros. Hostilizado por dos divisiones y habiéndole negado Warnes los auxilios que le pidió para atacarlas, tuvo que comprometer el combate con una de ellas, fuerte de 400 hombres, para impedir la reunión de ambas. La acción tuvo lugar en Sumapaita (el 5 de agosto), donde fue batido Arenales con pérdida de la artillería; pero quedó fuera de combate la mitad de la columna enemiga, que se vio en la imposibilidad de penetrar el territorio de Santa Cruz.

Con los restos de su división se concentró en Los Sauces, reuniéndose en la laguna el comandante Manuel Ascencio Padilla (que tan famoso debía hacerse en esta guerra) a la cabeza de una columna de indios honderos, y obligó a la fuerza realista al mando de Benavente que operaba en Tomina, a replegarse a Yamparáez, amagando la comunicación entre Chuquisaca y Cochabamba. Rehecho un tanto, volvió a posesionarse del Valle Grande, y mantuvo viva la insurrección en todos los valles desde allí hasta Chuquisaca.

Dieciocho meses sostuvo esta guerra extraordinaria y dio cuatro combates que costaron al enemigo 1.300 hombres entre muertos, heridos y dispersos. Al cabo de este tiempo entró triunfante en Cochabamba, rindió su guarnición, y se posesionó de Chuquisaca, incorporándose con 1.200 hombres al ejército argentino, que en 1815 efectuó más tarde la última gran campaña del Alto Perú, que debía terminar desastrosamente en Sipe·Sipe. Volvamos ahora a Tucumán y Salta.

 

« RETROCEDER AL CAPÍTULO 4

« ÍNDICE »

 AVANZAR AL CAPÍTULO 6 »