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Instituto Nacional Sanmartiniano

Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana de Bartolomé Mitre. Capítulo 3. La Logia de Lautaro. 1812-1813

Continuamos con la publicación en línea de una de las obras cumbre de Bartolomé Mitre, su historia de San Martín, un nuevo capítulo mes a mes. En esta ocasión "La Logia de Lautaro. 1812-1813".

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CAPÍTULO 3

LA LOGIA DE LAUTARO. 1812-1813

SUMARIO.- El primer Triunvirato y su filiación histórica. - Estado de los partidos políticos, en 1812. - San Martín y Alvear. - Los Granaderos a caballo. - Escuela de táctica, disciplina y moral militar. - Vistas políticas y militares. - La Logia de Lautaro y su influencia. - La batalla de Tucumán y sus consecuencias políticas. – Revolución del de octubre, su objeto y trascendencia. – Parte que toma en ella San Martín. - Influencia de la Logia en este acontecimiento. - El segundo Triunvirato. - La situación militar. - Planes militares sobre Montevideo y el Perú. - Nuevo prospecto.

I

El Triunvirato que en 1812 regía los destinos de las Provincias Unidas representaba la tercera constitución del poder público en el transcurso de dos años de revolución.

El primer gobierno nacional, inaugurado el 25 de mayo de 1810, bajo la denominación de Junta Provisional gubernativa, aunque nombrado por el voto público, fue un simple derivado del derecho histórico y municipal. Legitimada por la adhesión de las provincias como poder general, se legalizó como poder político por la elección de diputados, efectuada por los Cabildos para constituir un Congreso sobre la base municipal. La refundición de los diputados de la Junta gubernativa, y la subsiguiente creación de Juntas Provinciales en representación de las localidades, fue una evolución retrógrada del gobierno, que tuvo su origen en la tendencia descentralizadora que llevaba en germen la federación del porvenir. Abdicando los diputados la potestad deliberativa, desvirtuaron con su incorporación la constitución del ejecutivo, y retardaron indefinidamente la organización política sobre sus verdaderas bases. El Triunvirato, expresión del centralismo gubernamental que tenía su razón de ser, era el producto de las necesidades de la época, y respondía por el momento a las exigencias de organización, de propaganda y de lucha de la revolución.

Las tres evoluciones que hemos bosquejado -una de las cuales marcaba el punto de partida, y las otras dos las tendencias opuestas de los partidos de la revolución- fueron, más bien que el resultado de divergencias teóricas, productos espontáneos del organismo social por una parte, y exigencias de la situación por otra, que se traducían en anarquía gubernamental, entrando por algo la inexperiencia y las rivalidades domésticas.

Los dos primeros partidos embrionarios con raíces en la sociedad, que se encontraron frente a frente en el terreno de la Junta gubernativa, representaban las tendencias que caracterizan los comienzos de toda revolución: el elemento conservador, aunque patriota por una parte, y el elemento esencialmente revolucionario por la otra, personalizados por el presidente Saavedra y el secretario Moreno. En el choque de estas dos tendencias el elemento conservador prevaleció, y dueño absoluto del poder, le sucedió lo que a todos los poderes negativos, que no teniendo nada que conservar sino lo malo, y no teniendo iniciativa para crear, abdicó al fin por impotencia y por esterilidad. El elemento revolucionario con su primitivo credo democrático y con más sentido político, una vez dueño del campo en la tercera evolución que hemos señalado, se organizó vigorosamente en partido gubernamental y centralista, y rodeó al Triunvirato, que, siendo su obra, era hasta cierto punto la expresión de sus ideas.

El Triunvirato que se había impuesto con la autoridad de una necesidad imperiosa por todos sentida, se mantenía entre los partidos, sin perseguir a los vencidos y sin ceder a todas las exigencias de los vencedores. De aquí provenía que, después de apartar los peligros de la difícil situación que le tocara, y satisfacer alguna de las exigencias de la opinión en el sentido de las reformas democráticas, el Triunvirato solo representaba la autoridad material, sin el poder moral que dan los organismos políticos bien definidos. El Poder Ejecutivo, único en el estado, era una dictadura anónima contrapesada por los partidos. La revolución carecía de una constitución, que definiendo la situación, diese base sólida a la acción y al desarrollo orgánico de la sociedad democrática.

Al constituir el nuevo gobierno, los diputados de las provincias reasumieron la potestad legislativa que antes habían abdicado, y bosquejaron así, aunque vagamente, la división de los poderes. Yendo más allá, pretendieron reaccionar al atribuirse la supremacía, y dictaron en consecuencia una constitución que desvirtuaba la del Poder Ejecutivo, perpetuando así el de los representantes de los Cabildos sin mejorar las condiciones del poder público. La disolución de la asamblea resolvió el conflicto con aplauso de la opinión; pero hirió un principio fundamental de gobierno.

Para regularizar hasta cierto punto su situación, el Triunvirato se dictó entonces a sí mismo su ley orgánica, siendo ésta la primera carta constitucional que se puso en práctica en las Provincias Unidas. Por ella se establecía la amovilidad periódica de los gobernantes y su elección por una asamblea eventual de corporaciones, compuesta de un número de notables de la capital que constituían la gran mayoría, y de los apoderados nominales de los pueblos, la que debía ser presidida por los Cabildos de Buenos Aires. Esta Asamblea debía tener el voto deliberativo en los casos en que fuese consultada, hasta que se reuniera un Congreso Nacional que se prometía convocar, garantizándose mientras tanto, por reglas expresas, los derechos individuales y la libertad de escribir.

Estas medidas y reformas truncas, dictadas como expedientes según las exigencias del momento, que no ajustándose a un principio ni a un plan general, mantenían la revolución entre lo eventual y lo arbitrario, no satisfacían las exigencias del partido demócrata aunque les prestase su apoyo. Su programa era no solo constituir el Poder Ejecutivo provisional, sino constituir definitivamente la revolución, y darle por base la soberanía popular por medio del sufragio directo, convocando inmediatamente un Congreso Nacional que diese forma, vida y fuerza expansiva a la república que estaba en las conciencias, aun cuando todavía no se comprendiese bien el sistema y se gobernase en nombre del rey de España.

