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Instituto Nacional Sanmartiniano

Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana de Bartolomé Mitre. Capítulo 2. San Martín en Europa y América. 1778-1812

Continuamos con la publicación en línea de una de las obras cumbre de Bartolomé Mitre, su historia de San Martín, un nuevo capítulo mes a mes. En esta ocasión "San Martín en Europa y América. 1778-1812".

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CAPÍTULO 2

SAN MARTÍN EN EUROPA Y AMÉRICA. 1778-1812

SUMARIO.- La George Canning. —  Aparición de San Martín en la escena sudamericana. — Contingente que trae a su revolución. — Su influencia en su tiempo y en su posteridad. —  Su genio concreto. — La unidad de su vida. —Antecedentes biográficos. — Noticias sobre la familia de San Martín. —Las Misiones Jesuíticas secularizadas. — Yapeyú. — Educación de San Martín. — Moros y cristianos. — La campaña de Rosellón. — Guerra marítima. —  La campaña de las naranjas. — El alcalde de Móstoles. — Muerte del general Solano. — El general Miranda. —- Las sociedades secretas. — El levantamiento de España contra Napoleón. — Arjonilla y Bailén. — San Martín y Beresford. — Lord Macduff. — La Logia americana de Londres. — Viaje a Buenos Aires. — Estado de la revolución americana a la llegada de San Martín. — Sinopsis de la revolución argentina.

I

El 9 de marzo de 1812 llegaba al puerto de Buenos Aires, procedente de Londres, la fragata inglesa George Canning, nombre bajo cuyos auspicios debía imponerse más tarde al viejo mundo el reconocimiento de la independencia sudamericana, que uno de los oscuros pasajeros que conducía aquella nave estaba llamado a hacer triunfar por la fuerza de su genio. Era éste el entonces teniente coronel José de San Martín, “el más grande de los criollos del Nuevo Mundo”, como con verdad y con justicia póstuma ha sido apellidado.

Hacía veintiséis años que, niño aún, se había separado de la tierra natal, y regresado a la sazón a ella en toda la fuerza de la virilidad, poseído de una idea y animado de una pasión, con el propósito de ofrecer su espada a la revolución sudamericana, que contaba ya dos años de existencia, y que en aquellos momentos pasaba por una dura prueba. Templado en la luchas de la vida, amaestrado en el arte militar, iniciado en los misterios de las sociedades secretas propagadoras de las nuevas ideas de libertad, formado su carácter y madurada su razón en la austera escuela de la experiencia y el trabajo, el nuevo campeón traía por contingente a la causa americana la táctica y la disciplina aplicadas a la política y a la guerra, y en germen, un vasto plan de campaña continental, que abrazando en sus lineamientos la mitad de un mundo, debía dar por resultado preciso el triunfo de su independencia.

Se ha dicho que San Martín no fue un hombre, sino una misión. Sin exagerar su severa figura histórica, ni dar a su genio concreto un carácter místico, puede decirse con la verdad de los hechos comprobados que pocas veces la intervención de un hombre en los destinos humanos fue más decisiva que la suya, así en la dirección de los acontecimientos, como en el desarrollo lógico de sus consecuencias.

Dar expansión a la revolución de su patria que entrañaba los destinos de la América, salvándola y americanizándola, y ser a la vez el brazo y la cabeza de la hegemonía argentina en el período de su emancipación; combinar estratégica y tácticamente en el más vasto teatro de operaciones del orbe el movimiento alternativo o simultáneo y las evoluciones combinadas de ejércitos o naciones, marcando cada evolución con un triunfo matemático o la creación de una nueva república; obtener resultados fecundos con la menor suma de elementos posibles y sin ningún desperdicio de fuerza, y por último, legar a su posteridad el ejemplo de redimir pueblos sin fatigarlos con su ambición o su orgullo, tal fue la múltiple tarea que llevó a cabo en el espacio de un decenio y la lección que dio este genio positivo, cuya magnitud circunscripta puede medirse con el compás del geómetra dentro de los límites de la moral humana.

De aquí, la unidad de su vida y lo compacto de su acción en el tiempo y en el espacio en que se desarrolla la una y se ejercita la otra. Toda su juventud es un duro aprendizaje de combate. Su primera creación es una escuela de táctica y disciplina. Su carrera pública es la ejecución lenta, gradual y metódica de un gran plan de campaña, que tarda diez años en desenvolverse desde las márgenes del Plata hasta el pie del Chimborazo. Su ostracismo y su apoteosis es la consagración de esta grandeza austera, sin recompensas en la vida, que desciende con serenidad, se eclipsa silenciosamente en el olvido, y renace a la inmortalidad, no como un mito, sino como la encarnación de una idea que obra y vive dilatándose en los tiempos.

II

Esta figura de contornos tan correctos es empero todavía, un enigma histórico por descifrar. ¿Qué fue San Martín? ¿Qué principios le guiaron? ¿Cuáles fueron sus designios? Estas preguntas que los contemporáneos se hicieron en presencia del héroe en su grandeza, del hombre en el ostracismo y de su cadáver mudo como su destino, son las mismas que se hacen aún los que contemplan las estatuas que su posteridad le ha erigido, cual si fueran otras tantas esfinges de bronce que guardasen el secreto de su vida.

San Martín no fue ni un mesías ni un profeta. Fue simplemente un, hombre de acción, deliberada, que obró como una fuerza activa en el orden de los hechos fatales, teniendo la visión clara de un objetivo real; Su objetivo fue la independencia sudamericana, y a él subordinó pueblos, individuos, cosas, formas, ideas, principios y moral política, subordinándose él mismo a su regla disciplinaria. Tal es la síntesis de su genio concreto. De aquí el contraste entre su acción contemporánea y su carácter póstumo, y de aquí también esa especie de misterio que envuelve sus acciones y designios, aun en presencia de su obra y de sus resultados.

La historia en posesión de esta síntesis delineará su verdadera grandeza, reduciéndola a sus proporciones naturales, y explicará la aparente contradicción y fluctuación de sus ideas y principios en medio de la lucha, por la lógica inflexible del hombre de acción, colocando su figura histórica en el pasado y el presente bajo la luz en que la contemplarán los venideros. La grandeza de los que alcanzan la inmortalidad no se mide tanto por la magnitud de su figura ni la potencia de sus facultades, cuanto por la acción que su memoria ejerce sobre la conciencia humana, haciéndola vibrar simpáticamente de generación en generación en nombre de una pasión, de una idea o de un resultado trascendental. La de San Martín pertenece a este número. Es una acción y un resultado, que se dilata en la vida y en la conciencia colectiva, más por virtud intrínseca que por cualidades inherentes al hombre que la simboliza, más por la fuerza de las cosas, que por la potencia del genio individual.

No es el precursor de los hechos fatales a que sirve; pero es él que mejor los discierne, y el que en definitiva los hace triunfar. Sus creaciones no nacen súbitamente de su cerebro, armadas de pies a cabeza como la divinidad fabulosa: son el simple resultado de sus acciones que se suceden, produciendo resultados espontáneos. Más soldado que hombre especulativo, resuelve arduos y complicados problemas, concibiendo estratégicamente planes militares. Conjura peligros dando la fórmula práctica de una situación. Da formas tangibles a una revolución, organizando ejércitos regulares. Liberta pueblos, ganando tácitamente sus batallas. Emancipa esclavos, sin confesar un credo político. Crea nuevas asociaciones, sin perseguir un ideal social. Bosqueja con su espada las grandes líneas de la geografía política de Sud América, y las fija para siempre, obedeciendo por instinto a la índole de los pueblos. Funda empíricamente repúblicas democráticas, por el solo hecho de no contrariar las tendencias nativas de los pueblos que emancipa, abrigando empero en su mente otro plan teórico de organización política. Era un libertador en acción que obedecía a su propia impulsión. Por eso sus acciones son más trascendentales que su genio, y los resultados de ellas más altos que sus previsiones. Y sin embargo, no puede concebirse ni aun hipotéticamente quién pudo haberlo reemplazado en la tarea contemporánea, ni quién llenaría el vacío que resultaría en la conciencia de su posteridad si su espíritu no la impregnase.

