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Instituto Nacional Sanmartiniano

171º aniversario del fallecimiento del Libertador General San Martín

Palabras del presidente del Instituto Nacional Sanmartiniano, Eduardo García Caffi, con motivo de cumplirse un nuevo aniversario del Paso a la Inmortalidad del Padre de la Patria.

Llegamos a otro 17 de agosto en el que nos convoca un nuevo aniversario del tránsito a la gloria del General Don José Francisco de San Martín y Matorras, Padre de la Patria y Libertador de la Argentina, Chile y Perú.

Es una fecha que nos obliga a reflexionar sobre un pasado no exento de dificultades y que hubo que afrontar con voluntad firme y amor por la Patria Grande, lo que nos invita a hacer propia la fuerza de voluntad de nuestros héroes cada vez que se nos haga imperioso tomar decisiones frente a las complejidades actuales, pensando en el porvenir.

El legado sanmartiniano es un tesoro que debemos custodiar, ya que nos exige una vocación de servicio que esté a la altura de la Sudamérica soberana que debemos consolidar en un marco de libertad, independencia y justicia.

Argentinos, chilenos y peruanos tenemos la responsabilidad de ser herederos de San Martín. Le debemos mucho a quien todo lo dio y nada pidió. Nuestro continente, con los valores del Libertador como piedra angular de su destino, tiene la misión de ser un ejemplo para el mundo.

El trabajo duro y sacrificado fue el signo distintivo de aquel Primer Soldado de la Libertad que cumplió con su misión de ejercer el poder político y el mando militar en las horas más difíciles.

Yapeyú y Buenos Aires fueron escenario de los primeros pasos de aquel José Francisco niño, que partió con su familia hacia España cuando él contaba con muy corta edad.

Con once años se produjo su ingreso al Regimiento de Murcia, apodado “El Leal”. Fue en un año manifiestamente revolucionario: 1789.

El niño-cadete pronto quedó atrás: en 1791, con trece años, tuvo su bautismo de fuego en el Norte de África. Con toda seguridad distaba de imaginar que en 1821, treinta años después, se convertiría en Protector de la Libertad de uno de los países más entrañablemente amigos de la Argentina: la Hermana República del Perú.

San Martín dedicó largas décadas de su existencia al combate tanto terrestre como naval. Diecisiete acciones militares se contaban en su foja de servicios antes de que regresara al Río de la Plata en 1812.

Había batallado en África y en Europa. Pero la verdadera lucha que le planteaba el destino era hacerlo con toda su alma, fuerza y mente para liberar a su propio continente: Sudamérica.

Un famoso historiador militar prusiano dijo alguna vez: “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. San Martín lo demostró el 3 de febrero de 1813 durante su único combate en suelo argentino: San Lorenzo.

Emprendió una osada carga de caballería para animar a sus hombres al combate y despejar cualquier duda maliciosa propalada acerca de su falta de compromiso con la causa independentista. Sus dotes para la guerra sirvieron para dar un mensaje contundente a sus detractores: la Patria y él eran una mancomunión indisoluble.

Siendo comandante del Ejército del Norte, enfermó y debió reponerse de sus dolencias en la localidad cordobesa de Saldán en el decisivo año de 1814.

Allí terminó de dar forma a su Plan Continental con objetivos escalonados: su designación como Gobernador Intendente de Cuyo con mando civil y militar, garantizar la Independencia Argentina, cruzar los Andes con su ejército, dar la libertad a Chile, luego a Perú y poner fin, cuanto antes, a la Guerra de la Emancipación Sudamericana derrotando definitivamente a las fuerzas absolutistas.

Tras la derrota del emperador Napoleón I en Waterloo, el Congreso de Viena se preparaba para reaccionar contra los bríos revolucionarios emancipadores. Quería restaurar las monarquías absolutas y castigar a quienes catalogaba de rebeldes insurrectos contra la autoridad, ya que el Grito Sagrado de Libertad le resultaba intolerable.

El Padre de la Patria, consciente de la amenaza, exhibió un temple heroico y se esforzó, sin descanso, por contar con un frente interno sólido, sin fisuras y con el objetivo de que la guerra fuera la continuación de la política como medio para obtener una paz duradera, una vida digna y un destino soberano para los pueblos sudamericanos.

Supo sobreponerse a la adversidad: problemas de salud, alejamiento de su familia, incomprensión política y calumnia panfletaria. Pudo hacerlo por su insobornable coherencia ética, patriótica y política. Sabía que tenía un deber y estaba dispuesto a cumplirlo.

El Ejército Libertador era fiel reflejo de esos valores: comandante y tropa estaban unidos por una enorme vocación de servicio dispuesta a hacer frente a cualquier desafío, por titánico que éste fuera.

San Martín logró una confluencia virtuosa que unió a soldados de indubitable elevación moral con un pueblo fervorosamente patriótico. Sus dotes como gran motivador lo hicieron posible.

El Congreso de Tucumán pudo declarar la Independencia por contar con su sostén político y militar. Sus cartas fueron insistentes hasta verla concretada en aquella jornada inolvidable del 9 de julio de 1816.