Los hombres superiores que componían el Triunvirato, participando de estas aspiraciones del patriotismo, eran ante todo gubernamentales. Opuestos a la reunión inmediata de una asamblea constituyente, por considerarla prematura y peligrosa, estaban en este punto en pugna con el partido que representaban. De aquí debía nacer una oposición radical que determinaría una cuarta evolución política, la más peligrosa y la más trascendental de cuantas se habían realizado hasta entonces.

Estos antecedentes eran indispensables para comprender y juzgar la actitud política que San Martín y Alvear tomaron en medio de los partidos en que se hallaba dividida la revolución cuando pisaron las playas argentinas.

II

San Martín, al regresar a su patria, era un hombre oscuro y desvalido, que no tenía más fortuna que su espada, ni más reputación que la de un valiente soldado y un buen táctico. Su compañero Alvear, por el contrario, rico y precedido de la fama de generoso, llevaba un apellido que se había ilustrado en el Río de la Plata, encontraba una familia hecha y un valimiento, y con las brillantes exterioridades que le adornaban, las simpatías debían brotar a su paso. Poseído de una ambición sensual de gloria y poder, improvisador en acciones y palabras que se dejaba gobernar por su imaginación fogosa, talento de reflejo que no emitía la luz propia, sin el resorte de la voluntad perseverante. Alvear formaba contraste con San Martín, en quien la refIexión y la preparación de los medios precedían a la acción y cuyo conjunto de pasión concentrada, cálculo, paciencia, sagacidad y fortaleza de alma constituían un carácter original que solo se parecía a sí mismo como todo lo que es nativo. Bajo estos auspicios, Alvear asumió respecto de San Martín la actitud de un protector, exagerándose su propia importancia, y lo recomendó al gobierno de las Provincias Unidas como un buen militar, pero cuidó de colocarse él en primer término.

A los ocho días de su llegada fue reconocido en su grado de teniente coronel, y se le encomendó la organización de un escuadrón de caballería de línea, de que entraron a formar parte sus compañeros de viaje, siendo nombrado Alvear sargento mayor del nuevo cuerpo y Zapiola capitán. Tal fue el origen del famoso regimiento de Granaderos a caballo que concurrió a todas las grandes batallas de la independencia, dio a la América diecinueve generales, más de doscientos jefes y oficiales en el transcurso de la revolución, y que después de derramar su sangre y sembrar sus huesos desde el Plata hasta el Pichincha, regresó en esqueleto a sus hogares, trayendo su viejo estandarte bajo el mando de uno de sus últimos soldados ascendido a coronel en el espacio de trece años de campañas.

San Martín no solo traía por contingente a la revolución su competencia militar: le traía además la experiencia de una grande insurrección, en la que había sido autor. El espectáculo del alzamiento de la España le había revelado el poder de las fuerzas populares en una guerra nacional, como los continuos reveses de las armas españolas en medio de algunos triunfos más gloriosos que fecundos, le enseñaron que en una larga guerra no se triunfa en definitiva sin una sólida organización militar. Había visto a esos mismos ejércitos españoles, siempre derrotados a pesar de su heroísmo, retemplarse en la disciplina inglesa y triunfar con esta nueva fuerza de los primeros soldados de la Europa. Comprendía que la España, una vez desembarazada de la guerra peninsular, enviaría a América sus mejores tropas y sus mejores generales para sojuzgar sus colonias insurrectas.

Con esta experiencia y estas previsiones, estudió fríamente la situación militar, y se penetró de lo que la guerra, que para algunos debía concluir en la primera batalla ganada, apenas empezaba, y que habría que combatir mucho y por muchos años al través de toda la América.

Examinando con cuidado el temple de las armas de combate, pudo cerciorarse que la revolución estaba militarmente mal organizada, que los ejércitos carecían de consistencia, que las operaciones no obedecían a ningún plan, y que no se preparaban los elementos para las grandes empresas que necesariamente habría que acometer; en una palabra, que no existía una organización ni una política militar. Al asumir modestamente el cargo de reformador militar en su esfera, no se constituyó empero en censor, ni se presentó como un proyectista. Sistemáticamente cuidó de no ingerirse en la dirección de la guerra ni apuntar planes de campaña, contrayéndose seriamente a la tarea que se había impuesto, que era fundar una nueva escuela de táctica, de disciplina y de moral militar.

III

El primer escuadrón de Granaderos a caballo fue la escuela rudimental en que se educó una generación de héroes. En este molde se vació un nuevo tipo de soldado animado de un nuevo espíritu, como hizo Cromwell en la revolución de Inglaterra, empezando por un regimiento para crear el tipo de un ejército y el nervio de una situación. Bajo una disciplina austera que no anonadaba la energía individual, y más bien la retemplaba, formó San Martín soldado por soldado, oficial por oficial, apasionándolos por el deber y les inoculó ese fanatismo frío del coraje que se considera invencible, y es el secreto de vencer. Los medios sencillos y originales de que se valió para alcanzar este resultado, muestran que sabía gobernar con igual pulso y maestría espadas y voluntades.

Su primer conato se dirigió a la formación de oficiales, que debían ser los monitores de la escuela bajo la dirección del maestro. Al núcleo de sus compañeros de viaje fue agregando hombres probados en las guerras de la revolución, prefiriendo los que se habían elevado por su valor desde la clase de tropa; pero cuidó que no pasaran de tenientes. Al lado de ellos creó un plantel de cadetes, que tomó del seno de las familias espectables de Buenos Aires, arrancándolos casi niños de brazos de sus madres. Era la amalgama del cobre y del estaño que daba por resultado el bronce de los héroes.