Inteligencia común de concepciones, concretas: general más metódico que inspirado;, político por necesidad y por instinto más que por vocación, su grandeza moral consiste en que, cualesquiera que hayan sido sus ambiciones secretas en la vida, no se le conocen otras que las de sus designios históricos; en que tuvo la fortaleza del desinterés, de que es el más noble y varonil modelo; en que supo tener moderación para mantenerse en los límites de su genio y de su misión; en que habló solo dos veces en la vida —una para exhalar una débil queja al despedirse por siempre de su patria dándole sus consejos, y otra para abdicar el poder sin enojo y despedirse por siempre de la América, apelando al fallo de la posteridad—; y en que murió en silencio después de treinta años de olvido, sin debilidad, sin orgullo y sin amargura, viendo triunfante su obra y deprimida su gloria.

La posteridad agradecida lo ha aclamado grande, la América del Sur lo reconoce como a uno de sus dos grandes libertadores, y tres repúblicas lo llaman padre de la patria y fundador de la independencia.

III

A esta fisonomía histórica correspondía una figura varonil, un rostro reflejo de sus cualidades y un alma ardiente de pasión concentrada con manifestaciones frías y reservadas que a veces hacían explosión.

En los heroicos días de su edad viril, San Martín, como la estatua viva de las fuerzas equilibradas, era alto, robusto y bien distribuido en sus miembros, ligados por una poderosa musculatura. Llevaba siempre erguida la cabeza, que era mediana y de una estructura sólida sin pesadez, poblada de una cabellera lacia, espesa y renegrida que usaba siempre corta, dando relieve a sus líneas simétricas sin ocultarlas. El desarrollo uniforme del contorno craneano, la elevación rígida del frontal, la ligera inclinación de los parietales apenas deprimidos sobre las sienes, la serenidad enigmática de la frente, la ausencia de proyecciones hacia el idealismo, si no caracterizaban la cabeza de un pensador, indicaban que allí se encerraba una mente robusta y sana, capaz de concebir ideas netas, incubarlas pacientemente y presidir sus evoluciones hasta darles formas tangibles. Sus facciones vigorosamente modeladas en una carnadura musculosa y enjuta, revestida de una tez morena y tostada por la intemperie, eran interesantes en su conjunto y cautivaban fuertemente la atención. Sus grandes ojos, negros y rasgados, incrustados en órbitas dilatadas, y sombreados por largas pestañas y por anchas cejas —que .se juntaban en medio de la frente al encontrarse hacia arriba, formando un doble arco tangente—, miraban hondamente, dejando escapar en su brillo normal el fuego de la pasión condensada, al mismo tiempo que guardaban su secreto. Éste era el rasgo característico de su fisonomía, que según la expresión de un contemporáneo que le observó de cerca, simbolizaba la verdadera expresión de su alma y la electricidad de su naturaleza. La nariz pronunciada y larga, aguileña y bien perfilada, se proyectaba atrevidamente en líneas regulares, a la manera de un contrafuerte que sustentase el pesó de la bóveda saliente del cráneo. Su boca, pequeña, circunspecta y franca, con labios acarminados, firmes, carnosos y bien cortados, se animaba a veces con una sonrisa simpática y seria, que dejaba entrever una rica dentadura verticalmente clavada. Los planos de la parte inferior del rostro eran casi verticales, destacándose de ellos horizontalmente la barba que cerraba el óvalo, y lo acentuaba como un signo de la voluntad persistente, sin acusar ningún apetito sensual, rasgo que la edad avanzada puso más de relieve. La oreja era regularmente grande, sin carácter determinado, pero asentada, mansa y llena de atención, como la de un caballo veterano avezado al fuego de las batallas. Su voz era ronca; a su talante marcial unía un porte modesto y grave; eran sus ademanes sencillos, dignos y deliberados, y todo en su persona, desnuda de aparato teatral, inspiraba naturalmente el respeto sin excluir la simpatía.

San Martín hablaba con sencillez, daba sus órdenes verbales con precisión, y tenía chiste espontáneo en su conversación. Escribía lacónicamente con estilo y pensamiento propio. Poseía el francés, leía con frecuencia, y según se colige de sus cartas, sus autores predilectos eran Guibert y Epicteto, cuyas máximas observaba, o procuraba observar, como militar y como filósofo práctico. Profundamente reservado y caluroso en sus afecciones, era observador sagaz y penetrante de los hombres, a los que hacía servir a sus designios según sus aptitudes. Altivo por carácter y modesto por temperamento y por sistema más que por virtud, era sensible a las ofensas, a las que oponía por la fuerza de la voluntad un estoicismo que llegó a formar en él una segunda naturaleza. Moderado por cálculo y humano por temperamento; paciente en la elaboración de sus planes, austero en el deber sin dejar de ser tolerante con las debilidades humanas; severo basta la dureza a veces, pero solo cuando lo consideraba necesario; reservado hasta tocar el disimulo; prevalecía sobre sus calidades adquiridas su naturaleza apasionada de criollo americano, que reflejaba inconscientemente las ideas caducas del orden de cosas que odiaba y combatía. Hombre de acción por sus cualidades nativas, cuando fue llamado a dirigir los hombres por móviles morales, mostró pertenecer a la raza de aquellos descendientes de Hércules de que habla Lisandro, que sabían coser la piel del zorro a la del león.

IV

Al emprender su viaje desde Inglaterra, San Martín iba a cumplir los treinta y cuatro años de edad. Había nacido el 25 de febrero de 1778 en Yapeyú, uno de los treinta pueblos de las antiguas Misiones guaraníticas, situadas sobre las márgenes del Alto Uruguay y Alto Paraná, pertenecientes entonces al gobierno de Buenos Aires.

Después de la expulsión de los famosos fundadores de las Misiones jesuíticas del Paraná y Uruguay (1768), fueron secularizadas y sometidas a un régimen de explotación comunista calcado sobre el tipo primitivo, sin la disciplina monástica a qué debieron su cohesión artificial y su ficticia prosperidad. Divididas al principio en dos gobernaciones, se reconcentró más tarde su dirección en un solo gobernador en lo político y militar, y un administrador general en lo económico, con tres tenientes gobernadores auxiliares de uno y otro, cada uno de los cuales tenía a su cargo un departamento. El tercero de estos departamentos se componía de los pueblos de La Cruz, Santo Tomé, San Borja y Yapeyú, del cual el último era la capital y le daba su nombre.

En 1778 hacía tres años que el capitán don Juan de San Martín desempeñaba el puesto de teniente gobernador del departamento de Yapeyú, siendo a la sazón gobernador de toda la provincia de Misiones el capitán don Francisco Bruno de Zabala. Soldado obscuro y valiente, de cortos alcances, aunque de noble alcurnia, probo como administrador y generoso como hombre, era natural de la villa de Cervatos en el reino de León. En 1770, siendo ayudante mayor de la asamblea de la infantería de Buenos Aires, recibió repentinamente orden para embarcarse en una expedición militar, y en tal ocasión otorgó poder a tres de sus compañeros de armas para que alguno de ellos, en cumplimiento de la palabra empeñada, se desposare con doña Gregoria Matorras —“doncella noble”, dice el documento, y sobrina del famoso conquistador del Chaco, del mismo apellido—: la misma que en aquella época acompañándole en su modesto gobierno le daba el cuarto hi]o, que fue bautizado con el nombre de José Francisco. Hace su elogio, que como jefe de una de las administraciones más ricas de las Misiones, montada sobre el monopolio y la explotación más absoluta, contrajese su actividad a cumplir con su deber haciendo el bien posible, y se retirara de su puesto con escasos bienes de fortuna cuando se pasaban años enteros sin ser abonados los sueldos de su empleo.

