Pasar al contenido principal
Instituto Nacional Sanmartiniano

170º Aniversario del Paso a la Inmortalidad del General San Martín

Palabras del presidente del Instituto Nacional Sanmartiniano, Eduardo García Caffi, al cumplirse el 170º aniversario del Tránsito a la Gloria del Libertador General Don José Francisco de San Martín.

Como cada 17 de agosto, el General Don José Francisco de San Martín y Matorras, Padre de la Patria y Libertador de la Argentina, Chile y Perú; nos convoca.

Es un llamado que une lo mejor del pasado con los desafíos del presente y las esperanzas depositadas en el futuro; nos encontremos lejos o cerca, en cualquier rincón de nuestra geografía tan magnífica como diversa.

Y acá estamos, una vez más, dispuestos a renovar nuestro compromiso inquebrantable con el legado sanmartiniano de una Patria libre, independiente, justa y soberana.

Argentinos, chilenos y peruanos estamos en deuda de gratitud permanente con San Martín. Y cualquiera que tenga por propósito trabajar por una vida digna y en libertad tiene en él al mejor modelo a seguir; porque era un defensor de valores trascendentes a los que supo identificar como la causa del género humano, en su condición de instrumento accidental de la justicia y agente del destino.

Para cumplir con su destino inevitable de ser Libertador de Sudamérica ejerció el poder político y el mando militar. Tomó decisiones duras y sacrificadas.

Su infancia había transcurrido en Yapeyú y en Buenos Aires con su familia. Desde esta ciudad partió con ella hacia España.

En 1789, a los once años, ingresó al Regimiento de Murcia apodado El Leal”. Pasó, en marcha forzada, de la niñez a los campos de batalla. Dos años después, tuvo su bautismo de fuego en el Norte de África. Desde entonces pasaría varias décadas de su vida combatiendo en tierra y mar. En su prestigiosa foja de servicios consta un total de diecisiete acciones militares antes de producirse, en 1812, su regreso al Río de la Plata.

Llegó como veterano de guerra de dos continentes y se preparaba para ser el Libertador del tercero: el suyo propio, la América del Sud.

San Lorenzo fue su único combate en suelo argentino: el 3 de febrero de 1813, encabezó una briosa carga de caballería para insuflar ánimo en sus hombres y despejar cualquier duda acerca de su compromiso con la causa por la que luchaba, en mensaje directo a sus detractores políticos. Cayó de su caballo y lo hubiesen matado de no ser por valientes como Cabral y Baigorria, ambos llamados “Juan Bautista”, que lo socorrieron y, con ello, garantizaron la libertad naciente de medio continente.

En 1814, siendo comandante del Ejército del Norte, enfermó y debió reponerse de sus dolencias en la localidad cordobesa de Saldán. Terminó de dar forma a su Plan Continental con objetivos muy claros: ser designado Gobernador Intendente de Cuyo con mando civil y militar para garantizar la Independencia Argentina en forma definitiva, cruzar los Andes y lograr las de Chile y Perú y culminar, cuanto antes, la Guerra de la Emancipación Sudamericana con un triunfo completo y definitivo.

En 1815 Napoleón Bonaparte cayó derrotado en Waterloo. El Congreso de Viena se preparaba para restaurar las monarquías absolutas y para castigar a quienes habían osado luchar por su libertad. El Padre de la Patria comprendió que tal amenaza debía ser enfrentada con todo vigor, poniendo de manifiesto un temple valiente, osado y firme y, por sobre todo, con un frente interno sólido, tras un objetivo común y sin exhibir fisuras.

La adversidad no le fue ajena: a sus problemas de salud se le sumaron la incomprensión política y la calumnia panfletaria; pero su incólume coherencia ética, patriótica y política y la comprensión cabal de su deber tenían la potencia suficiente como para disipar cualquier tiniebla.

Creó y organizó el Ejército Libertador a su imagen y semejanza. Rigor, excelencia, generosidad, sacrificio, desafíos ciclópeos y permanentes; fueron la marca distintiva de comandante y tropa con una enorme vocación de servicio.

San Martín supo ser el gran motivador de una confluencia virtuosa que unió a soldados de elevada moral con un pueblo que profesaba un ardoroso y profundo patriotismo.

Fue sostén militar y político del Congreso de Tucumán que debía declarar la Independencia. Y no descansó hasta verla concretada en aquella jornada trascendente del 9 de julio de 1816.

En 1817, tras la epopeya del Cruce de los Andes, San Martín volvió a cargar con su caballo en Chacabuco, la primera victoria trascendente para las fuerzas de la Libertad en suelo chileno.

En 1818, tras la amarga sorpresa de Cancha Rayada, San Martín y sus hombres debieron reponerse y supieron cómo hacerlo: tan sólo diecisiete días después de la derrota, logró el más completo triunfo en Maipú. Un 5 de abril en el que la hermandad trasandina fue forjada por el propio Bernardo O’Higgins, que saludó al Libertador con un: ¡Gloria al salvador de Chile!.