Con estos elementos organizó una academia de instrucción práctica que él personalmente dirigía, iniciando a sus oficiales y cadetes en los secretos de la táctica, a la vez que les enseñaba el manejo de las armas en que era destrísimo, obligándolos a estudiar y a tener siempre erguida la cabeza ante sus severas lecciones una línea más arriba del horizonte, mientras llegaba el momento de presentarla impávida a las balas enemigas. Para experimentar el temple de nervios de sus oficiales, les tendía con frecuencia acechanzas y sorpresas nocturnas, y los que no resistían a la prueba eran inmediatamente separados del cuerpo, porque "solo quería tener leones en su regimiento".

Pero no bastaba fundir en bronce a sus oficiales, modelarlos correctamente con arreglo a la ordenanza haciéndoles pasar por la prueba del miedo. Para completar su obra, necesitaba inocularles un nuevo espíritu, templarlos moralmente, exaltando en ellos el sentimiento de la responsabilidad y de la dignidad humana, que como un centinela de vista debía velar día y noche sobre sus acciones. Esto es lo que consiguió por medio de una institución secreta, que bien que peligrosa en condiciones normales o en manos infieles, produjo sus efectos en aquella ocasión.

Evitando los inconvenientes del espionaje que degrada y los clubes militares que acaban de relajar la disciplina, planteó algo más eficaz y más sencillo. Instituyó una especie de tribunal de vigilancia compuesto de los mismos oficiales, en que ellos mismos debían ser los celadores, los fiscales y los jueces, pronunciar las sentencias y hacerlas efectivas por la espada, autorizando por excepción el duelo para hacer justicia en los casos de honor.

En el primer domingo de cada mes se reunía en sesión secreta el consejo de oficiales bajo su presidencia, dirigiéndoles un discurso sobre la importancia de la institución y la obligación en que todos estaban de no permitir en su seno a ningún miembro indigno de la corporación. En una pieza inmediata y sola estaban preparadas tarjetas en blanco, en que cada oficial escribía lo que hubiese notado respecto de la mala comportación de algún compañero. En seguida, el sargento mayor recibía las cédulas dobladas en su sombrero, que eran escrutadas por el jefe. Si entre ellas se encontraba alguna acusación, se hacía salir al acusado y se exhibía la papeleta, sobre la cual se abría discusión. Nombrábase acto continuo una comisión investigadora, que daba cuenta del resultado en una próxima sesión extraordinaria. Abierta nuevamente la discusión, cada oficial daba su dictamen por escrito, y la votación secreta decidía si el acusado era o no digno de pertenecer al cuerpo. En el primer caso, el cuerpo de oficiales, por el órgano de su presidente, le deba en presencia de todos una satisfacción cumplida. En el segundo, se nombraba una comisión de oficiales para intimarle pidiese su separación absoluta, prohibiéndole usar en público el uniforme del regimiento, bajo la amenaza que si contrariase esta orden le sería arrancado a estocadas por el primer oficial que le encontrara.

Este tribunal tenía un código conciso y severo, que determinaba los delitos punibles, desde el hecho de agachar la cabeza en acción de guerra y no aceptar un duelo justo o injusto, hasta el de poner las manos a una mujer aun siendo insultado por ella, y comprendía todos los casos de mala conducta personal.

En cuanto a los soldados, los elegía vigorosos, excluyendo todo hombre de baja talla. Los sujetaba con energía paternal a una disciplina minuciosa, que los convertía en máquinas de obediencia. Los armaba con el sable largo de los coraceros franceses de Napoleón, cuyo filo había probado en sí, y que él mismo les enseñaba a manejar, haciéndoles entender que con esa arma en la mano partirían como una sandía la cabeza del primer "godo" que se les pusiera por delante, lección que practicaron al pie de la letra en el primer combate en que la ensayaron. Por último, daba a cada soldado un nombre de guerra, por el cual únicamente debía responder y así les daba el ser, les inoculaba su espíritu y los bautizaba.

Sucesivamente fueron creándose otros escuadrones según este modelo, y el día que formaron un regimiento, el gobierno envió a San Martín el despacho de coronel con estas palabras: “Acompaña a V. S. el gobierno el despacho de coronel del regimiento de Granaderos a caballo. La superioridad espera que continuando V. S. con el mismo celo y dedicación que hasta aquí, presentará a la patria un cuerpo capaz por sí solo de asegurar la libertad de sus conciudadanos."

En este intervalo, había tomado por esposa a doña María de los Remedios Escalada, joven bella perteneciente a una de las más distinguidas familias del país, en señal de que constituía para siempre su hogar en la tierra de su nacimiento. ¡Pero él no debía tener en adelante más hogar que la tienda del soldado, ni más familia que la militar, ni más compañera que la soledad, hasta que el único fruto de esa unión le cerrase para siempre los ojos en remotas playas!

IV

Al mismo tiempo que el coronel de Granaderos aplicaba la táctica y la disciplina a la milicia, se ocupaba en hacerla extensiva a la política para dar organización en uno y otro terreno a las fuerzas morales y materiales con que se debía combatir y vencer, teniendo en ambos por objetivo la independencia americana.

No era San Martín un político en el sentido técnico de la palabra, ni pretendió nunca serlo. Como hombre de acción con propósitos fijos, con vistas claras y con voluntad deliberada, sus medios se adaptaban siempre a un fin tangible, y sus principios políticos, sus ideas propias y hasta su criterio moral se subordinaban al éxito inmediato, que era la independencia, sin dejar por esto de tener presente un ideal más lejano, que era por entonces la libertad en la república.