V

Yapeyú, situado a los 29 grados 31 minutos 47 segundos de latitud austral, marca la transición entre dos climas. Su naturaleza participa de las gracias de la región templada a que se liga por sus producciones, y del esplendor de la no lejana zona intertropical de cuyas galas está revestida. Fundado sobre una ligera eminencia ondulada, a orillas de uno de los más caudalosos y pintorescos ríos del orbe que baña sus pies, desde la meseta que domina aquel agreste escenario, la vista puede dilatarse en vastos horizontes y en anchas planicies siempre verdes; o concentrarse en risueños paisajes que limitan bosques floridos y variados accidentes del terreno de líneas armoniosas.

En la época de los jesuitas era Yapeyú una de las poblaciones más florecientes de su imperio teocrático. Al tiempo del nacimiento de San Martín, bien que decaída, era todavía una de las más ricas en hombres y ganados. Levantábase todavía erguido en uno de los frentes de la plaza el campanario de la iglesia de la poderosa Compañía, coronado por el doble símbolo de la redención y de la orden. El antiguo colegio y la huerta adyacente, eran la mansión del teniente gobernador y su familia. A su lado estaban los vastos almacenes en que se continuaba por cuenta del Rey la explotación mercantil planteada por la famosa Sociedad de Jesús, que había realizado en aquellas regiones la centralización de gobierno en lo temporal, lo espiritual y lo económico, especulando con los cuerpos, las conciencias y el trabajo de la comunidad. Tres frentes de la plaza estaban rodeados por una doble galería sustentada por altos pilares de urundey reposando en cubos de asperón rojo, y en su centro se levantaban magníficos árboles, entre los que sobresalían gallardamente gigantescos palmeros, que cuentan hoy más de un siglo de existencia.

El niño criollo nacido a la sombra de palmas indígenas, borró tal vez de su memoria estos espectáculos de la primera edad; pero no olvidó jamás que había nacido en tierra americana y que a ella se debía. Contribuyeron sin duda a fijar indeleblemente este recuerdo, las impresiones que recibió al abrir sus ojos a la luz de la razón. Oía con frecuencia contar a sus padres las historias de las pasadas guerras de la frontera con los portugueses, que debían ser los que más tarde redujesen a cenizas el pueblo de su nacimiento. Su sueño infantil era con frecuencia turbado por las alarmas de los indios salvajes que asolaban las cercanías. Sus compañeros de infancia fueron los pequeños indios y mestizos a cuyo lado empezó a descifrar el alfabeto en la escuela democrática del pueblo de Yapeyú, fundada por el legislador laico de las misiones secularizadas. Pocos años después, Yapeyú era un montón de ruinas; San Martín no tenía cuna; pero en el mismo día y hora en que esto sucedía, la América era independiente y libre por los esfuerzos del más grande de sus hijos, y aún viven las palmas a cuya sombra nació y creció.

VI

A la edad de ocho años, después de una corta permanencia en una escuela de primeras letras en Buenos Aires, pasó San Martín a España en compañía de sus padres, ingresando poco después como alumno en el Seminario de Nobles de Madrid. Este colegio, como su nombre lo indica, era una institución esencialmente aristocrática. Tenía por objeto declarado “la educación de la nobleza del reino”, no siendo en realidad sino un liceo privilegiado a imitación de los de Luis XIV, que su nieto Felipe V importó a España en 1727, y cuyas constituciones fueron reformadas por Carlos IV en 1799, Según su plan de estudios, se enseñaba en él: la lengua francesa, latina y castellana, el baile (para lo cual había por excepción dos profesores en honor de Luis XIV), el violín y el pianoforte, el dibujo natural, la poética y la retórica, la esgrima, la equitación, algo de historia natural y geografía, nociones de física experimental y matemáticas puras, teniendo adscripta una clase de primeras letras, hallándose casi siempre vacantes las asignaturas de filosofía moral y metafísica, que por adorno tal vez figuraban en el programa. Como se ve, en el Seminario se enseñaban habilidades solamente y algunas tinturas de ciencias. No fue ciertamente en esta escuela donde se formó San Martín, en la que por otra parte solo permaneció dos años, adquiriendo únicamente en ella algunos rudimentos de matemáticas y principios de dibujo.

No había cumplido aún los doce años de edad (julio de 1789), cuando colgando de su hombro los cordones de cadete del regimiento Murcia, dio comienzo a su verdadera educación, y desde ese día se bastó a sí mismo. El uniforme del Murcia era celeste y blanco, y el joven aspirante vistió con él los colores que treinta años después debía pasear en triunfo por la mitad de un continente.

Su primera campaña fue en África, y recibió el bautismo del fuego y de la sangre combatiendo contra los moros al lado de los descendientes del Cid y de Pelayo. Primero estuvo en Melilla y posteriormente pasó con su batallón a reforzar la guarnición de Orán en 1791. Allí, en medio de un terremoto que destruyó la ciudad en aquel año, sufrió por el espacio de treinta y tres días el fuego del enemigo, el hambre y el insomnio, manteniéndose “la plaza hasta hallarse convertida en un montón de ruinas’’. Mandaba la artillería española en esta ocasión un joven teniente que se llamaba Luis Daoiz, cuya gloriosa muerte debía más adelante vincularse a los destinos de San Martín. En la misma clase pasó al ejército de Aragón en 1793, y en seguida al del Rosellón, que bajo las órdenes del general Ricardos combatía gloriosamente contra la República francesa en su propio territorio. Era Ricardos él más táctico y el más inspirado de los generales españoles de aquella época, y el que con más heroicidad sostuvo por algún tiempo el honor de las armas españolas contra los más hábiles y valerosos generales franceses. En esta escuela aprendió el joven cadete muchas de las lecciones que debía poner en práctica después.

Ricardos, tomando la iniciativa de la campaña cuando su patria estaba amenazada por la invasión, atravesó los Pirineos orientales, donde el arte ayudado por la naturaleza presentaba mayores obstáculos, y penetró en el Rosellón cuando menos esperado era allí, venciendo en las batallas de Masdeu y Truilles por movimientos atrevidos y bien combinados, que traen a la memoria algunas de las hazañas posteriores de su discípulo, el cual más feliz que su maestro debía llevarlas a buen término. No obstante estas primeras ventajas, Ricardos tuvo que replegarse muy luego al campo atrincherado de Boulou, sobre la línea del Tech al pie de los Pirineos orientales, abandonando la línea del Tet que solo llegó a amenazar. En esta ocasión desplegó nuevamente las dotes de un buen general, así en la resistencia como en la retirada que se siguió más tarde. Estrechado por el espacio de veinte días en su nueva posición, rechazó triunfante tres ataques generales que le trajo el ejército enemigo, y once combates parciales a que lo provocó el célebre general Dagobert. En la mayor parte de estos combates se halló y distinguió San Martín, especialmente en la defensa de Torre Batera, de Creu del Ferro, ataque a las alturas de San Marsal, y baterías de VillaIonga (octubre de 1793), así como la salida de la Ermita de San Lluc y acometida al reducto artillado de los franceses en Banyuls del Mar (noviembre de 1793), siendo ascendido por su comportación en estas acciones a la clase de subteniente. El general español, reaccionando, lomó de nuevo la ofensiva, y en diciembre del mismo año se apoderó del castillo de San Telmo, de Port Vendres y Collioüre, batiendo una división del enemigo —al que arrojó del otro lado del Tet, llegando hasta las puertas de Perpiñán—, jornadas en que se halló presente San Martín.

Muerto el general Ricardos mientras concertaba en la corte nuevos planes, forzada por Dugommier la línea del Tech, y abandonado el campo de Boulou en medio de una derrota, las conquistas de los españoles sobre el golfo de Lyon quedaron comprometidas y entregadas a los esfuerzos de sus guarniciones. El Murcia, que formaba parte de ellas, rechazó en Port Vendres dos ataques sucesivos que le trajo el enemigo el 16 y 17 de mayo, concurriendo a una vigorosa salida que se hizo para proteger el castillo de San Telmo, llave de la posición; la guarnición se replegó sobre Collioure el 25 de mayo, para ponerse en comunicación con la escuadra de Gravina que debía protegerla, la que no pudo acudir a tiempo. Abandonada por el ejército y por la escuadra, la guarnición de Collioure tuvo al fin que capitular después de tres días de resistencia, obteniendo los honores de la guerra con la condición de retirarse por tierra a España y no tomar las armas durante la guerra. San Martín estuvo presente en todas estas funciones de guerra y fue ascendido a teniente segundo en medio de los combates.