1817 le dio dos grandes satisfacciones: el Cruce de los Andes y la victoria de Chacabuco en suelo chileno.

1818 fue la demostración cabal de que, tras una noche oscura como la de Cancha Rayada, podía llegar un día luminoso como el de Maipú. Eso sólo podían conseguirlo un comandante, un ejército y un pueblo unidos por sus ansias de libertad. Bernardo O’Higgins lo gritó para la Historia al saludar al Libertador, su gran amigo, con un: “¡Gloria al salvador de Chile!”.

Con la caída del gobierno directorial de Buenos Aires en 1820, se produjo el cese de la autoridad de la que dependía el Ejército Libertador para continuar la campaña hacia el Perú. San Martín puso a consideración de sus hombres si querían que él los siguiese comandando y éstos dieron un rotundo “sí”, dejando testimonio del mismo a través del Acta de Rancagua.

El 8 de septiembre de 1820, las fuerzas libertadoras argentino-chilenas desembarcaron en la bahía de Paracas. El sueño por el que tantos peruanos habían perdido sus vidas, el de recuperar su destino soberano, estaba muy cerca. Ambos Túpac Amaru seguramente estaban conmovidos desde sus tumbas: pronto podrían ver renovar a los hijos de la Patria el antiguo esplendor.

El 28 de julio de 1821, San Martín hizo su ingreso a Lima en forma discreta. El pueblo se enteró y comenzó a ovacionar al héroe que comandaba soldados que estaban allí para liberar, no para conquistar.

La paz iba a ser la continuación de la guerra por otros medios: el progreso, la cultura, el comercio, la producción, el respeto por la dignidad del hombre y un devenir armonioso y sin guerras entre hermanos: con la emancipación lograda, la espada debería envainarse.

En esa cosmovisión virtuosa, había que dejar atrás las penumbras del despotismo y demoler su columna central: la ignorancia. Su gesto de donar parte de su colección personal de 800 libros a la naciente Biblioteca Pública del Perú fue su gran aporte para consolidar al saber que ilumina y libera a los hombres y a los pueblos.

En 1822, tras no poder llegar a un entendimiento con Simón Bolívar tras la entrevista de Guayaquil, San Martín consideró que era el momento de retirarse de la vida pública. Había estado combatiendo ininterrumpidamente por tres intensas décadas. Tenía bien ganado el derecho a retirarse “a vivir a algún rincón como hombre”.

Remedios, su esposa y amiga, murió en 1823. Al año siguiente, junto a su pequeña hija Mercedes, partió hacia Europa, amargado por la profusión de guerras civiles que le resultaban inconcebibles. Jamás tomaría partido en ellas. Le asistía la razón: esas disputas ensombrecerían las tres cuartas partes del siglo XIX provocando dolor y fútiles derramamientos de sangre.

San Martín se ilusionó con volver. Lo intentó en 1829. Pronto advirtió que el estado de división era irreconciliable. No bajó de su barco. Algunos amigos y subordinados subieron a bordo porque deseaban abrazarlo. Otros, lo hicieron con el objetivo de alinearlo con alguna de las facciones en disputa y ofrecerle cargos que él se negó a aceptar.

Permaneció fugazmente en tierra uruguaya. Volvió a embarcarse. No regresaría nunca más.

Durante los largos años que le quedaban por delante en su exilio definitivo, mantuvo profusa correspondencia. En los momentos difíciles, su gran amigo Alejandro María de Aguado lo socorrió y le presentó nuevas amistades.

Figuras notables lo visitaron: Florencio Varela, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento; lo que no le impidió mantener correspondencia con Juan Manuel de Rosas y abogar por el fin del bloqueo anglo-francés contra la Confederación Argentina.

Boulogne-sur-Mer sería su última morada: con 72 años, casi ciego, el ilustre soldado argentino, héroe americano, político comprometido y estadista infatigable falleció un 17 de agosto de 1850, a las tres de la tarde.

Hoy su corazón reposa en el de Buenos Aires y su espíritu anima a la Argentina.

Cada vez que tengamos dudas de cómo actuar en momentos complejos, el ejemplo de San Martín será un faro que nos oriente para llegar a buen puerto, como lo hicieron aquellas naves que lo llevaron a bordo hasta el Perú para declarar su Independencia hace doscientos años.

Él tenía bien claro para sus contemporáneos y para la posteridad el sentimiento ético que sostenía la legitimidad de su misión: “Desde el momento que presté mis primeros servicios a la América del Sur, no me ha acompañado otro objeto que su felicidad, éste es el norte que me ha dirigido y dirigirá hasta el fin de mis días.”.

Muchas gracias.

Eduardo Emanuel García Caffi
Presidente – Instituto Nacional Sanmartiniano

Audios
En oportunidad de conmemorarse un nuevo aniversario de la muerte del General José de San Martín, Radio Nacional conversó con Eduardo García Caffi, quien preside el Instituto Nacional Sanmartiniano.