Con su natural perspicacia y su natural buen sentido, había visto claramente que la revolución estaba tan mal organizada en lo militar como en lo político, que carecía de plan, de medios eficaces de acción y hasta de propósitos netamente formulados. Así es que, guardando una prudente reserva sobre los asuntos de gobierno, no excusaba expresarse con franqueza sobre aquel punto en las tertulias políticas de la época, diciendo: "Hasta hoy, las Provincias Unidas han combatido por una causa que nadie conoce, sin bandera y sin principios declarados que expliquen el origen y tendencias de la insurrección: preciso es que nos llamemos independientes para que nos conozcan y respeten."

Con estas ideas y propósitos no había vacilado en decidirse desde luego por los que reclamaban las medidas más adelantadas en el sentido de la independencia y de la libertad, aceptando de lleno la convocatoria de un Congreso Constituyente. Consideraba, sin embargo, imprudente fiar al acaso de las fluctuaciones populares deliberaciones que debían decidir de los destinos, no solo del país, sino también de la América en general. Aun sin sospechar las fuerzas explosivas que la revolución encerraba en su seno, pensaba que era necesario organizar los partidos militantes y disciplinar las fuerzas políticas para dar unidad y dirección al movimiento revolucionario. Un núcleo poderoso de voluntades, una organización metódica de todas las fuerzas políticas, que obedeciese a un mecanismo y una dirección inteligente y superior, que dominase colectivamente las evoluciones populares y las grandes medidas de los gobiernos, preparando sucesivamente entre pocos lo que debía aparecer en público como el resultado de la voluntad de todos, tal fue el plan que San Martín concibió y llevó a cabo por medio de la organización de una institución secreta, ayudado eficazmente por su compañero Alvear, que tomó en esta obra la parte más activa.

De esta concepción sencilla deducida de la táctica y de la disciplina, y calcada sobre el plan de las sociedades secretas de Cádiz y de Londres de que ya hemos hablado, nació la organización de la célebre asociación, conocida en la historia bajo la denominación de Logia de Lautaro, que tan misteriosa influencia ha ejercido en los destinos de la revolución.

La Logia de Lautaro se estableció en Buenos Aires a mediados de 1812, sobre la base ostensible de las logias masónicas reorganizadas, reclutándose en todos los partidos políticos, y principalmente en el que dominaba la situación. La asociación tenía varios grados de iniciación y dos mecanismos excéntricos que se correspondían. En el primero, los neófitos eran iniciados bajo el ritual de las logias masónicas que desde antes de la revolución se habían introducido en Buenos Aires y que existían desorganizadas a la llegada de San Martín y de Alvear. Los grados siguientes eran de iniciación política en los propósitos generales. Detrás de esta decoración que velaba el gran motor oculto, estaba la Logia matriz, desconocida aun para los iniciados en los primeros grados y en la cual residía la potestad suprema.

El objeto declarado de la Logia era "trabajar con sistema y plan en la independencia de la América y su felicidad, obrando con honor y procediendo con justicia". Sus miembros debían necesariamente ser americanos "distinguidos por la liberalidad de las ideas y por el fervor de su celo patriótico". Según su constitución cuando alguno de los hermanos fuese elegido para el supremo gobierno del Estado, no podría tomar por sí resoluciones graves sin consulta de la Logia, salvo las deliberaciones del despacho ordinario. Con sujeción a esta regla, el gobierno desempeñado por un hermano no podía nombrar por sí enviados diplomáticos, generales en jefe, gobernadores de provincia, jueces superiores, altos funcionarios eclesiásticos, ni jefes de cuerpos militares, ni castigar por su sola autoridad a ningún hermano. Como comentario de esta disposición, se establecía la siguiente regla de moral pública: "Partiendo del principio que la Logia, para consultar los primeros empleos, ha de pasar y estimar la opinión pública, los hermanos como que están próximos a ocuparlos, deberán trabajar en adquirirla”. Era ley de la asociación auxiliarse mutuamente en todos los conflictos de la vida civil, sostener a riesgo de la vida las determinaciones de la Logia, y darle cuenta de todo lo que pudiera influir en la opinión o seguridad pública. La revelación del secreto "de la existencia de la Logia por palabras o por señales" tenía "pena de muerte por los medios que se hallase por conveniente". Esta conminación, reminiscencia de los misterios del templo de Isis y copiada de las constituciones de la Logia matriz de Miranda, solo tenía un alcance moral. Por una adición a la Constitución se disponía que cuando alguno de los hermanos de la Logia matriz fuese nombrado general del ejército o gobernador de provincia, tuviese facultad para crear una sociedad dependiente de ella compuesta de menor número de miembros.

Los logistas no consiguieron desde luego refundir en su seno el personal del gobierno, que era una de las condiciones indispensables para extender su influencia y establecer su predominio. El Triunvirato no podía hacerlo sin abdicar, y el genio sistemático de don Bernardino Rivadavia que le daba nervio, fue el obstáculo con que tropezó en este sentido. No obstante esto, su influencia se ramificó en toda la sociedad, y los hombres más conspicuos de la revolución por su talento, por sus servicios o su carácter se afiliaron a ella. Los clubes y las tertulias políticas donde hasta entonces se había elaborado la opinión por la discusión pública o las influencias de círculo, se refundieron en su seno por una atracción poderosa. Uno de los más ardientes promotores de las asociaciones públicas, el doctor Bernardo Monteagudo, tribuno inteligente, de pluma y de palabra, se constituyó en activo agente de la Logia, llevándole el concurso de la juventud que acaudillaba.

San Martín, en vista de este resultado, creyó haber encontrado el punto de apoyo que necesitaba la política. Alvear, con su talento de intriga y su ambición impaciente, se lisonjeó con la esperanza de tener bajo su mano el instrumento poderoso que necesitaba para elevarse con rapidez. Desde entonces la influencia misteriosa de la Logia empezó a extenderse por todo el país, haciendo presentir un cambio inmediato en su situación política.