Fue entonces cuando, vencida la España y aterrorizada la casa reinante de los Borbones, pensó seriamente en trasladar su trono a las colonias americanas, como lo efectuó más tarde el Portugal. Si este plan se hubiese realizado, la revolución sudamericana se habría retardado quizá, y la historia contaría un héroe menos, que, átomo perdido a la sazón en medio de aquellos grandes acontecimientos que agitaban a la Europa entera, observaba, estudiaba y aprendía en la escuela de amigos y enemigos, preparándose para redimir aquellas lejanas comarcas esclavizadas, hacia las cuales los soberanos absolutos volvían sus ojos atribulados en los días de conflicto.

VII

La paz de Basilea (1795) restituyó al joven teniente su libertad de acción. El tratado de San Ildefonso (1796) lanzóle en nuevos combates, casi al mismo tiempo que perdía a su padre, lo trasladó a otro elemento en que la España, humilde aliada de la República francesa y en guerra con la Gran Bretaña, iba a medirse en los mares con la primera potencia marítima del mundo.

Por este tiempo, San Martín había llegado a los diecisiete años, edad en que la conciencia empieza a formarse, y el hombre a ser responsable de sus acciones y pensamientos. Faltaban documentos para estimar su estado moral en ese momento criticó, en que las nuevas ideas de la revolución francesa cundían en España, iluminando las almas con súbitos resplandores. Dé estas influencias participó Belgrano, que se bailaba por el mismo tiempo en la Península, y debemos creer que San Martín no fue insensible a ellas; pero prudente y reservado desde muy temprano, pasaron todavía algunos años antes de revelarnos su secreto. Mientras tanto, embarcado el Murcia a bordo de la escuadra española del Mediterráneo, se halló presente en el ignominioso a la vez que parcialmente glorioso combate naval del cabo de San Vicente (1797), que los españoles por pudor han denominado simplemente “del 14 de febrero”. En él se ensayó Nelson presagiando a Trafalgar. La Inglaterra, al destruir los últimos restos del poder marítimo de España, preparaba el advenimiento de la próxima' revolución americana, y el que debía hacerla triunfar en lo futuro, combatía entonces entre marineros y soldados contra la nación que había de ser la que la reconociese más larde a la faz del mundo a despecho de los reyes coaligados.

El 15 de agosto de 1798, fue atacada en los mismos mares la fragata Santa Dorotea, de la armada española, que tripulaba San Martín, por el navío inglés León, de 64 cañones. Siguióse un reñido y desigual combate en que la fragata tuvo al fin que rendirse, después de agotar los más heroicos esfuerzos. El mismo vencedor, lleno de admiración, lo comunicó así por medio de un parlamentario al almirante español Mazarredo, diciéndole: “serle imposible explicar con palabras el valor atrevido y destreza desplegada por el comandante de la Dorotea durante la acción en que tan vigorosamente se vio estrechado”, honor que el Rey hizo extensivo a toda la tripulación, y de que participó el obscuro oficial que en su tercera campaña volvía a ser desarmado por el destino, después de trece, meses de trabajos marítimos.

En este segundo eclipse de su Carrera, San Martín se dedicó al estudio de las matemáticas y del dibujo, conservándose dé él dos marinas a la aguada, que atestiguan su inclinación, y llenan, como dos páginas pintorescas, este período silencioso de su vida.

VIII

En la guerra joco-seria de 1801 entre el Portugal y la España, qué se llamó “de las naranjas” por el trofeo al natural que la coronó en cabeza de una reina vieja, enamorada de un favorito que remedaba las operaciones militares, vemos reaparecer al teniente San Martín a la edad de 23 años. Al frente de una compañía de su antiguo regimiento, pasa la frontera por los Algarves, y asiste al incruento sitio de Olivenza, que fue la mejor conquista de la campaña, y que más tarde debía ser la manzana de la discordia entre españoles y portugueses cuya influencia se haría sentir en los destinos de la América Meridional.

La paz de Amiens (1802), que sobrevino, llevó su regimiento al bloqueo de Gibraltar y a Ceuta, y últimamente en 1804 le encontramos de guarnición en la plaza de Cádiz con el título de capitán segundo de infantería ligera de Voluntarios de Campo Mayor, luchando valientemente con la peste que asolaba aquella ciudad, campaña que por meritoria fue consignada en su foja de servicios a la par de las acciones de guerra.

El tratado de Fontainebleau (1807), por el cual se repartía el Portugal f sus colonias entre España y Francia, asegurando al favorito Godoy una soberanía y a Carlos IV la corona de emperador de ambas Américas, vino a sacar a la guarnición de Cádiz de su inacción, llevándola a los campamentos ya que no a las batallas. Con arreglo al tratado, una división de 6.000 españoles debía penetrar en combinación con los franceses por Alentejos y Algarves. El mando de esta expedición de mero aparato fue confiado al general Solano, marqués del Socorro, a la sazón capitán general de Andalucía y gobernador de Cádiz, que había militado honrosamente en el ejército del Rosellón y en la campaña ele Baviera con Moreau. El regimiento de Voluntarios de Campo Mayor a que pertenecía San Martín formó parte de esta expedición, que se posesionó de Yelves sin resistencia, y sin que se presentara después la ocasión de disparar un solo tiro en toda la campaña.

Las guerras entre españoles y portugueses —tan valientes como Son—- siempre tuvieron algo de cómico, desde la famosa batalla de la guerra de sucesión en que en los bagajes de un ejército de 9.000 hombres se tomaron 15e000 guitarras, hasta la ridícula campaña de las naranjas de que hemos hecho mención. En esta última decía el general portugués al español: “¿A qué batirnos? Brinquemos y toquemos en buena hora las campanillas; pero cuidemos de no hacernos daño.” Solano complementó este grotesco cuadro al tomar a lo serio su papel de conquistador, y adjudicarse el de gran reformador, pretendiendo hacer de Setubal, donde estableció su cuartel general, una nueva S alentó, donde ostentó más bien su buen deseo que sus. conocimientos administrativos, según la expresión de Toreno.

IX

Dominada la España por la espada de Napoleón, cautivos sus monarcas, y fermentando en secreto el odio al extranjero, el estallido no se hizo esperar. El alzamiento del 2 de mayo en Madrid fuella señal, y la heroica muerte de Daoiz y Velarde y las bárbaras ejecuciones del Prado que se siguieron, dieron a la revolución española su enseña y su carácter popular.

Los fugitivos de aquella sangrienta jornada llegaron en la misma noche a la pequeña villa de Móstoles, que situada a 16 kilómetros de la capital sobre el camino de Extremadura, vegetaba en la oscuridad, sin historia hasta entonces. El alcalde, pobre rústico, inspirado por el patriotismo, sin nociones siquiera de ortografía, trazó en pocos renglones inmortales la circular del alzamiento general de España, que resonó como un trueno en toda la Europa, y fue la señal de la caída del coloso del siglo. Decía así: “La patria está en peligro, Madrid perece víctima de la perfidia francesa: Españoles, acudid a salvarla. — Mayo 2 de 1808. — El alcalde de Móstoles.”

Dos días después, este elocuente y lacónico parte anónimo que ha pasado a la historia, de la humanidad, transmitido de alcalde a alcalde como un toque de alarma, llegaba con rapidez prodigiosa a las últimas provincias del mediodía sobre la frontera de Portugal. Hallábase allí el general Solano, nombrado nuevamente capitán general de Andalucía de regreso de su expedición con las tropas de su mando. Su primer impulso fue marchar sobre Madrid, pero sofocado el pronunciamiento del 2 de mayo y confirmado su mando por los franceses, volvió sobre sus pasos, y .se situó en Cádiz, sede de su gobierno.