1º de febrero de 1820: Con la derrota del gobierno directorial de Buenos Aires en Cepeda, cesó la autoridad de la que dependía el Ejército Libertador para continuar la campaña hacia el Perú.

Si el esfuerzo no se sostenía, todo podría derrumbarse y diez largos años de guerra hubiesen sido en vano.

El Padre de la Patria puso a consideración de sus hombres si querían que él los siguiese comandando, dado que ya no existía ninguna autoridad gubernativa.

2 de abril de 1820: a través del Acta de Rancagua, oficiales y subordinados, hombres curtidos por el combate, que habían atravesado los montes más altos, soportado las más bajas temperaturas y habían visto caer a sus amigos y, aun así, tuvieron el coraje para seguir peleando; dieron un rotundo respaldo a su jefe: San Martín seguiría siendo su comandante y la Guerra de la Emancipación Sudamericana no se detendría.

20 de junio de 1820: Ese mismo día en que una sorda disputa por el poder se desataba en Buenos Aires falleció, a los diecisiete días de haber cumplido sus 50 años, Manuel Belgrano. Abogado, general de la Independencia, economista, hombre de bien, patriota honrado y gran amigo de San Martín, quien supo calificarlo como “lo mejor que tenemos en la América del Sur”.

8 de septiembre de 1820. El grito sagrado de Libertad comenzó escucharse en Perú, en la bahía de Paracas. Era el principio del fin del hierro de la conquista, de arrastrar ominosas cadenas, de la condena a una cruel servidumbre, de sacudir la indolencia de esclavo, de alzar los ojos para contemplar un destino nuevo. Y el comienzo de ver renovar a los hijos de la Patria el antiguo esplendor.

Estamos a doscientos años de estos cuatro hechos que nos demuestran que las crisis y los momentos difíciles supieron templar el espíritu de nuestros primeros patriotas, haciéndolos dar lo mejor de sí para forjar esa argentinidad generosa de la que somos herederos, que supo tender su mano a los pueblos hermanos de Sudamérica.

El 28 de julio de 1821, el Cóndor de los Andes ingresó a Lima en forma discreta. Pero el pueblo se enteró y quiso ovacionar al héroe que comandaba soldados que no tenían por misión conquistar, sino liberar.

Su objetivo central era lograr la paz y el progreso; desde antes incluso que la guerra terminara. Cultura, conocimiento, comercio y producción eran conceptos esenciales de su cosmovisión para dejar atrás la oscuridad despótica, cuya columna central era la ignorancia. La donación de parte de su colección personal de 800 libros a la naciente Biblioteca Pública del Perú representó un gesto cabal en ese sentido.

En 1822, luego de la entrevista de Guayaquil con Simón Bolívar, en la que no les fue posible llegar a un acuerdo, San Martín anunció su retiro de la vida pública. Era el tiempo de retirarse a vivir a algún rincón como hombre.

En 1823 perdió a Remedios, su esposa y amiga. Al año siguiente se unió a su pequeña hija Mercedes y decidió partir hacia Europa, contrariado con el previsible advenimiento de las guerras civiles que tanto aborrecía y en las que jamás tomaría partido. No se equivocaba: las discordias internas, enconadas y luctuosas, ensombrecerían las tres cuartas partes del siglo XIX.

En 1829, San Martín se ilusionó con volver, pero comprobó que el estado de división era irreconciliable y no bajó de su barco. Amigos y antiguos subordinados subieron a bordo para estrecharse en un abrazo con él. Otros, para exigirle alineación política y ofrecerle cargos que él rechazó. Pisó tierra uruguaya por breve tiempo. Volvió a embarcarse y jamás regresó.

En su exilio ya definitivo, mantuvo profusa correspondencia, fue socorrido en momentos difíciles por su amigo Alejandro María de Aguado, fue visitado por figuras notables y trabó nuevas amistades.

Establecido en Boulogne-sur-Mer en 1848, septuagenario y casi ciego, la fatiga de la muerte lo alcanzaría un 17 de agosto de 1850, a las tres de la tarde.

Quedaba para el futuro su legado como referencia del camino recto a transitar por la Argentina en los buenos y malos momentos.

En 1824, San Martín debió tomar distancia del suelo que lo había visto nacer. En 1829, sólo pudo acercarse hasta las aguas que lo bañaban.

Con la herida que significaba no poder regresar; siguió pensando, sintiendo y amando a su la Argentina, aún a la distancia.

Porque su corazón siempre estuvo siempre con nosotros. Y, a veces, un poco más.

Sabía que un país no era sólo un territorio con instituciones nuevas, sino un compromiso responsable con la dignidad de personas que tienen sueños, esperanzas, preocupaciones y desvelos.

Por eso, ese Padre de la Patria, que supo amar a sus hijos, no vaciló en expresar en las horas más difíciles:La seguridad de los pueblos a mi mando es el más sagrado de mis deberes”.

Muchas gracias.

Eduardo Emanuel García Caffi

Presidente – Instituto Nacional Sanmartiniano