V

Se ha exagerado mucho en bien y en mal la influencia latente de la Logia lautarina en los destinos de la revolución. Se ha supuesto una acción continua y eficiente sobre los acontecimientos contemporáneos que carece de fundamento histórico, y que las intermitencias de la revolución contradicen. En un sentido o en otro, se le ha atribuido la maternidad de hechos que estaban en el orden natural de las cosas, y que con ella o sin ella se habrían producido igualmente. Se la ha hecho responsable de ejecuciones sangrientas o de crímenes aislados, que tienen su explicación y aun su justificación en otros móviles y otras necesidades, convirtiéndola así en un conciliábulo tenebroso de asesinos políticos. Acusada de abrigar planes liberticidas y reaccionarios, se la ha cargado como al cabro emisario con todos los horrores y extravíos de su época, que no tuvieron ni pudieron tener su origen en la institución misma. Juzgada, por último, desde un punto de vista distinto de aquel en que sus autores se colocaron y sus contemporáneos la vieron, ha sido condenada sin equidad, y aun sin compulsar las piezas del proceso. La historia ha empezado a descorrer el velo oscuro de los tiempos que por tantos años la ha ocultado a los ojos de la posteridad, y su fallo definitivo y justiciero aún no ha sido pronunciado con perfecto conocimiento de causa.

La Logia de Lautaro no fue (como su mismo nombre lo indica) una máquina de gobierno ni de propaganda especulativa: fue una máquina de revolución y de guerra indígena contra el enemigo común, a la vez que de defensa contra los peligros interiores. En este sentido contribuyó eficazmente a dar tono y rumbo fijo a la revolución; a centralizar y dirigir las fuerzas gubernamentales, dando unidad y regularidad a las evoluciones políticas que promovió y presidió, y vigoroso impulso a las operaciones militares con sujeción a su plan preconcebido, para imprimir mayor energía en los conflictos, para suplir en muchos casos la deficiencia de los hombres y corregir hasta cierto punto los extravíos de una opinión fluctuante, inspirando en momentos supremos medidas salvadoras, que la revolución ha reivindicado como glorias suyas.

Mala en sí misma como mecanismo gubernativo, corruptora como influencia administrativa, contraria al individualismo humano que anonadaba por una disciplina ciega, inadecuada y aun contraria al desarrollo libre y espontáneo de una revolución social, no puede desconocerse, empero, que fue concebida bajo la inspiración del interés general, que no contrarió las tendencias de la revolución, ·que aceleró muchas de sus grandes reformas democráticas y que bajo sus auspicios se inauguró la primera Asamblea que proclamó la soberanía popular dándole forma visible. En la política exterior, a ella se debe el espíritu de propaganda americana de que se penetró la revolución, y en especial el mantenimiento de la gran alianza argentinochilena que dio la independencia a medio continente, unificando la política y mancomunando los esfuerzos y sacrificios de ambos pueblos, en la magnánima empresa.

Institución peligrosa en el orden político por el sigilo de sus deliberaciones, por lo irresponsable de su poder colectivo, por la solidaridad que establecía entre sus miembros así para lo bueno como para lo malo en los actos de la vida pública, los vicios y deficiencias de su organización se pusieron de manifiesto cuando la ambición personal quiso hacerla servir de instrumento a sus fines rompiéndose en sus manos, o cuando los que con más fidelidad observaron su regla fueron víctimas de ella, para disolverse en uno y otro caso, ya con la caída del ambicioso, ya con el sacrificio del adepto.

Juzgando imparcialmente la Logia de Lautaro, puede decirse: que condenable en tesis general aun como institución revolucionaria en un pueblo democrático, produjo en su origen bastantes bienes y algunos males, que inclinan la balanza en su favor. Como motor político no desvió la revolución de su curso natural, y como poder colectivo solo sirvió por accidente a ambiciones bastardas, que tuvieron su correctivo en la opinión. Como núcleo de voluntades unidas por un propósito, fue el invisible punto de apoyo de las fuerzas salvadoras de la sociedad en momentos de desquicio. Ni histórica ni racionalmente puede hacérsela responsable de hechos que reconocen otras causas visibles, y que se desenvolvieron lógicamente bajo otros auspicios. Y en cuanto al uso que hizo de su poder, debe agregarse que, a pesar de ser irresponsable, sin el control siquiera de la publicidad, no se deshonró con los excesos a que con frecuencia se entregan los partidos militantes cuando imperan en el gobierno. Puede decirse, en fin, que tal como fue, con todo el poder que tuvo y toda la influencia que ejercía en momentos dados, la acción limitada de la Logia de Lautaro es una prueba irrefutable de que la revolución argentina fue impulsada por otras fuerzas más eficientes, y que obedeció a las leyes generales que no estaban en manos de sus directores ni servir en todo, ni contrariar en parte.

La ambición egoísta de Alvear pretendiendo hacer servir la institución a su engrandecimiento personal, y San Martín estoicamente fiel a su propia regla disciplinaria (como se verá después), quedarán como una doble lección, a que la historia pondrá su severo comentario.

VI

Mientras San Martín preparaba la victoria disciplinando sus Granaderos a caballo, y la Logia disciplinaba a los políticos para preparar un cambio de situación, las nubes amenazadoras que oscurecían el horizonte de la revolución, se habían disipado por una parte, y se condensaban precisamente allí donde el peligro era más inminente.

El ejército portugués acordonado sobre la margen izquierda del Uruguay, había convenido en retirarse a sus fronteras a consecuencia de un armisticio celebrado (el 26 de mayo de 1812), por la interposición de la diplomacia inglesa, entre las Provincias Unidas y la Corte de Río de Janeiro. La bandera española aún flameaba sobre los muros de Montevideo; pero el camino para atacarlo estaba franqueado, y un fuerte ejército patriota reconcentrado sobre la margen derecha del Uruguay esperaba la ocasión.