Instalada la Junta de Sevilla en nomine de la Nación y del Rey instó a Solano para que se pronunciara apoyando la insurrección general. Hombre de luces y de cualidades morales, amado del pueblo, empero se le tachase con razón de afrancesado, impresionable e irresoluto en la acción, aunque valiente* Solano vaciló, asumió una actitud equívoca, y acabó por promulgar a la luz de hachas encendidas, en la noche del 28 de mayo, un bando por el cual condenaba la insurrección, no obstante adherirse a un alistamiento nacional.

El pueblo pidió a grandes gritos el ataque inmediato de la escuadra francesa, surta hacía años en Cádiz, juntamente con la escuadra Española después de la derrota de Trafalgar. Retardada esta exigencia popular, no obstante haber obtemperado al principio a ella el capitán general, la muchedumbre excitada se dirigió al día siguiente a su palacio, apersonándosele una diputación a increparle su traición o su flaqueza. Lino de los diputados salió al balcón a hablar al pueblo para tranquilizarle con las promesas del ataque inmediato a la escuadra francesa; pero confundido a la distancia con Solano y tomándose sus ademanes por negativa, disparáronse sobre él algunos tiros, a lo que siguió un tumulto con el intento de asaltar la casa.

En este momento crítico se presentó sereno y resuelto el ayudante a la vez que el oficial de guardia, que lo era el capitán don José de San Martín: hizo replegar la tropa de su mando, cerró la puerta, se atrincheró y dispúsose a la defensa. Los amotinados derribaron la puerta a cañonazos y penetraron al interior; pero ya Solano había tenido tiempo de fugar y refugiarse por la azotea en una casa vecina, donde fue descubierto y bárbaramente inmolado.

Esta tragedia sangrienta, en que el mismo San Martín fue -actor y hubo de ser víctima, no se borró jamás de su memoria. Ella determinó, sin duda, muchas de sus resoluciones políticas en lo sucesivo. Desde entonces, no obstante su sincero amor por la libertad humana, miró con horror profundo los movimientos desordenados de las multitudes y los gobiernos que se apoyaban en ellos. Pensando que el gobierno de este mundo pertenece a la inteligencia apoyada en la fuerza morigerada, formó parte de su credo político la máxima de que todo debe hacerse por el pueblo; pero subordinándolo a la disciplina.

Empero, su razón y su corazón debieron decirle en aquel momento, que si bien de parte del populacho estaba el exceso, de parte de la España estaba la justicia; y que, ejecuciones por ejecuciones, las del Prado de Madrid del 2 de mayo, ordenadas por un exceso de autoridad, eran más bárbaras y menos justificadas que la del general Solano. La heroica muerte de Daoiz, su antiguo compañero en el sitio de Orán, debió haber hecho vibrar en él esta cuerda simpática, y la decisión con que tomó inmediatamente su partido y su conducta posterior, así lo demuestran.

X

Fue por ese tiempo que el general Francisco Miranda, cuya figura hemos bosquejado antes, reunía en su pensamiento a todos los americanos dispersos en Europa, y les daba por objetivo la independencia de la América y la fundación de la república, infundiéndoles su pasión. Este precursor de la América del Sur, que tuvo la primera visión de sus destinos, estaba destinado a ser entregado por uno de sus adeptos a sus verdugos y morir solo, desnudo y cargado de cadenas en un miserable calabozo. En 1813 llegó cautivo a Cádiz en el mismo año en que San Martín inauguraba su gloriosa carrera en el opuesto hemisferio, y murió en la mazmorra de las Cuatro Torres de la Carraca, siete días después de declarada la independencia argentina bajo el auspicio de sus inspiraciones.

Se ha dicho (creemos que sin fundamento) que Miranda se introdujo por entonces (1808-1809) de incógnito en Cádiz, con el objeto de concertar con los sudamericanos que allí se hallaban un plan de insurrección en las colonias españolas. Lo que es indudable que estuvo allí presente y sin disfraz, fue su noble espíritu. Creador del tipo de las sociedades secretas en que se afiliaron los sudamericanos dispersos en Europa, para preparar la empresa de la redención de América, él fue quien dio organización, objetivo y credo a las sociedades de este género, y que con esta tendencia se fundaron después en España. Cádiz, la puerta precisa de los americanos para entrar a la Península o salir de ella, era el punto forzoso de reunión de todos y el centro en aquella época de una activa elaboración revolucionaria, que una sociedad misteriosa se había encargado de propagar. Como lo hemos dicho en otro libro histórico, las sociedades secretas compuestas de sudamericanos, con tendencias a la emancipación de la América del Sur sobre la base del dogma republicano, se asemejaban mucho por su organización y por sus propósitos políticos a las ventas carbonarias calcadas sobre los ritos de la masonería, de las que no tenían sino sus formas y sus símbolos.

En los primeros años del siglo xix habíase generalizado en España una vasta asociación secreta, con la denominación de Sociedad de Lautaro o Caballeros Racionales, vinculada con la sociedad matriz de Londres denominada Gran Reunión Americana, fundada por el general Miranda, de la que se dio noticia antes. En solo Cádiz, donde residía el núcleo, llegó a contar en 1808 con más de cuarenta afiliados, entre ellos algunos grandes dé España, como el conde de Puño-en-Rostro, amigo y corresponsal de Miranda. Su primer grado de iniciación era trabajar por la independencia americana, y el segundo la profesión de fe democrática, jurando “no reconocer por gobierno legítimo de las Américas sino aquel que fuese elegido por la libre y espontánea voluntad de los pueblos, y de trabajar por la fundación del sistema republicano”.

En esta asociación estaba afiliado San Martín. Desde su fondo tenebroso se proyecta por primera vez sobre su figura, hasta entonces enigmática, un rayo de luz que nos inicia en los misterios de su alma, revelándonos las creencias que lo trabajaban y los propósitos que abrigaba. San Martín era un americano de raza, un revolucionario por instinto, un republicano por convicción: era, tal vez sin él Saberlo, un adepto de Miranda, que debía realizar el ensueño del maestro cuando éste descansase para siempre en el fango de uno de los islotes de la Carraca, que en aquellos momentos él contemplaba desde la playa gaditana cuando la marea los abandonaba o los cubría.

A la vez que San Martín, se habían afiliado a la Logia: Alvear, que sería su confidente primero, y su émulo después; José Miguel Carrera, que moriría maldiciéndole, y el más modesto de todos, el teniente de marina Matías Zapiola, que sería uno de sus brazos fuertes en los futuros combates. San Martín, el menos brillante y el más pobre de todos, reservado, reflexivo como de costumbre, era el vaso opaco que encerraba el fuego oculto en el interior del alma. Sus compañeros, que conocían su temple moral y la superioridad de sus dotes militares, no se engañaban con estas apariencias, y decían de él, que pensaba por todos ellos; pero al distribuirse sus papeles en el gran drama revolucionario que entreveían, ninguno le asignaba otro puesto que el de batallador fuerte. Sus héroes en perspectiva eran Alvear y Carrera, los más arrogantes y los más ambiciosos.

Estas sociedades secretas, precursoras del gran movimiento revolucionario de Sud América, que determinó sus primeros rumbos, imprimieron su sello a muchos de los caracteres de los que después fueron llamados a dirigirlo, decidiendo en varios casos de sus destinos. Este sello fue el sentimiento genialmente americano, que las naturalezas móviles perdieron en el roce de los Sucesos, pero que San Martín guardó indeleble como el bronce.

XI

Los americanos, revolucionarios de raza en presencia de la madrastra España, eran ante todo españoles de corazón en presencia de los enemigos extraños de la madre patria, como lo demostraron en Cartagena de Indias en 1740, en Buenos Aires 1806 y 1807, y por último en la gloriosa guerra de la Península en l808.