La situación interior se había consolidado, retemplándose el espíritu público, por el descubrimiento de una vasta conjuración de españoles europeos conocida con el nombre histórico de Álzaga, que hubo de estallar el 5 de julio de acuerdo con la plaza de Montevideo y la escuadra española surta en su puerto, debiendo ser apoyada por el ejército portugués (que aún no se había retirado a la espera de este suceso). Su objeto era restaurar el poder español sofocando la revolución en el centro mismo de su poder. El Triunvirato fue implacable en el castigo ejemplar de los conjurados, y la base de operaciones de la revolución quedó sólidamente asegurada.

Por el Norte la situación era otra. Sojuzgado completamente el Alto Perú, el ejército realista en combinación con el ejército portugués del Uruguay, avanzaba fuerte y triunfante al corazón de las Provincias Unidas, habiendo penetrado ya hasta el Tucumán. Las miserables reliquias del ejército argentino escapadas al desastre del Desaguadero, retrocedían bajo las órdenes del general Belgrano, sin la esperanza siquiera de combatir. En tal situación se esperaba de un momento a otro, o bien la completa derrota de los patriotas o bien su retirada hasta Córdoba, si es que ésta era posible. En ambos casos la revolución argentina, o quedaba herida de muerte en una batalla, o se circunscribía a los estrechos límites de una provincia para sucumbir más tarde por inanición.

En este momento supremo, el general Belgrano, aconsejándose únicamente de su grande corazón, resolvióse a hacer pie firme en las inmediaciones de la ciudad de Tucumán, después de una gloriosa retirada de ochenta leguas. Desobedeciendo las repetidas y terminantes órdenes del gobierno que le prevenían retirarse a todo trance hasta Córdoba, esperó al enemigo con la mitad menos de fuerza, y lo batió completamentc el 24 de setiembre de 1812, quitándole banderas y cañones, y salvó así la situación más angustiosa por que haya pasado jamás la revolución argentina. Este grande e inesperado acontecimiento tuvo su repercusión inmediata en la política interna, según se verá después.

VII

Simultáneamente con el desarrollo de estos sucesos, el círculo de acción del Triunvirato se estrechaba gradualmente. Poder nacido de una delegación de delegados que habían desconocido su mandato, y cuyo primer acto fue la disolución de la Asamblea que le dio vida, el Triunvirato, en virtud de la regla que se había dado a sí mismo, convocó en la época debida a la Asamblea eventual y supletoria de que se ha hecho mención, determinando a la vez un método de elección, circunscripto en realidad al recinto de la capital. Esta Asamblea enfermiza, sin raíces ni autoridad moral, después de llenar el cometido de designar el sucesor de uno de los triunviros que debía cesar, renovó el escándalo de atribuirse a sí misma la alta representación de las Provincias Unidas, y como la anterior, se declaró suprema. El gobierno la disolvió del mismo modo, destruyendo así la propia base que se diera y despojóse en el hecho de su razón de ser legal.

Pero no eran estas consideraciones principalmente teóricas las que minaban el poder del Triunvirato. La razón pública se había adelantado al gobierno, y no podía satisfacerse con vanos simulacros del sistema representativo, que en definitiva no producían sino conflictos. El espíritu nacional había hecho progresos y no cabía ya en los estrechos límites del municipio. Los poderes públicos, vaciados en moldes viejos y viciados, no respondían ya ni en sus formas a las necesidades de la vida nueva. La revolución había llegado a uno de esos períodos de transformación en que el gobierno no era sino la forma externa de un organismo en vía de crecimiento, de que debía despojarse como de una envoltura inerte. La revolución, obedeciendo a su ley de desarrollo y guiada por el instinto de la conservación, aspiraba a inocularse las fuerzas vivas de la sociedad, que yacían en inacción. La fórmula práctica de esta aspiración era la reunión inmediata de un Congreso Nacional popularmente elegido, que definiese la situación, constituyera por decirlo así la revolución, diese ser a la nación y razón de ser al gobierno, satisfaciendo el anhelo de independencia y libertad que estaba en todas las conciencias.

El gobierno, compuesto de nobles caracteres y de inteligencias de primer orden, estaba empero más abajo del nivel de la opinión ilustrada. Poseído de esa ilusión, que es tan común a los poderes que identifican su existencia y sus planes a la existencia misma de la sociedad o a la muerte de una causa, contrariaba de buena fe y con sana intención patriótica este movimiento democrático. Sin darse cuenta de que era una dictadura sin dictador, sin más ley que el arbitrario, sin más fuerza moral ni material que la que le daba una opinión local, el gobierno, a la vez que contrariaba las fuerzas en que debía buscar su apoyo, exponía al partido que representaba a caer envuelto en sus ruinas, como se vio muy luego.

Agréguese a todo esto que la desconfianza había penetrado al seno del mismo Triunvirato, como sucede a todo gobierno colegiado que vive fuera de la atmósfera sana de la opinión. Había sido nombrado vocal y ejercía la presidencia en turno del Triunvirato don Juan Martín Pueyrredón, personaje de ambición flotante, a quien veremos después aparecer en escena más vasta, y será entonces la ocasión de diseñar. Aunque perteneciera al partido en que se apoyaba el gobierno, manifestó muy luego tendencias a inclinarse a la facción caída y coincidió su presidencia con la reunión de una nueva Asamblea convocada por el Triunvirato sobre base un poco más popular que las anteriores. Dando al fin satisfacción a la opinión, el gobierno había declarado que el objeto de esta nueva Asamblea eventual (basada siempre en la preponderancia comunal de Buenos Aires) tenía por objeto "un plan de elección bajo los principios de una perfecta igualdad, a fin de acelerar la reunión del Congreso General de las Provincias Unidas, para que formada y sancionada la Constitución del Estado, señalase la ley al gobierno los límites de su poder, a los magistrados la regla de su autoridad, a los funcionarios públicos las barreras de sus facultades, y al pueblo americano la extensión de sus derechos y la naturaleza de sus obligaciones". No se podía formular con más claridad las necesidades de la época, a la vez que se retardaba indefinidamente su satisfacción, prolongando un provisoriato indefinido.

La nueva Asamblea se presentó con un carácter reaccionario. Reunida en los primeros días de octubre, sancionó y decidió la exclusión de tres diputados de las provincias, con el objeto de crear una mayoría que diese preponderancia en ella a la facción caída, y preparóse así a nombrar un triunviro que unido a Pueyrredón le aseguraba la mayoría de las dos grandes ramas del gobierno. Desde este momento la evolución política que venía preparándose pacíficamente en el orden natural de las cosas, se convirtió en una necesidad imperiosa del partido dominante, que tenía de su parte la fuerza y la opinión.

VIII

La noticia de la batalla de Tucumán llegó a Buenos Aires el 5 de octubre. Ésta fue la ocasión que determinó el estallido. El día 6 reuniose la Asamblea y procedió a nombrar el triunviro que debía reemplazar a uno de los miembros salientes del gobierno, que con arreglo al estatuto se renovaban parcialmente cada seis meses. La elección recayó en una persona conocidamente adherida al partido caído, atribuyéndose a la recomendación del mismo gobierno este resultado. El descontento general se manifestó públicamente contra la Asamblea y el Triunvirato, envolviendo a ambos en una común condenación. Se acusaba a la primera de ser viciosa en su origen y organización, y de obedecer a las gestiones de un complot reaccionario. Considerábase el segundo como rémora de una situación que era impotente para regularizar y aun para mantener con firmeza. Al mismo tiempo se explotaba el abandono del ejército del general Belgrano, que a pesar de todo había triunfado contrariando las órdenes del gobierno. No contando la Asamblea con fuerza moral ni material para sostener su imprudente reto a la opinión, y divorciado el Poder Ejecutivo del poderoso partido político que le daba tono, el cambio de situación era un hecho, aun antes de que se consumara.

La Logia de Lautaro, que era en aquellos momentos el verdadero gobierno y el árbitro de la situación, no hizo sino dar forma y dirección al movimiento. Contando con el apoyo de la opinión y con el concurso de la fuerza armada, en su seno se tomaron todas las resoluciones que debían preceder a la acción. El alma de estos trabajos preparatorios era Monteagudo; San Martín con sus Granaderos a caballo el punto de apoyo; Alvear era el intermediario entre los hombres de pensamiento y los hombres de acción.

Hasta entonces el tipo clásico de toda revolución era el de la del 25 de mayo de 1810: el pueblo peticionando ante el Cabildo en la plaza pública, foro del municipio de Buenos Aires, y las tropas en los cuarteles apoyando el movimiento. La revolución -que tal puede llamarse- de la incorporación de los diputados de las provincias al Poder Ejecutivo, se consumó con una intriga oscura en el secreto mismo del gobierno, sin ningún aparato escénico. La revolución anónima conocida en la historia por las fechas nefastas del 5 y 6 de abril (1811) hizo intervenir el elemento popular de los suburbios -el agro del municipio-, como vanguardia de las tropas que se presentaron armadas en la plaza pública a imponer sus voluntades. Estos movimientos facciosos sin plan político y sin alcance, tuvieron de singular que fueron renegados y condenados por sus mismos autores. Tal fue su esterilidad.

El movimiento que se preparaba tenía un carácter más definido y propósitos más fundamentales: era una verdadera evolución deliberada, en el sentido de dar impulso y desarrollo a la revolución de Mayo, inoculándole las fuerzas vivas de la sociedad, para cerrar el período de lo provisional y lo arbitrario. Convencidos los hombres que lo dirigían que nada debía dejarse al acaso y que todo debía subordinarse a una vigorosa disciplina, trazaron un plan de operaciones, se distribuyeron los papeles que debían representar el pueblo, las corporaciones y las tropas; se designaron las personas que compondrían el nuevo gobierno, y hasta se bosquejó con precisión el programa de la futura política, así como las peticiones y manifiestos que se redactaron de antemano por la acelerada pluma de Monteagudo.

El 7, a las once y media de la noche, empezaron a entrar las tropas de la guarnición a la plaza de la Victoria y a tomar posiciones frente a la casa del Cabildo, con el objeto de apoyar la actitud del pueblo que había sido convocado para deliberar sobre sus destinos. A la cabeza del regimiento de Granaderos a caballo con sus sables envainados, estaban San Martín y Alvear, siguiéndole el coronel Ortiz Ocampo con el regimiento Nº 2 y el comandante Fito con la artillería. Su actitud fue pasiva. Al rayar el día 8 de octubre empezó a congregarse el pueblo al llamado de la campana municipal. Pocos momentos después, más de trescientas personas, entre las cuales se notaban a los principales miembros de las órdenes religiosas ocuparon las galerías de la Casa Consistorial, y elevaron al Cabildo una petición revestida con más de 300 firmas de notables, solicitando "bajo la protección de las legiones armadas, la suspensión de la Asamblea, y la cesación de los miembros del Triunvirato, para que, reasumiendo el Cabildo la autoridad que el pueblo le había delegado el 22 de mayo de 1810, se crease inmediatamente un nuevo Poder Ejecutivo, con la precisa condición de convocar una Asamblea verdaderamente nacional, que fijase la suerte de las Provincias Unidas, jurando no abandonar su puesto hasta ver cumplidos sus votos". El Cabildo accedió a todo, declarando por bando: Que la asamblea que se convocase sería suprema, con toda la extensión de poderes que los pueblos le confirieran, a fin de dictar una Constitución, y nombró para ejercer el Poder Ejecutivo a don Juan José Paso, don Nicolás Rodríguez Peña y don Antonio Álvarez Jonte, dándose por regla el estatuto provisional, todo lo cual fue sometido a la sanción popular, que le prestó su aquiescencia por aclamación.