El alzamiento general de España, precedido por la heroica muerte de Daoiz, su antiguo compañero, y de que fue última señal la trágica muerte de Solano, su general querido, encontró a San Martín en su puesto de honor, formando siempre en las filas de Voluntarios de Campo Mayor, mandado por el valiente coronel Menacho, que pronto debía encontrar también una gloriosa muerte. Ascendido a ayudante primero del mismo regimiento por la Junta de Sevilla, fue destinado al ejército de Andalucía, que a la sazón se organizaba bajo la dirección del general Castaños, incorporándose a la segunda división que mandaba el general marqués de Coupigní.

Abiertas las operaciones contra el ejército francés mandado por Dupont, que tomó la iniciativa franqueando la Sierra Morena por Despeñaperros, se le confió el mando de las guerrillas sobre la línea del Guadalquivir. En estas márgenes resonó por primera vez el nombre de San Martín lanzado a publicidad con el dictado de “valeroso”, a consecuencia de una señalada proeza que ejecutó en tal ocasión.

El 28 de junio movióse sobre las primeras avanzadas del enemigo una columna de vanguardia española; Mandábala el teniente coronel Cruz Murgeon, que más tarde debía distinguirse como general peleando contra los independientes de América. Llevaba la cabeza de la columna su compañero y amigo el capitán San Martín, que más tarde también, y en filas opuestas, debía inmortalizarse haciendo triunfar la independencia americana. A la altura de Arjonilla avistóse un grueso destacamento de caballería francesa, que recibió orden de cargar, pero que al primer amago esquivó el combate. Entonces, por inspiración propia se porte al frente de 21 jinetes, haciéndose apoyar por una guerrilla de infantería, y se lanza a escape por una estrecha vereda lateral, consiguiendo por esta maniobra alcanzar a los enemigos, que superiores en número y no creyendo que con tan cortas fuerzas' los acometiera, le esperaron en formación. Sobre la marcha desplega en batalla, carga sable en mano, mata diecisiete hombres, toma cuatro prisioneros heridos, se apodera de todos sus caballos, comprométese personalmente, y en circunstancias de ir a ser muerto por un dragón enemigo, es salvado por uno de sus soldados, oyéndose en ese momento el toque de retirada que le obliga a replegarse en triunfo, pero con todos sus trofeos. Tal fue la primera hazaña y el primer ensayo de mando en jefe del más grande general del Nuevo Mundo.

La acción fue declarada distinguida con aplauso de todo el ejército, y concedióse un escudo de honor a todos los que le habían acompañado, siendo él ascendido a capitán del regimiento de Borbón, “en razón (decía el oficio de la Junta de Sevilla) del distinguido mérito que había contraído en la acción de Arjonilla”.

Este pequeño triunfo fue precursor de una de las más grandes victorias de la época. Antes de transcurrir un mes, las águilas imperiales de Napoleón que habían humillado a toda Europa, se inclinaban vencidas ante un ejército bisoño alentado por el patriotismo, y el capitán San Martín era mencionado con distinción en la orden del día de la batalla de Bailón, de que había sido el precursor en Arjonilla.

Abierto por la victoria el camino de Madrid, el ejército de Andalucía entró triunfante en la capital de las Españas, y allí recibió San Martín con los despachos de teniente coronel la medalla de oro que por su comportación en aquella batalla le correspondía.

El joven comandante siguió las vicisitudes del ejército de Andalucía, debiendo encontrarse en la desgraciada batalla de Tudela y sucesivo repliegue de las tropas españolas sobre Cádiz, y fue nombrado en 1810 ayudante de campo del marqués de Coupigní. En 1811 encontróse en la sangrienta batalla de Albuera, celebrada por la musa de lord Byron, en que españoles, ingleses y portugueses batieron a los franceses. Mandaba el ejército aliado en esta jornada el general Beresford, que cinco años antes había rendido su espada y las banderas británicas en Buenos Aires.

En el mismo año pasó a formar parte de las reliquias del regimiento de Sagunto, escapadas del sitio de Badajoz, en el que su antiguo jefe, el coronel Menacho, acababa de rendir la vida. El emblema de este cuerpo era un sol, cuyos rayos disipaban nubes, con esta leyenda: Hoe nubila tolunt obstantia solvens (“¡Disipa nubes y remueve obstáculos!”). Éste fue el último estandarte español a cuya sombra combatió San Martín. Por una rara coincidencia llevaba por emblema el mismo símbolo de las banderas que debía pasear en triunfo por la América, y cuyos colores había vestido en su primer uniforme del Murcia. ¡La leyenda parece profética!

La profecía de Pitt, al tiempo de morir, se realizaba. Napoleón había levantado contra sí una guerra nacional y estaba irremediablemente perdido. La España, provocándola heroicamente, según la previsión del gran estadista, iba a salvarse, salvando a la Europa de su brutal dominación en alianza con la Gran Bretaña.

El criollo americano había pagado con usura su deuda a la madre patria, acompañándola en sus días de conflicto, y podía a la sazón desligarse decorosamente de ella sin desertar la Causa de la desgracia, al dejarla cubierta con la poderosa égida de la Gran Bretaña, que le aseguraba el triunfo definitivo, bajo la dirección del futuro vencedor de Waterloo.

Veintidós años hacía que San Martín acompañaba a la madre patria en sus triunfos y reveses, Sin desampararla un solo día. En este lapso había combatido bajo sus banderas contra moros, franceses, ingleses y portugueses, por mar y por tierra, a pie y a caballo, en campo abierto y dentro de murallas. Conocía prácticamente la estrategia de los grandes generales, el modo de combatir de todas las naciones de Europa, la táctica de todas las armas, la fuerza irresistible de las guerras nacionales y los elementos de que podía disponer la España en una insurrección de sus colonias: el discípulo era un maestro en es-lado de dar lecciones. Entonces volvió los ojos hacia la América del Sur, cúya independencia había presagiado y cuya revolución seguía con interés, y comprendiendo que aún tendría muchos esfuerzos que nacer para triunfar definitivamente, se decidió a regresar a la lejana patria, a la que siempre amó como a la verdadera madre, para ofrecerle su espada y consagrarle su vida.

XII

El confidente de sus proyectos y sentimientos en esta ocasión, fue un personaje singular, con quien conservó amistad por el resto de sus días, quizá en memoria de este momento solemne y de esta resolución, que al decidir de su destino, debía influir en los de un mundo.

Lord Macduff, después conde de Fife, era un noble escocés descendiente de aquel héroe de Shakespeare que mató con sus propias manos al asesino Macbeth. El gran poeta pone en boca de su antecesor estas palabras: “Empuñemos más bien con mano firme la espada matadora, y como hombres buenos defendamos resueltamente nuestros nativos derechos desconocidos.” Estas palabras que resonaban en sus oídos al través de los siglos, parecían dirigir su conducta inspirada por tan varoniles consejos. Hallábase en Viena cuando recibió en 1808 la noticia de la insurrección española. Inmediatamente se dirigió a la península y se alistó como simple voluntario. En esta clase se halló presente en la mayor parte de las batallas que tuvieron lugar allí, siendo gravemente herido en una de ellas, por cuyos servicios llegó a ser nombrado general español. Entonces se conocieron San Martín y lord Macduff. Estas dos naturalezas generosas simpatizaron profundamente, estrechándose su amistad en medio de los peligros comunes. Por su intermedio y por la interposición de sir Charles Stuart, agente diplomático en España, pudo obtener un pasaporte para pasar subrepticiamente a Londres, recibiendo de su amigo cartas de recomendación y letras de cambio a su favor, de las que no hizo uso.

En Londres se reunió con sus compañeros Alvear y Zapiola, poniéndose en contacto con otros sudamericanos que a la sazón se hallaban allí. Contábanse entre ellos el venezolano don Andrés Bello, el mejicano Servando Teresa Mier —célebres ambos por sus escritos—, el argentino don Manuel Moreno, que acababa de dejar sepultado a su ilustre hermano en la profundidad del mar, don Tomás Guido, que iniciaba su carrera diplomática y militante, y algunos menos conocidos. Todos pertenecían a la asociación secreta fundada en Londres por Miranda, que era matriz de la de Cádiz, como queda dicho, y en la cual Bolívar acababa de prestar su juramento en manos del mismo Miranda antes de regresar a Venezuela en compañía del ilustre maestro, San Martín y sus dos compañeros fueron iniciados en el 5° y último grado. Así se ligaron por un mismo juramento en el viejo mundo, el gran precursor y los dos más grandes fundadores de la independencia del Nuevo Mundo. Siendo el objeto de la asociación cooperar por todos los medios a la insurrección sudamericana, los miembros de ella trabajaban activamente en conquistarle prosélitos y en predisponer a la Europa en su favor por medio de publicaciones por la prensa, mientras llegaba el momento de prestarle servicios más eficaces.

Pocos meses después (enero de 1812), San Martín, Alvear y Zapiola se embarcaron en la George Canning, con destino al Río de la Plata, y llegaban a Buenos Aires en compañía de varios oficiales, que como ellos venían a sentar plaza en las filas de los libertadores del Viejo y Nuevo Mundo.

XIII

Hemos dicho antes, que a la época de la llegada de San Martín a Buenos Aires, la revolución americana pasaba por una dura prueba. Si no había sido de los primeros en acudir a su llamada, no esperó por cierto para hacerlo el momento más propicio. El período de la primera efervescencia había pasado: el trabajo serio de todos los días iba a comenzar. La verdadera lucha entre independientes y realistas no estaba trabada aún, y el combate entre los elementos sociales se iniciaba.

La revolución argentina iniciada el 25 de Mayo de 1810, fue el verdadero punto de partida de la insurrección sudamericana. Antes de ella produjéronse movimientos parciales qu& fueron sofocados en su cuna, y los que con posterioridad o simultáneamente estallaron desde Chile hasta México, carecieron de constancia para luchar y vencer, aun dentro de sus límites territoriales.

Expansiva y propagandista desde el primer día, la revolución argentina promovió la insurrección de Chile por la diplomacia y el ejemplo, formando estrecha alianza con ella. Con su primer ejército improvisado de voluntarios, avanzó hasta el Perú a fin de herir al enemigo en el centro de su poder, obteniendo en su camino la primera victoria en Suipacha (1811). Por el oriente marchó resueltamente con el objeto de dominar ambas orillas del Plata, batiendo al enemigo en Las Piedras (1811), y armó de prisa algunos buques para disputar a los marinos españoles el dominio del río. Pero destrozada su primera flotilla en el Paraná, dueño absoluto el enemigo de las aguas e inexpugnable dentro de las murallas de Montevideo, antes de Concluir el año XI la revolución había retrocedido a sus primeras posiciones por la parte del oriente; al mismo tiempo que un ejército portugués de 4.000 hombres salvaba las fronteras del Brasil y se establecía sobre la línea del Uruguay en actitud hostil. El Paraguay por su parte iniciaba su sistema de aislamiento y casi de hostilidad, después de rechazar la expedición enviada allí para incorporarlo al movimiento. Por el Norte, y casi simultáneamente con estos sucesos, su ejército era completamente derrotado en Huaqui (1811) sobre el Desaguadero, abandonando en consecuencia el Alto Perú en su movimiento retrógrado por esa parte. Las reliquias de este ejército, replegado en aquel momento sobre Tucumán (marzo de 1811), esperaban que el general Belgrano fuese a tomar su mando y que el enemigo avanzara sobre ellas con dobles fuerzas, sin más esperanza que continuar su retirada hasta Córdoba, según las órdenes terminantes del gobierno.

Chile, que en sus primeros pasos parecía haber consolidado su movimiento oligárquico-legal, estaba amenazado ese mismo año (1812) por una expedición dirigida desde el Perú, estando encomendada su salvación al que fatalmente debía perderlo. Era éste aquel mismo José Miguel Carrera que en la Logia de Cádiz sus compañeros señalaban como un héroe en perspectiva. Ambicioso y osado, tenía algunas cualidades que remedan el genio revolucionario, y que contribuyeron en parte a precipitar y democratizar la revolución chilena en el hecho, aunque sin inocularle ninguna nueva fuerza, Pero sin verdaderos talentos políticos ni militares, sin virtudes cívicas y sin el juicio siquiera, que supliendo las cualidades prevé y evita los errores, Chile debía perderse en sus manos, como se perdió después.

Por un encadenamiento de circunstancias nefastas, en ese mismo mes de marzo de 1812, un terremoto derribaba la ciudad de Caracas, al mismo tiempo que la reacción española avanzaba osada reconquistando el terreno perdido, teniendo por principal auxiliar la desmoralización del espíritu público. En tal situación no era difícil prever que antes, de terminar el año XII, el mismo general Miranda, que a la sazón acaudillaba la revolución de Venezuela, tendría que capitular, como lo hizo, desesperando por el momento de la fortaleza de su pueblo. Empero, nadie pudo imaginar siquiera que ese mismo Miranda, gran precursor de la independencia americana, ¡había de ser entregado por los suyos a la saña de sus enemigos como víctima propiciatoria, y que Simón Bolívar sería uno de los que concurriesen a ello! Solo la Nueva Granada continuó por algún tiempo manteniendo el fuego de la insurrección en la extensión de lo que después se llamó Colombia (Venezuela, Nueva Granada y Quito); pero debía extinguirse pronto, como se extinguieron todas las insurrecciones sudamericanas desde un extremo a otro del continente entre 1814 y 1815, con excepción de la revolución argentina, la única que no fue dominada jamás.

Mientras tanto, el virreinato del Perú, interpuesto entre los revolucionarios del Sur y del Norte, inexpugnable por su posición por el dominio absoluto de los mares y por el fuerte ejército que lo defendía, era el centro que irradiaba la reacción, desprendiendo a la vez expediciones sobre Quito y Chile, y amenazando a las Provincias Argentinas después de batir su ejército en el Desaguadero.

Estos peligros inminentes que anublaban el horizonte, y que burlaban tantas esperanzas de los primeros momentos en que todo se presentaba fácil, haciendo comprender a todos lo arduo de la empresa y la medida de los nuevos y grandes sacrificios que habría que hacer, había producido en el espíritu público un gran decaimiento, cuando todavía las poblaciones no estaban comprometidas en masa en la lucha ni la decisión popular manifestada con energía.

Tal era en marzo de 1812 el estado de la revolución americana, considerado por la faz externa de su poder militar y de sus relaciones recíprocas.

XIV

La revolución argentina, estudiada en su organismo propio, era un hecho múltiple y complejo, que entrañando grandes peligros y grandes fuerzas latentes, marchaba hasta entonces sin plan fijo, aunque visiblemente una ley superior presidiese a su desarrollo. Esta revolución, además de los peligros externos que la amenazaban militarmente, entrañaba en su organismo propio peligros mayores, que provenían del desequilibrio de una sociedad rudimental, entre las fuerzas qué ostensiblemente le imprimían su movimiento y las fuerzas latentes en que residía la potencia, bien que un principio vital dominase la acción recíproca de unas y otras.

No repetiremos aquí la sinopsis que con relación al año XII hemos hecho de este acontecimiento en otros libros históricos al condensar los sucesos para deducir de ellos el progreso de las ideas y el desarrollo de los instintos populares. No se comprendería empero la acción, ni la trascendencia de los planes políticos ni militares de San Martín en el nuevo medio en que va a obrar, si no estudiáramos esa revolución bajo un nuevo punto de vista, bosquejando a grandes rasgos su naturaleza múltiple y compleja, a fin de darnos cuenta exacta de la situación en el momento en que aquél va a hacer su aparición en la escena revolucionaria.