Esta revolución, municipal en su forma, fue como la de 25 de Mayo esencialmente nacional y democrática en su tendencia. En ella se formuló prácticamente el principio de la soberanía del pueblo en la exigencia de la convocatoria de un Congreso general; se rompió con las tradiciones del viejo derecho municipal que daba la supremacía a la capital, estableciendo así la perfecta igualdad de representación y derechos, y se dio el primer paso atrevido en el sentido de preparar la independencia y de formular la Constitución de las Provincias Unidas. Los resultados correspondieron en gran parte a las esperanzas.

Ésta fue la primera vez que se vio a San Martín tomar parte directa en un movimiento revolucionario, y solo por accidente otra vez más tomó parte indirecta en la caída de un gobierno. Encaminada la revolución y establecida la disciplina de la logia creada por él, se alejó para siempre de los partidos militantes en la política doméstica, consagrándose exclusivamente a la realización de sus planes militares contra el enemigo común.

IX

El nuevo Triunvirato inauguró sus tareas señalando con fijeza los rumbos políticos de la revolución y dio un vigoroso impulso a la organización militar. En un manifiesto dirigido inmediatamente al pueblo, explicando los motivos y los objetos del cambio, le decía: que lo indefinido del sistema que regía a las Provincias Unidas, no podía justificarse absolutamente, ni por las dificultades de la empresa, ni por los peligros de la situación, y que era necesario fijarlo. Quince días después de su instalación, expedía un reglamento de elecciones ampliando la base del sufragio libre, "para que el pueblo de las Provincias Unidas del Río de la Plata (son sus palabras), abriendo el libro de sus eternos derechos por medio de libres y legítimos representantes, vote y decrete la figura con que debe aparecer en el gran teatro de las naciones".

Bajo los auspicios de esta declaración solemne, manifestábase que el prolongado cautiverio del monarca español había hecho desaparecer sus últimos derechos con los postreros deberes; que era indispensable iniciar una reforma general para mejorar el antiguo régimen, que no debía temerse interrogar por primera vez la voluntad de todos los pueblos, y condenando a todas las anteriores Asambleas como la "emanación de elecciones viciosas, exclusiones violentas y suplencias ilegales", convocó solemnemente la anhelada Asamblea Nacional, reconociendo de antemano en ella al representante de la soberanía popular, y le asignó el carácter de constituyente. El resorte militar se retempló. El ejército vencedor en Tucumán fue reforzado en su personal y provisto de los elementos necesarios para emprender operaciones ofensivas. El ejército destinado a la Banda Oriental marchó decididamente a poner sitio a Montevideo.

Así, en el espacio de los siete meses transcurridos después de la llegada de San Martín a Buenos Aires, todo había cambiado. El gobierno consolidado, la política definida, el espíritu público levantado, y la revolución desplegando la bandera de la independencia que tomaba atrevidamente la ofensiva con dos ejércitos poderosos: tal era el cuadro general de la situación antes de terminar el año XII.

X

No obstante estas ventajas, la situación militar era precaria y peligrosa. Todo dependía del éxito de una batalla o de una expedición mal combinada. Las Provincias Unidas tenían metidas dentro de sus propias carnes dos cuñas de acero: Montevideo sobre la margen oriental del Río de la Plata, a un día de camino de Buenos Aires, y Salta en su frontera del norte.

Montevideo, plaza fuerte de segundo orden, coronada por 175 cañones en batería -contando con un total de 335 piezas-, guarnecida por más de 3.000 hombres de tropas veteranas y como 2.000 de milicias, contaba con elementos poderosos de resistencia. Punto sólido de apoyo para una reacción y base natural de toda expedición que pudiese venir de la Península, Montevideo era además un peligro para las relaciones con la Corte del Brasil, que de un momento a otro podía intervenir en la contienda del Río de la Plata, como ya lo había hecho anteriormente. Agréguese a esto que la plaza de Montevideo, inexpugnable militarmente para el ejército que la sitiaba, tenía el apoyo de una escuadra poderosa de catorce buques de guerra con 210 piezas de artillería y una escuadrilla sutil, mandada por marinos valientes y experimentados, que le aseguraban el dominio de las aguas del Plata y de los ríos superiores, mientras las Provincias Unidas no tenían ni un solo lanchón armado.

El ejército realista vencido en Tucumán se había atrincherado en Salta. Contando con el apoyo de otro ejército en el Alto Perú y con los recursos del Bajo Perú, era reforzado en la misma proporción del ejército de Belgrano, de manera que ambos se halagaban a la vez con la idea de tomar la ofensiva, debiendo ser los resultados de una derrota más desastrosa para los patriotas que para los realistas.

En tal situación, los objetivos inmediatos eran Montevideo y Salta. Era necesario tomar a Montevideo a todo trance; desalojar al enemigo de Salta venciéndolo. Los planes militares y las disposiciones gubernativas tenían en vista estos dos grandes resultados, y los ejércitos de que hemos hecho mención antes, respondían a ellos. En consecuencia, todos los esfuerzos y todos los recursos se concentraron sobre estos dos puntos. La posición de Montevideo era la consolidación de la base política y militar de la revolución, y la expulsión de los enemigos de Salta era la expansión de ella hasta el Desaguadero, buscando el camino para herir el poder español en su propio centro, que era Lima.

Sea con el objeto de transmitir esta conciencia al pueblo a fin de comprometerlo en los grandes esfuerzos, sea que tal modo de proceder fuese un rasgo característico de la época, el gobierno convocó una junta de militares -entre ellos San Martín-, y de vecinos notables, para que, asociada al Cabildo, le aconsejasen el plan de campaña que debía seguir. La Junta fue de opinión que el general Belgrano, con la fuerza que reuniese después de ser reforzado, atacara al enemigo en Salta y lo venciese, marchando en seguida hasta el Desaguadero, y que el sitio de Montevideo se estrechase hasta rendirlo a todo trance. Esta resolución, aunque aconsejada por quien no tenía competencia, era digna de un pueblo viril, y los encargados de ejecutarla mostraron que estaban a la altura de la situación.

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