La revolución argentina, cuyas causas lejanas hemos señalado ya, aplicándolas a las colonias americanas en general, tuvo causas inmediatas que le imprimieron un carácter peculiar. Fue la principal de ellas la preponderancia de los nativos en las armas, que los triunfos en 1806 y 1807 sobre las invasiones inglesas al Río de la Plata habían puesto en sus manos dándoles la conciencia de su poder y despertando en ellos un espíritu de personalidad viril y arrogante. La superioridad de su fuerza moral, que tenía por manifestación la inteligencia criolla, y se verificaba en las grandes' corrientes de la opinión pública, fue otra de esas causas eficientes. De aquí provino que la revolución fue simplemente una transición pacífica, de un estado en cierto modo artificial a un estado normal, operándose el cambio de situación sin convulsiones, como una ley natural que se cumplía, y esto sin violar ni aun las leyes españolas que regían los municipios, teatro de acción de la política de los nativos. De esas mismas leyes deducían ellos lógicamente nuevas teorías revolucionarias, que legalizando el hecho, con textos viejos del derecho positivo, daban vuelo a los espíritus en el sentido de reformas trascendentales.

El plan de ejecución de la revolución de Mayo fue, pues, rigurosamente legal, con propósitos deliberados de independencia, pero con vagas ideas políticas en las esferas superiores y con instintos confusos en la masa social. Todos perseguían, sin embargo, un ideal, que cada uno percibía según su grado de inteligencia o de instrucción, y que procuraba hacer prevalecer por medios análogos a sus fines. De aquí provenía el desequilibrio que hemos señalado antes, y que constituye el nudo histórico de la revolución argentina.

La revolución argentina presentaba desde entonces en bosquejo las dos fases características que la distinguen: la una clásica, culta, cosmopolita, que miraba al exterior; la otra genial y plebeya y por lo tanto más radicalmente democrática, que presentaba una fisonomía original y móvil en la política interna, o más bien dicho, en el movimiento social. La última, apenas diseñaba algunos de sus rasgos en las tendencias embrionarias de descentralización y en las fuerzas indisciplinadas de carácter selvático, que acusando el desequilibrio presagiaba la escisión anárquica. La primera reasumía en sí hacía dos años todo el movimiento de la vida política y civil, con sus ensayos de gobierno, sus tanteos en el sentido del parlamentarismo, su legislación, sus ejércitos, su diplomacia, su prensa, en que figuraban los hombres más prominentes del país.

Ya desde entonces también se dibujaban en los partidos que agitaban la superficie social, las dos tendencias que el roce de las pasiones y de los intereses, más bien que la divergencia de principios, debía poner en pugna, trabajando y atormentando la revolución, impulsada por cada uno de ellos en un sentido o contrariada en otro; arrastrándola a veces al borde del abismo, haciéndola triunfar en el exterior por esfuerzos supremos, a la par que se aniquilaban casi las fuerzas sociales en el interior, hasta que del choque de las fuerzas conservadoras y de las fuerzas explosivas que entrañaba, naciese el equilibrio y brotara de su seno dolorido la sociedad nueva, producto de estos grandes sacudimientos en la batalla de la vida.

Contener estas fuerzas dentro de sus límites, hacerlas servir contra el enemigo común y mantener el gobierno en manos de la inteligencia para hacerlo más eficaz a la acción, tal era el arduo problema que se proponían resolver los hombres superiores que habían iniciado la revolución y que hasta entonces la dirigían. Pero antes de que este resultado se alcanzara, el choque debía producirse. Para los unos, la centralización vigorosa con su punto de apoyo en la capital de Buenos Aires, era la condición del triunfo de la revolución. Para los otros, la descentralización era una tendencia innata y una condición de vida futura, así como la indisciplina era una consecuencia necesaria de su modo de ser. Estas tendencias, ya se habían diseñado en los partidos políticos militantes, aun antes que interviniese en los acontecimientos la masa social; pero sin acentuarse ni ejercer una grande influencia en ellos.

XV

La revolución, mientras tanto, legal y pacífica en su iniciativa, trascendental en sus propósitos y vigorosamente centralizada en sus medios de acción, se desenvolvía orgánicamente, sin un plan preconcebido en lo político como en lo, militar. Nacida en las ciudades, y propagada en nombre de la ley de municipio en municipio hasta la última frontera de las provincias, este primer movimiento vibratorio había revelado una cohesión nacional, indicando allí donde se detuvo, el punto en que debía encontrarse la resistencia que había de vencer. Revolución civil, que tenía por foro las plazas urbanas, por tribuna la de los antiguos Cabildos, por constitución el vetusto derecho municipal, llegaría un momento en que no cabría en los moldes en que primitivamente se fundió la masa candente; en que esos moldes estallarían; en que el movimiento se dilataría en las campañas, y que en medio de la lucha por la vida se produjesen tumultuosamente los fenómenos orgánicos que entrañaba su naturaleza, a la par de los esfuerzos del patriotismo ilustrado que propendía a dominar el desorden interno con una mano, mientras con la otra combatía y vencía al enemigo común.

La revolución argentina había llegado en el año XII a uno de esos períodos de transformación en que los hechos, las teorías, las necesidades fatales, las gravitaciones naturales envueltas en una sola corriente, la arrastraban irresistiblemente a ejecutar sobre la marcha una de sus más peligrosas evoluciones al frente del enemigo. Triunfante en el hecho dentro de sus fronteras, con una organización indefinida todavía después de dos años de luchas y trabajos, había necesidad de popularizarla, de vivificarla, dándole por base la soberanía del pueblo, y por credo un derecho nuevo que respondiese a las necesidades del presente, satisfaciendo las aspiraciones en lo futuro.

Por fortuna, piloteaban aquella nave en medio de la tempestad los hombres más inteligentes, más enérgicos y más próvidos que se hayan presentado jamás reunidos a la vez en el gran drama de la revolución sudamericana. Muerto Moreno, que había sido el numen de la revolución de Mayo en sus primeros días, y cuya influencia moral vivía aún, la revolución argentina presentaba en primera línea pensadores profundos, generales improvisados, escritores notabilísimos, políticos convencidos, patriotas abnegados, caracteres virilmente templados, que, apoderados con mano firme del timón del Estado, constituían un poderoso partido gubernamental con tendencias democráticas y principios-confesados de libertad.

Merced a esa falange de hombres de acción y de pensamiento, la revolución se había extendido y consolidado, constituyendo un núcleo indisoluble; las nociones de un derecho nuevo se habían generalizado; las ideas abstractas de la soberanía del pueblo, división de poderes, juego armónico de las instituciones libres, derechos naturales y derechos del hombre en sociedad, habían hecho progresos en la conciencia pública, traduciéndose en hechos prácticos, aunque todo se resintiera todavía de lo indefinido y de lo incompleto de la organización política.

Desde el primer momento — lo mismo que por entonces—, todas las fuerzas políticas se habían concentrado en la organización del gobierno ejecutivo, que respondía a las supremas exigencias de la situación y constituía el gran resorte de la máquina revolucionaria.

El primer gobierno ejecutivo instalado por un plebiscito el 25 de Mayo de 1810, fue una Junta gubernativa, a imitación de las que en España- se inauguraron por la misma época en su alzamiento contra los franceses.* Modificada y desnaturalizada un año después por la incorporación de los diputados de las provincias en ella, se malogró así la primera tentativa de un Congreso Nacional, abortando un monstruo de muchas cabezas, sin iniciativa en la idea y sin vigor en la ejecución, que tuvo que decretar su propia caída y ceder por impotencia el puesto ante las exigencias de la opinión y el instinto de la propia conservación. La Junta fue substituida por un Triunvirato, en el que, dándose nueva forma a la potestad gubernativa, se vigorizaba su acción, bosquejando a la vez la división de los poderes públicos.

El Triunvirato, bajo la denominación de Gobierno Ejecutivo, había empuñado con mano firme el timón de la nave del Estado, que parecía próxima a naufragar, trazando nuevos rumbos a la revolución, ayudado por la falange política de que venimos hablando, y que constituía el nervio de la situación.

Tal era el estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata al pisar San Martín las playas argentinas y hacer su aparición en la grande escena de la revolución sudamericana.

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